El cielo es más infausto de lo que pinta a simple mirar. Las gotas son augurio de la tristeza la que evoca en el rostro de cada persona que transita la larga avenida del parque más tranquilo de la ciudad, la melancolía es la mera puerta del umbral del sufrimiento. Demacia, la gran república iluminada por la estirpe del Escudo de Luz, la familia real; los reyes y emperadores. Ese día, a esa hora, el príncipe dejaba tras de él la corona.
Su mirada se perdía entre las hebras de hierba verde que majestuosamente cubrían el suelo que sus rodillas aplastaban. Rendido, así como se veía, de frente al tronco de un viejo roble con el nombre de su difunto padre; Jarvan III. Aquel hombre que lo protegió y juró defender sus tierras hasta que sus huesos fueran cenizas. Aquel altanero, orgulloso y pretencioso lider que con orgullo podía llamar rey, pero que, con poco elegancia, jamás pudo llamar padre.
¿Alguna vez me quisiste de verdad? Sus preguntas eran las mismas desde hace años. Incluso si su convicción estaba en convertirse el próximo rey, su corazón afligido tenía otras alternativas más plausibles de sucubir a su cerebro. ¿Cómo gobernar, si no entiendes lo que es el amor paternal? Indiferencia, ese era el verdadero nombre de lo que todos en su ciudad catalogaban como sabiduría.
Perder hombres, así como perder a su padre, sólo le traía dolor y desgracia. No estaba preparado para ver morir a nadie en el campo de batalla, aun si parecía ser imparcial y valeroso; dolía, como cien estacas en el pecho, una tras otra, martilladas con la profunda lentitud de la defunción. ¿Cómo entender de dónde provenía ese sufrimiento, si no terminaba de entender de dónde nacía ese cariño, ese amor fraternal?
El azul se tornó gris, y la lluvia se hizo más intensa. Frente al roble, aún de rodillas, yacía la tumba de Jarvan III, el mejor rey que pudo haber gobernado Demacia, pero el peor padre que pudo haber deseado un hijo. El frío calaba sus ropas, penetraba su piel y se impregnaba en sus huesos; mas no lo sentía, no como el dolor de estar solo, huérfano, con el peso de un reino sobre sus hombros.
Cánticos de azucenas meneándose al compás del viento fulminante, colores amargos que saborean sus labios en una mezcla de rojo y lágrimas, gritos descompuestos en piezas de algodón, componen el cuadro de un hombre derrotado, un hombre asustado; un hombre infeliz.
