Se da cuenta que es verdaderamente bonita en segundo año de secundaria. Las Cheerios –acompañadas por algunos de los McKinley Titans – consiguieron identificaciones falsas y entran en un bar para mayores de veintiuno. Por supuesto, ella es una de las pocas novatas invitadas. Aún con dieciséis años, siente como todos los ojos se posan en ella. Hasta ese día no le había prestado demasiada atención; por supuesto, la gente se volteaba a verla en los pasillos. Pero siempre pensó que era por el uniforme, por estar acompañada de las chicas más populares del instituto, o simplemente por envidia.
Ahora no hay uniformes. No hay indicio alguno de que ellas sean un grupo de porristas. Tampoco está terriblemente arreglada, después de todo, su madre tenía que creer que iba a dormir a lo de una amiga. Un jean oscuro, de tiro bajo, pegadísimo al cuerpo y una remera no tan escotada, pero abierta en la espalda. Y el pelo suelto, cayendo en cascada por debajo de los hombros.
Beben. No le gusta el sabor del alcohol, pero sí lo que parece hacerle a su organismo. Bailan. Eso siempre le ha gustado, y sabe que lo hace mejor que los demás. Es su sangre latina. A lo largo de la noche se acercan a cortejarlas varios jóvenes. Les hacen preguntan ridículas, les invitan tragos, intentan bailar. Se besuquea con uno o dos, casi por obligación. Sabe que le da cierto status. No lo disfruta.
Están en lo mejor de la noche y "I'm a slave 4 you" empieza a sonar. Es una de sus canciones preferidas. Ha visto el videoclip en MTV unas quinientas veces a lo largo de su adolescencia. Mueve la cintura como solamente ella puede hacerlo. El resto no desentona – después de todo, son porristas –pero ella sabe que es la mejor en este rubro. Por eso entró en el equipo. Por eso todo el mundo la está mirando.
Está de espaldas. Siente una mano en la cintura, que amaga a moverse por su vientre descubierto. Sigue moviéndose, y con ella se mueve el cuerpo que la sujeta. Una segunda mano describe una línea a lo largo de su columna vertebral. Se estremece. Esto sí le agrada. Por último, un beso en la nuca que rápidamente se traslada al lóbulo de su oreja derecha. Tiembla. Gira, dispuesta a que las cosas se pongan más interesantes, y se encuentra con una chica. Eso la descoloca completamente. Ni siquiera puede insultar. Le dedica la mirada más dura que alguna vez le ha dedicado a alguien. Ella le sonríe, y es verdaderamente hermosa. Mete un papel en el bolsillo delantero de su jean, y en un gesto perfectamente estudiado guiña un ojo y le tira un beso. Se aleja satisfecha. No es que quiera, pero no puede evitar mirarle el trasero.
Se encuentra con la mirada de las Cheerios. Tiene miedo. Finalmente, vuelve a aferrarse a uno de los jugadores del equipo de fútbol. No es el capitán, ni uno de los mejores – esos están reservados para las seniors– pero es bastante lindo. Siente un bulto en su pierna, que probablemente esté relacionado con la escena que acaba de presenciar. En pocas horas tendrá su primera vez, pero eso todavía no lo sabe. "¡Mira a la pequeña López! ¿Hay alguien que se le pueda resistir?" exclama una de las capitanas. Ella es su legado. Sabe que el episodio lésbico será tomado como una broma, y respira aliviada. Todo el mundo se lo festeja. Excepto Quinn, que la observa con recelo. Santana no sabe si es por una cuestión moral, religiosa, o porque sabe que hoy ha perdido un round en la pelea por el futuro control de los Cheerios.
La noche termina en un motel. Está asustada, pero muy caliente. Prefiere no pensar que tiene que ver con lo ocurrido en el bar. Los ojos de Jason se iluminan cuando le dice que es su primera vez. Se siente un cordero entrando en la guarida del lobo. Él decide no apresurar las cosas. La desviste, la cubre de besos – literalmente, en todos y cada uno de los rincones de su cuerpo. Se detiene en su oreja, en su cuello, en su clavícula, en sus pechos. Lame, muerde, succiona, acaricia. Cuando llega a su clítoris siente que va a desfallecer. Termina casi rogando. Explota con el primer orgasmo, y él ni siquiera la ha penetrado. Luego de unos segundos la besa, la mira a los ojos y le hace un ofrecimiento que sabe que la morocha no podrá rechazar: él puede enseñarle a volver loco a cualquier hombre. Ella acepta. Para cuando sale el sol, sabe que aprobó con creces.
"McKinley High será toda tuya en unos años" dice en un último suspiro el joven, mientras se prende un cigarrillo.
Se ponen de novios. Él la pasa a buscar en su auto para ir a clases, caminan de la mano por los pasillos, se ven antes y después de cada partido. Cada tanto, van a Breadstix con alguna otra pareja. No se aman, pero a los dos les sirve: él es un senior, titular en el equipo de futbol, y ella es una de las nuevas Cheerios. Con un poco de suerte, quizás estén nominados para rey y reina del baile. Por supuesto, no tienen ninguna posibilidad ganar, pero definitivamente es algo. Ella sabe que todavía es una actriz secundaria, pero se encarga de cumplir bien su papel. Está agazapada, a la espera de su oportunidad.
Es un noviazgo fugaz. Una vez pasada la etapa de procrear como conejos – a cualquiera hora y en cualquier lugar– la relación se desinfla. Santana ya deja entrever su personalidad, y los choques comienzan a aparecer. Ella siente que él no le representa ningún tipo de desafío. Se aburre. Ya ni siquiera el sexo es bueno. Un par de besos, manoseo y tres minutos de él moviendo sus caderas encima de ella. Predecible. Para nada satisfactorio.
Cortan unos días después del baile. Finge estar dolida, no quiere que el resto del equipo la tome por una cualquiera. Lo cierto es que no podría importarle menos. Organizan una salida sin los Titans, para demostrar solidaridad de género. Santana sabe que se ganó un lugar, y que debe pensar su próximo movimiento para seguir escalando. El año que viene una buena parte del equipo se irá, y si bien probablemente no consiga la capitanía – nadie que no esté en último año logró semejante hazaña–, tendrá un rol muchísimo más protagónico. Estamos hablando de un equipo que desde hace años gana títulos nacionales. Ya puede ver su cara en ESPN+.
Terminan en una fiesta en la casa de una fraternidad de la universidad local. Santana sólo conoce de nombre a los anfitriones; se imagina que fueron los Jason de sus capitanas cuando ellas eran novatas. Esta vez lleva puesto un vestido rojo que apenas llega a cubrirle el trasero. Ya pasaron meses desde que es una Cheerios, y sabe que su cuerpo cada vez está más modelado. A los entrenamientos les suma gimnasio, natación y salir a correr. El alcohol ya es un viejo amigo. Baila para que todos la miren. Se repite el ritual, los universitarios se acercan, le invitan un trago, deslizan algún cumplido. Los ignora a todos. Sabe que no se vería bien. Esta noche se trata de demostrarle a todo el mundo que no sólo ella ganó la ruptura, sino que tiene estilo.
A lo lejos vislumbra a la chica del bar. Ella no lo sabe, pero ese día cambió todo. Es parcialmente responsable de la persona en la que Santana se ha convertido. Lleva unas calzas que dejan transparentar la tanga más finita que ha visto en su vida. Alcanza a distinguir un tatuaje que se pierde en la parte baja de su espalda. Se la imagina arriba de cualquier fulano, de espaldas. La tanga corrida y el tatuaje brillando. Se vuelve loca. Va hasta el tocador, saca su celular, y marca el número que le dio meses atrás. Le explica rápido y mal quién es y por qué la llama. Le propone un trato: si puede sacarla de allí sin que nadie se dé cuenta, podrán terminar de una buena vez lo que empezaron en el bar. La pelirroja acepta gustosa y la cita en la casa de otra fraternidad, a la cual pertenece.
Con Peyton lleva a la práctica cosas que pensó que sólo existían en las películas porno. Lo que más le gusta de ella es cómo le habla. Le gusta anticiparle todo lo que le va hacer. Le explica, con descripciones anatómicas muy detalladas, cómo va a cogérsela. Al principio se sonroja cuando la llama "putita". Después hará de todo sin sonrojarse, desde permitir que la nalgueé hasta tocarse frente a ella, siguiendo todas y cada una de sus instrucciones.
No se hablan. Se mandan mensajes de texto indicando hora y lugar. Algunas veces es en la fraternidad, otras en su departamento y cada tanto en algún albergue transitorio. A Santana le da lo mismo. Comienza a pensar que tiene un problema con el sexo cuando se da cuenta que hace semanas que mide el tiempo en función de cuándo será la próxima vez que la verá. Tiene suerte de ser una gran atleta y casi una superdotada en el terreno académico. No son sus mejores actuaciones, pero tampoco desentona. Cualquier otro habría reprobado el año. Peyton la busca constantemente, y siempre la encuentra.
Con ella el sexo nunca es aburrido. Siempre parece ser la primera y la última vez. Siempre hay algo nuevo. El fin de semana anterior se dedicó a presentarle su colección de juguetes. Santana casi no puede respirar. Ya es miércoles, está en el segundo período de entrenamiento para las regionales y no puede parar de recordar a Peyton poniéndola de espaldas contra la pared y cogiéndosela con un arnes. Luego de frente. Luego tumbada en la cama, con ella sentada a horcajadas. Luego con un anillo vibrador. Y así, durante toda la noche. Y buena parte del día.
No puede precisar cuánto tiempo duró lo suyo. Sabe que, si fuera por ella, nunca habría terminado. Si vamos a remitirnos a los hechos, ella nunca le había mentido. Sólo había omitido la parte en la que todavía estaba en la secundaria. Peyton y ella nunca hablaron demasiado de sus vidas. Respetaban sus horarios y obligaciones sin preguntar demasiado. La pelirroja daba por sentado que ella era mayor de edad, teniendo en cuenta que se habían conocido en un bar para mayores de veintiuno y que su segundo encuentro fue en una fiesta universitaria. La morena nunca se preocupó demasiado por aclarar la situación. Se le hizo un nudo en la boca del estómago cuando vio su auto estacionado, esperándola a la salida del campo de futbol en una noche de juego. Ni bien subió, la pelirroja pisó el acelerador. Ni siquiera la saludó. Santana distinguió, cerca de la caja de cambios, un recorte del diario local donde se veía la formación completa de las Cheerios, celebrando el triunfo obtenido en el regional.
Sólo le habla una vez dentro del motel. Le grita. Está verdaderamente furiosa. Le pregunta cuándo diablos pensaba aclararle que no era mayor de edad. ¿No se había puesto a pensar en la responsabilidad que conllevaba para ella? ¡Sus padres podrían demandarla! Le dice que la busque en tres años, cuando cumpla los veintiuno. Santana desvía la mirada. Peyton intuye que algo anda mal. Le pregunta qué edad tiene. La respuesta casi hace que le dé un ataque. "¿16? NI SIQUIERA ERES UNA SENIOR?". Más gritos. La pelirroja está hiperventilando. Santana intenta tranquilizarla. Sus padres no tienen por qué enterarse. Llevan meses haciendo esto, y nadie sospecha. Peyton recoge sus cosas, y se dispone a salir de la habitación. La situación la desborda.
Lo que ocurre a continuación vuelve a marcar la vida de la latina. Se interpone entre la puerta y la pelirroja. No va a permitir que se vaya. Hasta ese momento, Santana había ocupado un rol bastante sumiso. Había oportunidades en las que ni siquiera tocaba a Peyton. Por alguna razón, la pelirroja parecía disfrutar más de manejarla a su antojo que de tener contacto directo. Santana nunca lo había comprendido, hasta ese momento, donde entendió que lo que más la calentaba era el poder. Se deshace del abrigo, dejando al descubierto su traje de porrista. Se saca el culotte rojo que siempre lleva debajo de la falda. Toma la mano de la universitaria y la lleva hasta su trasero, la obliga a manosearlo y a jugar con él. La provoca durante un buen rato, pero la pelirroja nunca termina de caer. Santana está desconcertada.
-¿Sabes? Me gustaría que mi yo de la secundaria pudiera ver esto. No se llevaba muy bien con las porristas – comenta la pelirroja, como saliendo de un trance.
La morena ve su oportunidad, y no piensa desaprovecharla.
-¿Y qué te parecería desquitarte con una? – pregunta juguetona, empujándola hacia la cama y sentándose sobre sus piernas. La edad, que hasta hace unos instantes parecía un factor completamente negativo, está a punto de tornarse su arma letal. Sabe que este jueguito de la inocencia, y de cederle completamente el control la va a terminar volviendo loca. Siente como los músculos de su acompañante se tensan debajo suyo. Ese día aprende que no hay nada que le guste más que tener el control.
Es la última vez que está con Peyton. Vuelven a cruzarse en alguna que otra fiesta, pero la pelirroja la ignora completamente. No le responde ningún mensaje. En ese momento, siente que eso debe ser tener el corazón roto. Se siente expuesta, avergonzada y bastante débil. Dio absolutamente todo de sí, y sin embargo no alcanzó. No sabe qué no daría por una noche más con ella y sabe que ella no aceptaría nada por una noche más. Se terminó la función, y ella está sola.
Vuelve al mundo real, donde el tiempo se mide en horas-minutos-segundos y no en sexo. Está hastiada. Absolutamente todo la fastidia. La gente que la rodea no le parece lo suficientemente interesante. Comienza una etapa de su vida que años después le costará recordar, e inclusive mirará con incredulidad. Se convierte en un torbellino. Va de aquí para allá provocando, haciendo maldades y derribando a cualquiera que se meta en su camino.
Ya tiene diecisiete. Lo que ha ganado en popularidad lo ha perdido en rango al interior de las Cheerios. Sigue siendo buena, pero es inconstante. Llega tarde a los entrenamientos – si es que se molesta en ir – y no siempre en el mejor estado. Los días de partido se encarga de animar a los jugadores, pero de otra manera. Ya ha estado con la mitad de la línea de defensa, y debe decir que cogen tan mal como juegan. A veces piensa en renunciar y dedicarse a otra cosa. Luego recuerda lo bien que le queda el uniforme y se le pasa.
-Santana, por favor, ya que vas a faltar a la mitad de los entrenamientos podrías tomarte la molestia de llegar a horario… - Quinn ni siquiera levanta la cabeza de su anotador cuando la ve entrar. La desafortunada lesión de Brooke Fitzgerald la puso al frente del equipo, pese a estar en anteúltimo año. Pese a detestarla, la latina tiene que reconocer que fue una decisión muy acertada por parte de la entrenadora Sylvester. Fabray no sólo es muy aplicada, sino que es una gran elaboradora de rutinas. Con ella no hay dudas de que las regionales serán un trámite.
No le responde. Se saltea la entrada en calor y se ubica en su lugar en la alineación. Primera fila, a la izquierda del centro. Nota como el ambiente se va tensando cada vez más. No le sorprende; desde que Quinn es la capitana los choques entre ellas se multiplicaron. Su relación es demasiado extraña. Se estiman. Quiero decir, Quinn es una de las pocas personas que no considera una imbécil. No termina de entenderla, y eso la frustra. Sabe que la rubia la respeta, y no precisamente porque pueda partirle la cara.
-Santana, por favor, ve a tu lugar –La rubia sigue sin mirarla.
-¿Disculpa? – levanta una ceja. Ese es su lugar.
-Veo que tampoco revisas tus mensajes de Facebook – ahora sí, saca la vista de su anotador y la posa en ella. Parece hecha de porcelana. Aunque es bastante ruda para alguien que parece que se va a romper si la tocan – La entrenadora Sylvester y yo hemos decidido reubicar las posiciones en función de la asistencia, el desempeño y por supuesto, el talento de cada una.
No pierde la calma. Se le acerca lentamente. Una vez más, puede sentir como todos la miran, pero no le importa. Está acostumbrada. Quinn permanece inmóvil, sosteniéndole la mirada. La morocha la examina: la rubia sabe que no está pensando en golpearla. Sería muy fácil sacarla del equipo. Sus narices casi se rozan. Ni siquiera puede oírse la respiración de las presentes.
-Si vamos a hablar de talento, sería mejor que me cedieras el medio – le susurra al oído. Se da media vuelta y sale del gimnasio con la frente en alto y una sonrisa de oreja a oreja. Pasan al menos treinta segundos de completo silencio hasta que escucha un "¿Qué están mirando? ¡A trabajar!".
Ya no se aburre. Encontró a alguien con quién divertirse.
