Estel y Undómiel
Viñeta número 1: La Doncella entre los Abedules
Este fic participa en el reto 5#Especial San Valentín, primer reto del mes de Febrero del foro El Poney Pisador
El Señor de Los Anillos no me pertenece. Es propiedad de la familia Tolkien.
996 palabras
Nota de autora: He tenido que tener el apéndice de la historia de Aragorn y Arwen a la mano para escribir esto, porque aún no he terminado la trilogía, así que si cometo un error, por favor les pido que me avisen. Como es un momento conocido del libro, puse los diálogos que Tolkien escribió, con alargados míos. Esto va a ser algo extraño, así que... no seáis duros conmigo xD ¡Espero que lo disfruten!
La penumbra del Crepúsculo invadía el bosque. Las suaves sombras de los delgados abedules, quienes tenían la corteza blanca como la nieve, se alargaban en la fresca hierba. La brisa era fresca, y movía a las ramas de los árboles con ella, desprendiendo algunas marchitas hojas. Aragorn paseaba, solitario, pero una joven sonrisa bailaba en su rostro. Su corazón estaba alegre y lleno de esperanzas; cantaba, admirando el bosque, mientras su sonrisa crecía, porque el mundo era bello e incluso los abedules le devolvían el gesto de felicidad. De pronto, mientras el atardecer aún seguía vivo y él cantaba, observó a una doncella que caminaba con gracia, atravesando un prado entre los pálidos troncos de los árboles.
La voz se le extinguió en un susurro, y se detuvo maravillado. Los negros cabellos de la joven, tan oscuros como la noche, bailaban en su espalda, contrastando con su blanca piel. Creyó que se había extraviado en un sueño, un vívido sueño de la belleza de los Días Antiguos, o que le había sido entregado el don de los músicos élficos. Allí Lúthien caminaba ante sus ojos, como si hubiera sido trasladado a la Floresta de Neldoreth en la Primera Edad del Sol, pero se movía a través de los bosques de Rivendel, envuelta en un manto de plata y azur, hermosa como el crepúsculo en el Hogar de los Elfos; bella como las estrellas neblinosas que se alzan sobre las montañas en el Norte; brillante como la Estrella de la Tarde, la centelleante Eärendil. Una diadema de gemas que lucían como las mismas estrellas le ceñía la frente, dando la impresión de que su cabello era el mismo cielo nocturno.
Por un momento, el joven Dúnedain la contempló con ojos deslumbrados en silencio. Un súbito viento le movía suavemente los sombríos cabellos, como si estuviera jugando y bailando alegremente con ellos. La doncella no se inmutaba: seguía paseando grácilmente por los árboles, como si el mundo estuviera a su entera disposición. Aragorn temió que estuviera viviendo un sueño y que la joven se desvanecería para siempre en el tranquilo bosque de blancos abedules.
— ¡Tinúviel! ¡Tinúviel!—la llamó, tal como lo había hecho Beren en los Días Antiguos, al observar los pies danzantes de Lúthien. Entonces, la doncella se volvió, y descubrió su cara a Estel. El rostro lo tenía terso y sin defecto, y sus ojos brillaban como estrellas, grises como una noche sin nubes. Se atrevía a decir que eran tan brillantes como las estrellas de Varda en la bahía de Cuiviénen. La joven sonrió, y su sonrisa era más deslumbrante que la plateada luz de la luna, que el color del sol al ocaso, que la escarcha ante el alba. Aragorn se maravilló aún más, si aquello era posible.
— ¿Quién eres? ¿Y por qué me llamas con ese nombre?—preguntó. Su voz era suave y dulce, como el viento cálido de la primavera que traía consigo belleza, prosperidad y esperanza. Él le respondió, y su voz ante la de ella sonó vacía y tosca, tal como una pieza de madera mal labrada.
—Porque creí que eras en verdad Lúthien Tinúviel, cuyo Lay venía cantando. Pero si no eres ella, caminas como ella.
—Muchos lo han dicho—le respondió, a su vez, ella, en tono grave— pero sin embargo no me llamo como ella, aunque nuestros destinos sean semejantes. ¿Pero tú, quién eres?
—Estel me llamaban—dijo, asombrado por mantener conversación con tan hermoso ser— pero soy Aragorn, hijo de Arathorn, heredero de Isildur, Señor de los Dúnedain— no fue ninguna sorpresa para el joven encontrar que ese alto linaje, que había regocijado a su corazón horas atrás, no significara nada comparado con la belleza que tenía ante sí. Era normal sentirse tan pequeño ante una criatura tan hermosa. Pero ella rompió a reír alegremente (lo cual se vio extraño ante tanta dignidad e imponencia), y sonó como el gorjeo feliz de los pájaros en la mañana.
—Entonces somos parientes lejanos. Porque yo soy Arwen, hija de Elrond, y también me llamo Undómiel—a Aragorn no le extrañó para nada que la bautizaran con el nombre de la estrella más preciada de los elfos, la brillante Estrella de la Tarde.
—Suele ocurrir—dijo— que en tiempos de peligros los hombres oculten el tesoro más preciado. Pero Elrond y tus hermanos me asombran; porque aunque he vivido en esta casa desde mi niñez, nunca había oído hablar de ti. ¿Cómo es posible que no nos hayamos encontrado antes? ¡Tu padre no te habrá guardado bajo llave junto con sus tesoros!
—No—le respondió, y alzó los ojos a las frías y altas Montañas Nubladas que se erguían, imponentes, en el Este, donde el cielo ya era oscuro y temblorosas estrellas brillaban tenuemente—He vivido largo tiempo en la tierra de mi madre, en la lejana y bella Lothlórien. Y he venido hace poco, a visitar nuevamente a mi padre. Hace mucho que no paseaba en Imladris.
Aragorn se pasmó, puesto que ella no parecía tener más años que él, que su joven rostro no había visto más que breves inviernos y generosas primaveras. Pero Arwen, la bella, grácil y hermosa Arwen, lo miró a los ojos, escrutándole el rostro y observándole el alma.
— ¡No te asombres! Los hijos de Elrond tenemos la vida de los Eldar—le dijo. El Dúnedain se aturdió, porque mientras ella lo miraba pudo advertir, en sus orbes grises con el brillo de las estrellas neblinosas, la luz élfica que caracterizaba a tan hermosa gente, y la sabiduría de años incontables que habían caído en el olvido para él, pero que seguían vigentes en ese lejano ser, que ofrecía un fulgor hermoso, pero distante. Sus ojos regalaban conocimientos ahogados en las mareas del tiempo, y el conocimiento de un mundo más maravilloso, pero destruido.
Sin embargo, desde aquel momento y hasta el fin de sus días, Aragorn hijo de Arathorn amó, con una llama ardiente e inapagable, a Arwen Undómiel, hija de Elrond.
