Nota: Se llama lares por Jorge Teillier y su poesía lárica, los lares son lugares comunes del pasado. Cada capítulo tiene el nombre de un lugar imaginario. Esto es un tributo a los veranos en el campo y las pasiones adolescentes que todos recordamos haber tenido alguna vez. También basado un poco en la canción "You and I" de Lady Gaga.
Además esto es un regalo de cumpleaños, siempre quise hacer un romérica y la cercanía del cumple de Isa me hizo animarme y ¡Feliz cumpleaños amiga!, espero lo disfrutes.
1. El paraíso perdido
Ha terminado el verano.
Regreso a la ciudad como tanta otras veces
en el sudoroso tren de la tarde.
Quizás debiera quedarme en este pueblo
como en una tediosa sala de espera.
En este pueblo o en cualquier pueblo
de esos cuyos nombres ya no se pueden leer en el retorcido letrero indicador.
Quedarme resignado como una mosca en invierno
escribiendo largos poemas deshilvanados
en el reverso de calendarios inservibles .
(17 en "Trenes de la Noche" - Jorge Teillier)
000
El bus que los llevó desde el centro de la ciudad hasta el aeropuerto temblaba destartalándose por los viejos caminos de tierra y cemento mal tenido. Alfred afirmaba la maleta, su mano fría, como pocas veces. Lovino no se atrevía a tocarla, porque eso era todo. Todo lo que se tenían que decir lo habían sacado la noche anterior. Era desnaturalizado tener que estar uno al lado del otro después de lo que había pasado la noche anterior.
Entre la impotencia y la resignación, ninguno encontró el valor de tomarse las manos, ni en el bus, ni cuando se bajaron. Lovino agarró su maleta de vuelta, con tosquedad, parecía de plomo, sintió los dedos oprimidos. Alfred le siguió en silencio y no le dijo nada, ni siquiera cuando el moreno se registró para el viaje y se metió luego por la puerta para desaparecer.
Lovino solo se dio vuelta a mirar cuando camino por el pasillo hacia el avión, miró desde el vidrio la figura de Alfred volviéndose lejana y pequeña. Su pecho se hacía pequeño, se estrujaba y se transformaba en un nudo espinoso que debió contener con la garganta seca, incluso cuando se bajó en Nueva York, llegó a su casa, saludó a sus padres. Reventó finalmente cuando entró a su habitación y su hermana le preguntó. "Cómo ha estado el viaje". Entonces, como una catarsis, Lovino la abrazó y se largó a llorar.
000
Al pensar en los veranos en Southerland siempre estaba patente la sensación agobiante de calor y sequía que le hacía preguntarse cómo la gente podría vivir así. Recordaba además los juegos de infancia, a Antonio jugando futbol en la cancha de la escuela, Feliciana cazando mariposas, Joao manejando el tractor y llevándolos al río.
La familia Fernández Vargas era la única familia de color de todo el pueblo. Lo más de color que puede ser un clan de españoles e italianos. Southerland era mayoritariamente un pueblo de blancos, republicanos, católicos o protestantes. La gran razón de que los latinos fuesen aceptados después de unos años, fue que demostraron ser también una familia tradicional, católica y que se avenía muy bien al estilo de vida americano. Eso y el huerto de tomates. Los tomates que se cultivaban en el rancho de los Fernández eran un patrimonio del pueblo.
Lovino también recordaba nítidamente el sonido polvoriento de radio del pueblo anunciando eventos locales y la música country que se escuchaba en cada esquina, en los bailes locales que eran la única entretención de algunas noches de verano. Su primer verano allí fue cuando tenía 4 años, pero entonces se entretenía jugando con su abuelo Aureliano, lo acompañaba a ver las cabras, a hacer el queso y, sobretodo, a cultivar los tomates. Comenzó a acompañar a su primo Antonio a la cancha cuando tenía 8 años, allí conoció a los chicos del pueblo, algunos más chicos, otros más adultos, todos jugaban sin distinción excepto porque muchos de ellos tenían que trabajar y no tenían tanto tiempo.
Del rancho más cercano al de los Fernández, venían los Jones, tenían dos hijos. Madeleine, la mayor y Alfred, que tenía la edad de Lovino. No habían congeniado inmediatamente, mayoritariamente porque el chico Jones era muy inquieto, chillón y porque a Lovino le daba envidia verlo conducir el tractor solo. Su abuelo le explicaba que el tractor era una herramienta de trabajo y Alfred desde pequeño tenía que ayudar en la casa, en especial cuando estaba de vacaciones de la escuela. Para Lovino el concepto de trabajar en verano, era algo extraterrestre.
Comenzaron a llevarse mejor cuando Alfred llegó a bañarse al lago justo cuando estaban ellos allí. Antonio propuso jugar a una guerra de agua y se alió con Ludwig que era un poco mayor que Lovino, Alfred le dijo que él le ayudaba y al final terminaron lanzándose globos y baldazos e intentando evitar que los grandes los lanzaran desde el puente. Alfred le había protegido con gallardía. Le había tomado la mano cuando por fin los agarraron y le dijo que había sido un honor luchar a su lado, antes de caer ambos estrepitosamente al agua.
Durante unos cinco años, Lovino dejó de ir al campo. Su abuela paterna le había invitado a Los Ángeles y él había preferido mil veces ir al mar que a cocerse al rancho de su tío. Eventualmente su madre le cobró sentimientos, y, para su más profunda desolación, debió volver al campo en vez de aprender a surfear y ver chicas en bikini. Para Lovino, en su adolescencia, Southerland ya no representaba juegos, baños en el lago o correteos en el huerto, significaba ir a podrirse al pueblo más pequeño, desolado y polvoriento del mundo. Florencia le pidió a sus cuñados que por favor le tuviesen consideración. Después de todo, tenía solo 15 años.
Lovino no era muy alto, medía 1.60, pesaba 65 kg, no tenía mucha masa muscular, pero su piel morena lo hacía ver más fornido, su pelo era castaño, sus ojos pardos y su lenguaje una mezcla espantosa entre inglés, italiano e insultos profanos. Los primeros días de estadía se quedó encerrado en su habitación escuchando cds hasta que se le acabaron las pilas del CDplayer y debió salir a comprar más al pueblo.
Al principio no lo reconoció. La última vez que había visto a su compañero de juegos, ambos eran pequeños y de rasgos infantiles. Afuera del bazar local, un muchacho alto, muscular, tostado, rubio, ojos azules y anteojos pasó al lado suyo cargando unos sacos de harina arriba de un tractor. De pronto Lovino se sintió observado.
-No has cambiado nada – expresó el chico rubio. Lovino lo miró de arriba abajo, con desprecio, pero el muchacho no cambió su faz alegre y se explicó.- Soy Alfred, ¿te acuerdas?, jugábamos en el lago
De pronto hizo memoria. La envidia le pegó como una patada. Pero como era posible, si hace cinco años eran del mismo porte. Con qué derecho este engendro campesino había crecido veinte centímetros más y había ganado tanto músculo ¿no tenían la misma edad?
-oh, claro, Jones, no te había reconocido.
-Ya me habías olvidado – contestó con un tono gracioso el chico.-¿te viniste a quedar de nuevo? Hace mucho que no venías
-Iba a los Ángeles antes, pero ahora me obligaron a venir.
-¡Uy Los Ángeles!, suena genial siempre he querido ver el mar, dicen que es mucho más divertido que un lago.
-Mucho más grande, además – ironizó Lovino, el campesino ni siquiera se dio cuenta.
-Bueno, tengo que hacer unas entregas a las panaderías, pero más tarde jugamos un partido de soccer con Antonio y los demás en la cancha de la escuela ¿Qué dices?
-Podría ser, no tengo nada mejor que hacer de todos modos- se quejó el italoamericano.
-Genial, te veo allí entonces.
El partido de la tarde había sido un fracaso porque Alfred era pésimo jugando soccer y todo el equipo que escogió era peor que él y porque además Antonio era demasiado bueno y con Ludwig formaban una fila brutal, pero Alfred era muy optimista y ser reía, preguntando cuándo iban a jugar de nuevo. Lovino sintió una envidia negra por su absoluta falta de amargura.
Se devolvieron en bicicleta y Alfred le preguntó si quería ir con él al día siguiente a repartir las harinas.
-¿Me estás invitando a trabajar?
-Jaja, no puedes culparme por intentarlo, si me acompañaras podría salir más temprano y podríamos ir al lago
-Yo paso, no me interesan los trabajos forzados sin paga – anunció Lovino amarrando la vieja bicicleta de su tío en el portón.
-Podría enseñarte a conducir el tractor…
Y así fue como terminaron en una carrera alocada por la Lincoln Highway. Lovino no tenía control de la velocidad y tampoco pretendía tenerlo.
-¡Vas a destrozar el motor! – chilló Alfred entre risas afirmándose de las barandas.
-Ni hablar, voy a hacer chillar a esta perra como si fuera un puto Ferrari.
Alfred no era muy valeroso, pero añoraba la compañía, le gustaba escuchar las groserías de Lovino en esas horas que normalmente eran silenciosas, le gustaba su desparpajo citadino, o cuando hablaba de celebridades y programas que él no conocía. Así que lo iba a buscar todos los días a las 8 de la mañana para hacer entregas, corrían en tractor, desde el molino hasta las diferentes casas y locales que requerían sus servicios. Luego iban al río o al lago de la Reserva y escuchaban cds de Red Hot Chili Peppers compartiendo los audífonos o juagaban a la pelota los dos solos, y daba igual, porque ambos eran malos, incluso Alfred con sus 80 kilos de músculo.
El baile de verano marcó el término de la temporada. En el gimnasio de la escuela, todos – chicos, niños, abuelos – excepto la comunidad de testigos de Jehová, se juntaban a conversar, tomar cervezas y jugos, comer pies o barbacoa y a bailar música country a luz de los focos de papel de todos colores. Era una versión decadente de discoteca familiar de pueblo chico, pero a Lovino no le importó porque Alfred lo distrajo lanzándole bolitas de papel al peinado de la vieja bibliotecaria. Se devolvieron por el camino de tierra a pie, Lovino había robado unas cervezas a su tío y Alfred se sentía aventurero. Les supieron amargas, Alfred se atragantó con el gas y eructó terriblemente, pero no había drama, porque Lovino se reía como nunca, quedando chispeante con tres sorbos. Eran al menos dos km de camino hasta el rancho de los Vargas y a la salida del pueblo, lejos de las luces, se aproximaron. Alfred era una masa muscular de un metro setenta y ocho, pero temía a la oscuridad y Lovino le prometió dejarlo en su casa antes de irse donde su tío.
El brazo de Alfred estaba pegado al suyo, y cuando se deshicieron de las botellas el único sonido audible era el hipo del italoamericano.
-Me estás poniendo nervioso- gimoteó el rubio.
-Por qué, hic
-No se escucha nada aparte de tu hipo
-Pues, hic, mejor así, o no – Lovino se llevó la mano a la boca.
-Si nos atacan no escucharemos nada.
-Nadie nos va atacar
-Tal vez no hay nadie, pero puede haber algo
-Por dios, eres una rata miedosa, no hay fantasmas, ni extraterrestres ni una jodida alma en esta carretera de mierda
Un crujido en el oscuro follaje que rodeaba el camino de tierra irrumpió la discusión. Alfred agarró a Lovino y puso su mano grande en la boca de su amigo para callarle. Lovino aguantó la respiración de la impresión, pero era solo una liebre que cruzó camino al río y se molestó consigo mismo. También se estaba poniendo cobarde. Una vez pasada la impresión. Fue muy consciente de la mano de su amigo en su boca. Alfred también pareció darse cuenta. La retiró lentamente.
-Adivina qué- bajó su voz el moreno.
-Mmm?
-Ya no tengo hipo
-Sigues teniendo aliento a cerveza- bromeó Alfred.
-Tú también, bastardo.
-No soy un bastardo… y no huelo a cerveza, mira- su aliento tocaba la nariz del italoamericano.
-Eres una jodida hada, dorado, bonito y miedoso.
-¿Crees que soy bonito?-Alfred estaba de pronto mostrando esa sonrisa radiante.
-No dije eso…
-Lo dijiste – la sonrisa del yankee se ensanchaba y Lovino comenzaba a ponerse de todos colores. Estaban muy cerca y sus narices, las pestes a cerveza, se rozaban hasta que se juntaron en un contacto torpe, ansioso. Lovino reaccionó cuando su hipo volvió, nervioso y musitó un "Nos vemos, bastardo".
Al otro día tomó el avión, no se había acordado de decirle nada a su nuevo amigo. No le gustaban las despedidas y hubiese sido incómodo, de todos modos.
