Disclaimer: Los personajes de Candy Candy no me pertenecen, pertenecen a la novelista Kyoko Mizuki y/o Toe Animación...Esta historia y sus personajes son diferentes de la versión original del anime o la versión de la manga.
N/A: Hola chicas esta historia es una Adaptación solo para nuestro entretenimiento de la colección Harlequin escrita por: Alec Ryder... La historia esta centrada en tiempos modernos, y no esta relacionada con ninguna version de la historia original. Quize bajar esta historia mientras termino de escribir mi otra historia, espero que se diviertan...saludos y un abrazo a todas.
Pasión de una noche
Capítulo 1
CANDY estuvo a punto de atragantarse con el café cuando vio la foto en el periódico matutino. Dejó la taza con estruendo sobre el plato y trató ahogar un gemido. Bueno, nadie la llamaría por teléfono. Aquél era un sueño que iba a tener que olvidar, se dijo apartando el desayuno a un lado y sintiéndose enferma.
Dorothy la miró desde el lado opuesto de la mesa con ojos de resaca. Era una mujer de mundo.
-¿Qué ocurre? ¿Otro escándalo en las altas esferas?...
Candy volvió a mirar la foto. No cabía la menor duda, era él. Alto, con hombros anchos, e inmaculadamente vestido. Una leve inclinación de las cejas, una nariz y mentón finamente esculpidos. Y la misma sonrisa deslumbrante en su sensual boca.
Por un momento, la cabeza le dio vueltas y sintió un vuelco en el corazón al recordar cómo se había sentido cuando él la tomó entre sus brazos por primera vez. Se estremeció recordando el instante delicioso en que su boca reclamó la de ella... y luego... aquellos dedos, fuertes y sensibles, comenzaron a desnudarla... Intentó controlarse y murmuró:
-Nada... no... no ocurre nada, Dorothy.
-¡Vaya, pues tu aspecto no es muy normal. Déjame ver eso - Dorothy alcanzó el periódico y comenzó a leer en voz alta después de observar la foto-: "Albert Andrew, conocido magnate de los negocios Bancarios, y la señorita Sandra Miller fueron vistos ayer noche cenando en el restaurante Freiburger Falle. Sandra es la última de la, al parecer, interminable lista de atractivas jóvenes cortejadas por el soltero más codiciado de América. ¿Podemos esperar acaso la inminente boda del año?"
Dorothy dejó caer el periódico, miró a Candy y luego levantó la vista al cielo implorando:
-¡Por favor!, no me digas que te has liado con ese despreciable hombre. ¡Es la pesadilla de las madres! No debí haberme ido de vacaciones dejándote aquí sola -suspiró-. Vamos, querida, cuéntamelo.
Era difícil admitir que había hecho el tonto, y más difícil aún hacerlo delante de alguien, especialmente como Dorothy, que la cuidaba como si fuera su propia hija.
-Lo... lo conocí hace dos semanas — comenzó a explicar en voz baja. -Fue tan... tan encantador. Antes de que pudiera ni siquiera darme cuenta estaba aceptando su invitación a cenar esa misma noche... —añadió jugando con la taza.
-¿Qué ocurrió? Y bien? ... — preguntó Dorothy impaciente-. ¿Qué ocurrió?
-Mandó un coche a recogerme a las siete y media. La cena fue maravillosa. Y luego me...me llevó a su hotel y... y pasamos la noche juntos — terminó mirando a Dorothy con ojos suplicantes implorando su comprensión... -Fue tan amable y tan... tan maravilloso. Me hizo sentirme como si fuera lo más importante del mundo para él -tragó-. Por la mañana se había ido. Me dejó una nota explicándome que debía tomar un avión a París y que se pondría en contacto conmigo en cuanto volviera, en unos cuantos días. Yo... -tragó de nuevo- yo creí de verdad que cumpliría su promesa de llamarme, pero ahora... -señaló el periódico- ya ves, está aquí, vivito y coleando, ¡y con otra mujer!...
-¿Y bien? — Preguntó Dorothy encogiéndose de hombros-. Ahora ya sabes qué clase de hombre es. Te aconsejo que te olvides de él cuanto antes. Créeme, estás mejor sin él.
Candy fue comprendiendo lentamente lo acertado del consejo, y su respiración se hizo rápida y profunda. Todas aquellas palabras de amor, todas aquellas promesas y declaraciones susurradas al oído... no habían sido más que mentiras. Cerró con fuerza los puños sintiendo que la rabia la invadía. Por un momento se sintió demasiado enojada como para contestar, pero luego exhaló el contenido en su pecho y estalló:
-Nunca en la vida me había acostado con ningún hombre hasta conocerlo a él. ¡Se ha aprovechado de mí! ¡Me ha humillado! ¡¿Y pretendes que lo olvide?! — terminó de decir intentando recuperar el control sobre sí riendo amargamente. -Supongo que toda la culpa es mía. Me imagino que esperabas más sentido común de una chica de veintiún años, ¿no? Ahora sé a qué se refería mi madre cuando me aconsejó que tuviera cuidado al venir a Chicago.
Dorothy se quedó mirándola atónita e incrédula. Luego cogió el tarro de las aspirinas, tomó una con un trago de café, encendió un cigarrillo, tosió, y por fin dijo:
-¿Me estás diciendo que eras virgen? ¿A los veintiún años? ¡Dios mío! ¿Es que no había ni un solo hombre con sangre caliente en ese pueblo en el que vivías?
-La Colina de Pony-musitó Candy-. Y te aseguro que ahí nunca perdonan ni olvidan una ofensa. Si alguno de mis parientes llegara a saber lo ocurrido pronto se iba a ver privado él de los medios para volver a hacerlo.
-Sí -se encogió de hombros-, bueno... Yo perdí mi virginidad allá por la época jurásica, más o menos. Él era el batería de un equipo de Soccer y... -hizo una pausa y luego sonrió-. Me estoy haciendo una vieja insoportable, ¿verdad? Esa historia ya te la he contado.
-Sí, Dorothy, ya me la has contado. Conozco todos los detalles de tus lujuriosas aventuras. Nadie puede negar que hayas llevado una vida muy interesante. Deberías escribir un libro algún día. -Dorothy rió y las cenizas de su cigarrillo cayeron por su camisón.
-Querida, hay en esta ciudad unas cuantas personas que estarían dispuestas a pagarme con tal de que no lo hiciera. Pero ya ves, no soy escritora -aseguró observándola a través del humo-. Lo siento mucho por ti. Si lo hubiera sabido, te habría prevenido contra él. Todo el mundo en América conoce la reputación de Albert Andrew. Yo me lo he encontrado alguna vez en esas fiestas típicas en Chicago, pero por supuesto nunca me ha prestado atención.
Candy seguía sin poder creerlo. Sus ojos verdes miraban suplicantes a Dorothy. Siempre cabía la esperanza, reflexionaba para sí misma implorante, ¿no era cierto?...
- Pero... pero... ¿estás segura de lo que dices, Dorothy? ¿Es tan malo como... como dices? Me cuesta creerlo. Parecía tan sincero...
Dorothy escrutó la expresión de Candy detalladamente, luego suspiró y dijo en voz baja:
-Soy tonta. Debería haberme dado cuenta antes. Te has enamorado de él, ¿verdad? — Candy asintió-: Amor a primera vista, todo un flechazo como los de antaño. Creía que ya no se llevaban, pero veo que me equivoco. Ahora sé por qué eras virgen a los veintiún años. Tus principios morales te impiden disfrutar del placer. Primero tenías que enamorarte. Y por supuesto tenías que asegurarte de que él también lo estaba...
Candy se sintió demasiado cohibida como para responder. Dorothy asintió-. Me temo que tu señor Andrew es tan malo como lo pintan. No hay fiesta ni acontecimiento social al que no asista con alguna jovencita colgada del brazo. Y nunca lleva a la misma dos veces seguidas. Incluso me han contado que, a pesar de todo, no deja de mirar a las otras con esos ojos azules suyos. Supongo que busca a la siguiente víctima. Es un mujeriego de la peor calaña, un completo libertino... —aseguró observando la reacción de Candy para luego encogerse de hombros y murmurar-: Siento no haber estado aquí para avisarte.
-No importa. Necesitabas esos días de vacaciones -sacudió la cabeza-. Soy yo quien debería saber cuidar de mí misma.
-Bueno, no te culpes... — la consoló Dorothy... -De joven a mí me habría pasado lo mismo. Posiblemente Albert es el peor azote de América desde la Peste, y hay que reconocer que es tremendamente atractivo. Lo llaman el Golden Hind, y no sólo por su dinero. Golden Hind era el nombre del barco de Sir Francis Drake, el pirata más conocido del mundo entero. En West End se dice que o bien lo hace por una apuesta o bien está tratando de averiguar a cuántas mujeres puede seducir en un solo año. Debe de estar intentando conseguir un récord. Yo creo que deberían aniquilarlo para que las mujeres pudieran pasear tranquilas por la calle.
-Bueno, en ese caso cometió un error cuando me incluyó a mí en su lista... — murmuró Candy agarrando el periódico y mirando de nuevo la foto. Sólo con mirarlo se sentía llena de rabia-. ¡A Freiburger Falle! Allí es a donde me llevó la noche en que... ocurrió.
-Lleva a cenar allí a todas sus víctimas -contestó Dorothy con naturalidad-. Es su restaurante favorito. Tiene una mesa reservada permanentemente, y Timothy, el camarero jefe, tiene órdenes de ahuyentar a cualquier intruso que se acerque.
Candy se quedó mirando a la chica que aparecía en la foto. Era rubia como ella. Lo agarraba del brazo y lo miraba con adoración.
-Estoy segura de que he visto a esta chica en alguna parte. Su rostro me resulta familiar.
-Seguro, es una de tantas, la típica chica de Chicago -contestó Dorothy desdeñosa-, de esas que van a la tienda con traje sastre y pañuelo de seda. Tienen aspecto de ejecutivas, pero apuesto a que ninguna sería capaz de mantener un empleo. No me da ninguna lástima.
-Bueno, pues a mí sí -replicó Candy-. Ninguna chica merece que la traten de ese modo.
Todos tenemos sentimientos, ¿no crees? No somos juguetes, no nos han puesto en el mundo para satisfacer los deseos lujuriosos de nadie. Ese hombre no es más que un degenerado y un inmoral. Se merece un escarmiento. Y si alguna vez se me brinda la oportunidad yo misma seré la mano de la venganza.
-¡Vaya...! -musitó Dorothy elevando las cejas-. Vosotras utilizáis un lenguaje bíblico espectacular.
Candy se avergonzó de sus palabras y sonrió cohibida.
-Bueno, es que iba a misa los domingos a escuchar al reverendo McPhee echar fuego desde el púlpito. Si él supiera lo que he hecho me lo haría expiar.
-Yo, en cambio, nunca dejé que la conciencia me atormentara — replicó Dorothy alegre-. Sin duda existe un lugar especial en el infierno para pecadoras como yo, pero mientras tanto...Bueno, durante aquellos años disolutos fui inteligente y me hice con este precioso apartamento, con la boutique y con unas cuantas acciones. Nunca encontré a ningún hombre con el que deseara compartir el resto de mi vida, pero eso no me impidió disfrutar de ellos. Sin embargo tampoco nunca me he hecho enemigos, no conscientemente, al menos. La mayor parte de esos hombres ahora son mis amigos, y aún me invitan a fiestas de sociedad.
-No me importa el tipo de vida que hayas llevado, Dorothy... —contestó Candy mirándola con afecto-. Para mí siempre serás un ángel. Antes de conocerte estaba desesperada, hundida y a punto de volver a casa con el rabo entre las piernas. Pero luego todo cambió. Me ofreciste un empleo e incluso un lugar para vivir. Te estaré eternamente agradecida.
-Bueno, tú eres una persona honesta y sincera, y eso no es muy corriente en América en estos días. Hay que andarse con pies de plomo.
-Ya, lo sé -murmuró Candy-. Eso es precisamente lo que yo no he hecho.
-¡Vamos, venga! ¡No es el fin del mundo! Te han roto el corazón y todo te parece vacío, pero lo superarás. Eres joven, aprendes rápidamente. Acepta mi consejo, olvídalo todo y sigue adelante con tu vida.
Candy bajó los ojos. No quería herir a Dorothy, pero ella era incapaz de comprender. En el lugar del que provenía aquél era un asunto de honor familiar, por no mencionar el orgullo y el respeto hacia uno mismo. Albert Andrew había pisoteado y arrastrado esos valores por el barro, y ahora tenía que pagarlo. No sabía cómo, pero lo conseguiría. Haría que ese hombre se arrepintiera de haberle puesto la mano encima. Dorothy volvió a alcanzar el frasco de las aspirinas.
Candy se levantó de la silla.
-Ayer en la noche llegaste tarde, tienes resaca. Sé que hoy pensabas hacer inventario en la tienda, pero puedo hacerlo yo sola. ¿Por qué no te quedas en la cama y descansas?
-Eres muy amable, querida -la miró agradecida-. Me temo que ya no aguanto tanto como antes. Pasaré el día descansando. Pero no te preocupes, en cuanto recargue mis baterías, volveré a la carga.
Candy recogió las tazas del desayuno y luego el resto del salón. Satisfecha del trabajo, miró a su alrededor y sonrió. Cuando Dorothy le ofreció una habitación de alquiler por sólo una pequeña cantidad simbólica no esperaba que se tratara de un apartamento tan magnífico.
Dorothy tenía estilo y buen gusto. Los muebles eran de época y la casa estaba llena de alfombras. Unas puertas correderas comunicaban el salón y la terraza, ofreciendo una hermosa vista sobre el río.
Miró por un momento el puente y sintió nostalgia de las grandiosas montañas de su pueblo. Luego respiró hondo. Sólo los perdedores se permitían a sí mismos hundirse en la propia compasión y en la tristeza por el pasado.
Ella había estado a punto de sucumbir. Durante sus primeras semanas en Chicago, había vagado de un empleo a otro y de una pensión en otra, quedándose pronto sin ahorros. Sólo las palabras de la anciana le habían dicho que encontraría a una amiga, la habían animado a seguir.
Por supuesto también le habían dicho también que conocería a un hombre joven y rico, pero, había olvidado mencionar que no sería más que un canalla lascivo y mentiroso. Sin embargo, si lo hubiera hecho, quizá no lo hubiera tomado muy en serio. Todo parecía muy lejano ya, a pesar de que no habían pasado más que un par de meses desde que se marchó de La Colina de Pony.
Mucha gente hubiera preferido caminar descalzo sobre cristales antes que entrar en casa de una adivina, allá en lo alto de la montaña. Candy, en cambio, ni siquiera estaba nerviosa. Los ancianos, incluso su madre, hablaban siempre de ella entre susurros y después de mirar a ambos lados para asegurarse de que no andaba cerca. A nadie le sorprendió que poseyera un "don". Era vidente, tenía visiones del futuro. En realidad aquello tampoco resultaba extraño en una cultura en la que convivían en paz, el mito romántico y la leyenda con la televisión vía satélite y los hornos microondas.
Sin embargo se decía que ellas podían leer en el corazón y en los ojos de aquellos que se le acercaban. Naturalmente aquello provocaba recelos. Todo el mundo tenía algún pequeño secreto que guardar, así que la evitaban siempre que podían.
Pero nada de eso asustaba a Candy. Nunca había hecho el menor daño a nadie, y eso era más de lo que podía decirse de muchos otros. Un día, de vuelta de la oficina de correos, la vio cargando con bolsas de la compra y enseguida se acercó a ella para ofrecerle ayuda. Una vez a las puertas de su casa hubiera sido una descortesía negarse a aceptar la invitación de entrar a tomar una taza de té. La anciana se quitó el chal y sonrió agradecida.
-Deja las bolsas ahí, Candy. Ponte cómoda mientras yo voy a la cocina.
Candy se sentó frente a una mesa de pino y cedró a su alrededor llena de curiosidad. Desde la ventana del diminuto salón se veía todo el puerto, vacío excepto por unas gaviotas que esperaban pacientemente a que llegara algún barco del mar. Hacia el sur se veían los picos sobre el horizonte.
El salón le resultó extraño. Estaba limpio, ordenado y bien cuidado, pero era todo terriblemente viejo, de los años veinte o treinta. Era como volver a un tiempo pasado. Candy recordó las historias que se contaban. Se decían que provenía de una de las islas, que había llegado a puerto sola en una barca saliendo de entre las brumas de la mañana con su cabello negro, que por aquel entonces sólo contaba diecisiete años, que se había enamorado de un joven pescador del pueblo y que en un mes se había casado con él.
Pero ocurrió una tragedia. Dos días después de la boda, el barco en el que navegaba su marido se hundió en una tormenta. Nadie sobrevivió. Desde ese momento ella vivió sola y se decía que pasaba el tiempo mirando por la ventana y esperando el retorno de su amado.
Era una historia que siempre la conmovía, pero también la hacía preguntarse... Si ella tenía realmente ese don, ¿por qué no había avisado a su marido y a los otros pescadores para que no salieran a navegar? Quizá, se dijo, fuera precisamente ese doloroso trauma lo que había despertado sus poderes dormidos.
Una vez más, volvió a mirar a su alrededor. ¿Era ese el aspecto original de la casa, la forma en que ella la decoró cuando entró por primera vez? Nada parecía haber cambiado... el tiempo parecía haberse detenido. Todo continuaba igual. ¿Como en un santuario, quizás?, se preguntó.
La anciana entró en el salón con una bandeja y Candy se puso en pie.
-¿Puedo ayudarte?
-Ya me has ayudado bastante -sonrió-. Todavía puedo cuidar de mis invitados, no soy tan anciana. Candy sonrió y la observó en silencio mientras servía el té. Sus manos estaban hinchadas. Padecía de artritis. ¿Cuántos años tendría en realidad?, se preguntó. Al menos setenta y cinco, pensó. Su rostro estaba arrugado, y sin embargo, a pesar de su aparente fragilidad, se notaba que tenía algo así como una fuerza en su interior.
-Bien -dijo la anciana sentándose en una silla frente a ella-, hacía mucho tiempo que no te veía, Candy. Eres toda una mujer. Tienes veintiún años, ¿no?
-Sí, desde hace un mes.
-Siempre fuiste una niña muy guapa -asintió sonriendo-, pero ahora que eres una jovencita eres aún más hermosa. Tienes los ojos verdes como las esmeraldas, igual que tu madre y el pelo rubio como tu padre. Eres toda una White, de la cabeza a los pies. ¿Qué tal están tus padres?
-Ah, muy bien. Como todos, viven esperando a ver si las cosas mejoran y mientras tanto se ganan algo de dinero.
-Lo sé, lo sé -suspiró la anciana mirando por la ventana-. Son tiempos duros, desde luego. Se sentirán muy tristes cuando te vayas.
Candy parpadeó atónita con la taza a medio camino entre el plato y los labios. No le había contado a nadie sus pensamientos, la frustración y la ansiedad que sentía. De hecho había sido precisamente esa misma mañana cuando, mientras hacía cola en la oficina de correos, había decidido marcharse de La Colina de Pony a probar suerte en la ciudad.
-¿Cómo... cómo lo has sabido?
-Digamos que me lo he imaginado. Cualquiera se daría cuenta de que una chica como tú no puede pasarse la vida en un lugar como éste, esperando a ver si llegan tiempos mejores. Todos los que tienen un mínimo de ambición se marchan a las grandes ciudades, en busca de una oportunidad.
-Es verdad. Apenas y hay trabajo para nadie.
-Ni oportunidades de encontrar marido —añadió la anciana inocentemente.
Una vez más, Candy se sorprendió. Se sintió cohibida y rió tapándose la boca.
No había pensado en ello.
-¿No?... — preguntó La anciana observándola divertida-, si tú lo dices. Hay por ahí un joven rico y guapo esperando a enamorarse de una chica como tú.
-No me tomes el pelo. No me hace falta que sea rico... ni guapo, siquiera. Me basta con que tenga buen corazón, bonitos dientes y sentido del humor.
-Bueno... estoy segura de que sí. ¿Así que a dónde has pensado ir?
- No estoy segura aún.
-Lo que buscas está en Chicago, y además, estarás demasiado ocupada como para sentir nostalgia de volver.
-¡Chicago!... —exclamó Candy abriendo mucho los ojos y vacilando. Eso sí que no estaba en mis planes. pensó. Sin embargo La anciana parecía muy segura-. ¿Y por qué Chicago? No conozco a nadie allí.
-Donald puede llevarte a la estación. Desde allí puedes tomar el tren directo a Chicago.
Si La anciana veía algo de su futuro, callaba. Candy vaciló.
-No... no sé.. tengo algo de dinero ahorrado, pero según dicen es una ciudad muy cara.
La anciana cerró los ojos un momento, como sumida en grandes cavilaciones. Luego los abrió y dijo en tono de confidencia:
-Te las arreglarás. Al principio lo pasarás mal, pero ningún White se deja amedrentar ante ningún desafío. Conocerás a alguien, será una buena amiga. Ella te ayudará.
-¿A qué te refieres exactamente con eso de que al principio lo pasaré mal?.. — preguntó suspicaz frunciendo el ceño.
La anciana se inclinó sobre la mesa y le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.
-Me refiero a que nunca es fácil cuando te encuentras de pronto en un lugar desconocido, entre gente desconocida -volvió a mirar por la ventana, distante. -Recuerdo cómo me sentí yo cuando llegué aquí por primera vez.
Candy se preguntó si debía tomarse aquellas palabras muy en serio. La anciana era una anciana encantadora, pero un poco excéntrica. Quizá no debía darle mayor importancia.
-Bueno, quizá tengas razón. Tampoco sería razonable esperar encontrarse con un lecho de rosas nada más llegar... —contestó terminando su té y poniéndose en pie. -Puede que vaya a Chicago, y si me encuentro a ese maravilloso hombre que dices, te escribiré para contártelo.
-No va a hacer falta, Candy... -sonrió extrañamente-. Yo lo sabré. Será mejor que vuelvas a casa y les des la noticia a tus padres.
Candy esperó a después de la cena para hacerlo. De pronto, un silencio llenó la habitación, en la que sólo se oía el tic tac del reloj sobre la chimenea. Sus padres la miraban silenciosos.
Candy suspiró.
-No debería sorprenderos tanto al fin y al cabo. Sus padres se miraron el uno al otro con resignación. Luego, su padre asintió:
-Bueno, no se puede decir que haya sido un verdadera sorpresa -contestó jugando con su pipa y aclarándose la garganta-. ¿Y a dónde piensas ir?
-A Chicago.
-¡A Chicago! -exclamó su madre horrorizada-. ¡Pero eso está muy lejos! Dile que no se vaya —le suplicó a su marido-. Tú eres su padre. ¡No es más que una niña!
-Soy adulta, mamá... — le recordó Candy.
-Apenas. Por lo que a mí respecta sigues siendo una niña.
-¿Sí? -sonrió Candy-. ¿Cuántos años tenías tú cuando te casaste con papá? Apuesto a que la abuela dijo exactamente lo mismo de ti.
-Tiene razón. Tenías dieciocho años, y eras una novia preciosa.. —aseguró su padre mirándola...-No te preocupes, cariño. Tu madre no está segura de que estés preparada para ir a un lugar como Chicago, pero lo que yo me pregunto es si Chicago está preparado para recibirte a ti.
-Según dicen, Chicago es una ciudad horrible -continuó su madre-. Está llena de gánsters. Allí toda precaución es poca. Tú has nacido aquí, donde están tu familia y tus amigos. Te perderás en un sitio como ése.
-Sí, y todos mis amigos se embarcan en la misma barca que yo -replicó Candy-. Aquí no hay trabajo. Ya he sido una carga para ustedes durante bastante tiempo. Ahora debo arreglármelas yo sola, no puedo dejar que sigan manteniéndome para siempre -sonrió mirándolos a los dos... -Además no quiero acabar siendo una vieja solterona. Supongo que quieres tener nietos, ¿no?
-Desde luego... -contestó su madre-, pero yo siempre pensé que Michael y tú...
Candy dejó escapar un bufido como mostrando su opinión.
-Bueno -intervino su padre-, no hay ningún muchacho de aquí que me guste para yerno.
Todos se han marchado a trabajar fuera.
-Es cierto -suspiró su madre mirando a Candy con tristeza-. Además, no serviría de nada que intentara hacerte cambiar de opinión, eres igual que tu padre. Los White siempre han sido unos cabezotas.
Candy la besó en la mejilla y luego la abrazó:
-Por eso es por lo que te casaste con uno de ellos, ¿verdad? Espero tener tanta suerte como tú. La anciana está segura
-¿Y cuándo has visto tú a La anciana? -preguntó su madre-. ¿Es ella la que te ha metido esa idea en la cabeza?
-¡Oh, no! Sólo la ayudé a llevar las bolsas de la compra esta mañana, y cuando llegamos a su casa, me invitó a tomar el té. De repente se hizo el silencio.
-¿Y entraste?
-Sí, pero de todos modos yo ya me había hecho a la idea de marcharme, y te aseguro que no se lo había contado a nadie. Sin embargo ella lo sabía.
-Bueno... -dijo su padre-, ésa es La anciana. No ocurre nada sin que ella lo sepa.
-Sí, tiene un sexto sentido -susurró su madre respetuosa-. No es de extrañar que el pobre párroco se dé a la bebida cada vez que la ve. ¿Y cómo es su casa?
-Pues... es todo muy antiguo, pero está limpio. Y no tiene ningún gato negro ni ninguna bola de cristal, si es a eso a lo que te refieres.
-¡Oh! -exclamó su madre en cierto modo defraudada-. ¿Pero qué te dijo?
-Sólo me dijo que no tenía de que preocuparme, que yo era una White y que los White siempre han sabido cuidar de sí mismos.
-¿Y eso es todo? -volvió a preguntar su madre defraudada otra vez.
-¿No es suficiente? -preguntó Candy evadiendo diplomáticamente la pregunta-. ¿No dices tú siempre que tiene un don y que se puede confiar en ella?
-A mí me basta, desde luego -aseguró su padre con firmeza haciendo un gesto ante lo inevitable-. Haremos una fiesta de despedida la noche antes de tu marcha.
-Bueno... -sonrió cansada su madre-, tienes razón. Siempre supe que algún día te marcharías.
Pero vendrás a visitarnos, ¿verdad?
-Por supuesto, mamá -contestó besándolos y abrazándolos a los dos. Candy se dio la vuelta antes de que sus padres pudieran ver las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Continuara...
Gracias por leer...
