A pesar de largo recorrido desde ciudad Corazón y de la falta de luz de sol, todavía se apreciaba bastante actividad en el campamento. Los arqueólogos discutían sobre temas de poca importancia para el resto de las personas, los jefes del convoy lanzaban burdas órdenes a sus empleados de comprobar el estado de las ruedas de todos los carromatos con tal de evitar percances en mitad del camino mientras otros se aseguraban de que los caballos no mostraban ningún problema y los alimentaban. En el centro del círculo formado por los carromatos se había encendido una hoguera con la que el cocinero preparaba la cena y recibía molestas preguntas por parte de un grupo que estaba sentado sobre unos troncos de cuándo estaría lista la cena. «Lo estará cuando esté», les gritaba. Finalmente, paseaba por el campamento un grupo de mercenarios que vigilaban el campamento y procuraban que no hubiera problemas tanto dentro como fuera de este.

Un poco apartado del campamento se encontraba uno de los puntos de reunión de aquellos guerreros. Estos se habían hecho su propia hoguera bajo la cual resguardarse del frío de la noche. En esos momentos, se guarecían dos personas. Una era un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, complexión robusta, ojos serios y una poblada barba negra. Blandía un hacha de una única, aunque grande, hoja de hierro que sostenía con su brazo y apoyaba con su hombro. A simple vista, parecía ser un hombre de pocos amigos.

—¿Otra vez leyendo? Concéntrate.

El otro mercenario era muy diferente a él. Era joven, de unos diecisiete años aproximadamente. Tenía el pelo y los ojos castaños y cuerpo claramente más delgado y menos musculoso en comparación a la mole que era su compañero, aunque eso no significaba que fuera débil. El joven no blandía su arma; descansaba en su funda la cual estaba en su espalda. Se reclinó en el árbol donde se había apoyado, cerró una pequeña libreta con una tapa de cuero negro y desgastado y se la guardó en el bolsillo.

—¿Acaso incomodo a alguien? —preguntó el chico.

—No te distraigas en tu trabajo, ¿entendido? —bramó el hombre.

—Tranquilízate, Vramt. Estás muy tenso.

—No lo estoy —protestó Vramt—. Hay que estar vigilantes ante cualquier peligro que aceche por la noche.

—Ya lo sé, pero no es nuestro turno, sino del de Ernus y compañía.

—No falta mucho para que nos toque y no quiero que te despistes con ese librito de fantasía que te has traído.

—No es un libro de fantasía, sino de investigación —le corrigió el joven.

—Investigación, fantasía, tanto da. Eres un mercenario, Red. Esa clase de cosas no sirven en la profesión que has elegido.

—Ya estamos con esas otra vez. Que no sepas leer no significa que debas prohibírselo a los demás.

Vramt agarró con fuerza la empuñadura de su arma, casi a punto de querer golpear con ella a Red. Por suerte, era un hombre que sabía controlarse y solo hizo un ademán. Red se encogió un poco sin que su compañero se percatara. Si le hubiera dado por atacarle, no hubiera tenido tiempo de defenderse en la posición en la que se encontraba.

—Vamos, vamos. Los duelos para cuando hayamos acabado el trabajo, ¿vale, amigos?

Vramt y Red miraron a quien intentaba extinguir las llamas de la confrontación. Era un hombre más bajo que Vramt y ligeramente más fornido que Red. Tenía el pelo negro y largo recogido en una corta cola de caballo y vestía el clásico uniforme de color marrón básico del gremio de mercenarios al que pertenecía igual que Vramt y Red. En su mano derecha sostenía como un bastón una lanza cuya punta de acero estaba elegantemente formada por curvas que, según el lugar, servían como pequeñas hojas de hachas para poder atacar de diferentes maneras a la típica de perforar.

—No lo defiendas, Alec —gruñó Vramt—. Recuerda que es su primera misión y debe aprender que no trabaja solo.

—Entiendo lo que dices de enseñarle a trabajar en equipo, pero tampoco es para ponerse a agitar el hacha y atacar a un compañero. No daría una buena imagen al gremio.

Vramt refunfuñó ante la verdad de Alec. El hombre tomó asiento junto al fuego.

—Trabajar en equipo no es algo en lo que me deba instruir. Sé perfectamente lo que significa y actuar solo únicamente lo haría si no tengo otra alternativa —se defendió Red—. El problema es que Vramt ha vuelto a burlarse de mi lectura. Llevo poco tiempo en el gremio y parece que le saca de quicio.

—¿Lectura? ¿Otra vez con esas, Vramt? —preguntó Alec como si no fuera la primera vez que sucedía—. Ya intentaste humillarlo cuando demostró a todo el mundo que le gustaba leer y creo recordar que no te salió muy bien.

—Solo le he dicho que se concentre —contestó Vramt como si intentara librarse de un sermón—. Los jóvenes de hoy día se despistan con suma facilidad. Solo mira cómo lleva la espada. No es normal.

—Oye, me molesta llevarla colgando y sentir como se balancea en el cinturón a cada paso que doy —objetó Red—. Es la misma razón por la que tú también guardas el hacha en tu espalda, ¿o acaso me vas a decir ahora que adoras arrastrar el mango por el suelo?

—Ahí te ha pillado, Vramt —dijo Alec sonriente.

El barbudo suspiró, abatido por no tener más excusas con las que rebatir las palabras de Red.

—Escucha, chico, solo pretendo que te tomes esto más en serio. No estás en el campo de entrenamiento, no estás luchando contra aliados que saben cuándo detener la espada para no matarte. Si nos tienden una emboscada, deberás cuidar tus espaldas y la de aquellos a los que protegemos. Debemos hacer un buen trabajo si queremos que el futuro del gremio no oscurezca.

A Red le caló el pequeño discurso de Vramt y asintió. Bastó para que el hombre pusiera una cara menos malhumorada.

—Qué tierno… Si es que debajo de toda esa fachada que eres tienes tu corazoncito, Vramt —soltó de repente Alec.

—¡Oye! ¿Has venido a evitar una pelea o a empezar una? Porque contigo sí que no necesito contenerme.

Red se rio ante la súbita pelea verbal de sus compañeros. Ese era uno de los motivos por los que había decidido formar parte del gremio de mercenarios de ciudad Corazón. Lo había escuchado de boca de otros mercenarios de otros gremios. Eran todo lo que uno podía esperar de un gremio de ese estilo: serio, estricto y que tenía una alta probabilidad de éxito en sus encargos, añadiendo también poseer un ambiente agradable entre sus miembros y, sobre todo, que estaba prohibido trabajar en solitario a menos que la misión no requiriera obligatoriamente más de dos espadas. Sin embargo, las pruebas de acceso eran duras. Muy duras. Red las superó, pero una gran parte de ellas fueron por debajo de la media. Solo destacó en un par de ellas con las que consiguió llamar la atención de todos. En especial, de Heimstal, el mejor espadachín del gremio, justo por debajo del líder. Sin su recomendación, seguramente estaría repitiendo las pruebas.

Un insulto de lo más explícito por parte de Vramt hizo que Red saliera de sus recuerdos y volviera a la realidad. Alec se moría de risa ante la pobre excusa de su compañero. Se desternillaba tanto que Red se cubrió la cara y simuló seguir sumiso en sus pensamientos al ver que atraía las miradas de las personas del campamento más cercanas.

—Cuando volvamos al gremio, pienso machacarte —amenazó Vramt.

—Acepto el reto —aprobó Alec mientras se secaba las lágrimas. Inspiró y expiró y recuperó el ritmo normal de respiración—. A todo esto, Red, ¿qué es esa lectura exactamente que te atrae tanto?

Red se sorprendió ante la inesperada pregunta de Alec.

—Oh, pues es una especie de enciclopedia, por así decirlo, de aquellas antiguas criaturas que se llamaban Pokémon.

—¿Pokémon? —repitió Vramt—. Son esos monstruos que salen en los cuentos populares y antiguas historias, ¿no?

—¿Puedo verlo?

Red asintió y le pasó la pequeña libreta. Alec ojeó las páginas muy por encima y solo se centraba en lo que no fuera texto, lo cual resultaba más beneficioso de lo que el hombre pensaba, pues había bastantes imágenes de esas criaturas. A veces ponía una mueca de disgusto al ver el dibujo de un Pokémon que no le causaba una buena impresión. Al final, hasta Vramt sintió curiosidad y acompañó a Alec en mirar la libreta.

—Dios, parecen creaciones sacadas de las peores pesadillas de un loco —pensó Vramt—. ¿En serio te interesan estas cosas, Red?

—Sí. No está de mas conocer a estas criaturas.

—¿De qué sirve aprenderse a estos monstruos cuando jamás vamos a verlos en la vida real?

Red se encogió de hombros. Más allá de que le gustaba saber sobre los Pokémon, no había nada con lo que pudiese conversar.

—Nos puede venir bien que el chico entienda de esto teniendo en cuenta dónde haremos una parte de la misión —comentó Alec agitando levemente la libreta. Se la devolvió a su dueño segundos después.

—¿Tú también crees en ellos, Alec? —inquirió Vramt.

—Sí y no. Estoy a favor de tu pensamiento de no tener posibilidad de verlos, pero después de aceptar esta misión y acompañar a los arqueólogos a unas ruinas descubiertas en el monte Corona hace que me replantee, por lo menos, si no existían en el pasado.

—Lo dices por cómo son las ruinas, ¿verdad? —dijo Red. Alec asintió—. Yo también lo he oído. Aparentemente, allí se adoraba a una criatura que bien podría ser un monstruo salido de a saber dónde o un Pokémon. No sabría decir con exactitud porque no sale en la libreta.

—Y, además, estas no son las únicas ruinas que tienen siluetas extrañas similares a los dibujos de la libreta ya que me he enterado de que hay más repartidas por todo Sinnoh.

—Da que pensar, ¿verdad? —opinó Red.

—Procuro no hacerlo —respondió Alec—. Si de verdad se confirma que existían esas bestias que veneraban en el pasado, juro que no volveré a tomar una misión relacionada con una expedición.

—Mejor que ninguno de los tres piense en ello —añadió Vramt exhortativamente—. Bastante tenemos con proteger este convoy y mantener el orden una vez estemos en la montaña.

—Estoy de acuerdo. No hablemos más del tema, ¿entendido?

—Perfectamente —afirmó Red.

Diez minutos después, Ernus fue al punto de reunión y comunicó a Red y compañía que la cena estaba lista y añadió que ellos serían quienes harían el primer turno de noche. Vramt y Alec cogieron sus armas y se las llevaron al centro del campamento. Red también portó la suya, pero gracias a que tenerla en la espalda le ayudaba a olvidarse de ella y prestar atención a otras cosas. Se guardó de nuevo la libreta en el bolsillo y se reagrupó con sus compañeros mercenarios.

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Red salió a tomar el aire para no olvidarse de lo que era recibir en el rostro los rayos del sol. Hacía frío en la parte de la montaña donde se le había asignado proteger y vigilar a los excavadores y se arrepintió de no haberse traído como mínimo una bufanda y unos guantes. Recobraba el calor en las manos frotándolas constantemente entre sí y soplando en ellas. Y para mayor contrariedad, la espalda había empezado a dolerle desde que se acercaron al monte Corona. Sentía la espada como si tirara de él, casi a punto de hacerle caer hacia atrás. Incluso cuando se recostaba en la pared con tal de evitar la caída, la sensación no amainaba en absoluto. Alec le contó lo que los arqueólogos le explicaron de que la montaña poseía un fuerte campo magnético que hacía que cualquier objeto hecho de metal aumentara su peso al verse atraído hacia el suelo.

—La próxima misión que elija será más animada —se dijo Red—. Esto es más aburrido que el viaje de ida.

El joven creía que, al haber cogido una misión de exploración sobre unas ruinas antiguas y aunque en el contrato no se estipulaba específicamente dicha exploración, tendría la posibilidad de aprender algo de historia además de recibir una buena cantidad de dinero por custodiar a los arqueólogos. Sin embargo, le había tocado vigilar a los mineros que se dedicaban a picar las paredes de las montañas a todas horas. «Ya que se cava en busca de unas ruinas, no se desperdiciará la piedra que extraeremos», resonó en su cabeza la voz del arqueólogo jefe. Qué ganas tenía de irse de ahí.

—Aquí estás.

Red se alertó al escuchar la voz y miró hacia la entrada de la cueva. Se relajó al descubrir que solamente era Alec.

—¿Tomando el viento fresco? —preguntó con un ligero tono de burla.

—Necesitaba despejarme de escuchar por varias horas el chocar de los picos con la piedra, de lo contrario acabaré loco.

—Venga, no exageres —dijo Alec acompañándolo con un meneo de la mano—. Solo hace tres días que llegamos al monte. Aún queda tiempo para que todos enloquezcamos con el sonido de los picos.

—¿Tres días tan solo? —repitió Red como si le hubieran revelado la peor noticia de su vida—. Yo pensaba que ya llevábamos una semana aquí. Esto es muy aburrido.

—Ah, las mentes jóvenes, siempre buscando la diversión. —A Alec le vinieron recuerdos de su juventud—. ¿Por qué no lees un poco más? A lo mejor eso te anima.

—Ojalá fuera así de fácil. Dentro de la cueva es imposible concentrarse con el ruido que hay y aquí fuera se me congelan las manos al poco tiempo de desprotegerlas del calor. De esta forma no hay quien lea en condiciones.

—Curioso que no menciones el peso extra de nuestras armas.

—Es que no hay que decir algo que nos afecta a todos. ¿Cómo lo soporta Vramt? Ya de por sí su hacha pesa bastante.

—Para él es solo un ejercicio más. —Alec estiró los brazos e hizo crujir la espalda—. Venga, vamos dentro. Si nos pillan los jefes haciendo el vago no nos pagarán.

Red asintió y volvió al interior de la cueva junto a Alec. Los dos fueron vigilando a los excavadores y siguieron las órdenes del jefe de minería de que no se tomaran más descansos de los obligatorios. Red pensaba que aquello era exprimir demasiado la energía de los trabajadores, más cuando ya acumulaban cuatro horas sin parar de clavar los picos en las paredes, aunque no era de su incumbencia y él mismo sufría el mismo exceso por parte de los arqueólogos.

Al cabo de media hora, sonó lo que todos más deseaban oír: la campana del descanso y la hora de comer. Red se reunió con Alec y Vramt y los tres acompañaron a Ernus y compañía en la comida. El grupo de mercenarios discutía sobre su día de vigilancia y ninguno tenía nada interesante que comentar. Todos estuvieron de acuerdo en que este resultaba un trabajo de lo más simple para lo que pagaban. Nada que objetar salvo ser aburrido para algunos.

En un momento de la comida, un hombre de barba bien cuidada y peinada al igual que su pelo y que vestía extravagantes ropajes de explorador se les acercó. Usaba unas gafas cuya forma cantaba más que un borracho en una iglesia y era el distintivo que le habían dado los mercenarios al jefe de la expedición. Venía acompaña dado de otros dos arqueólogos, uno de ellos sosteniendo un grueso libro.

—Caballeros —los saludó el jefe con un movimiento de sus gafas—, ¿Disfrutan de su estancia en la montaña?

—El trabajo es monótono a la par que simple. Nada que no podamos afrontar—respondió un mercenario y otros corroboraron sus palabras.

—Me alegro de haber contratado a buenos mercenarios. A fin de cuentas, acudí al mejor gremio del otro lado de la cordillera.

—Perdone que suene borde, pero ¿se puede saber a qué vienen tantos halagos? —inquirió Vramt—. Resulta extraño que se plante frente a nosotros el que dirige todo esto mientras comemos y nos suelte semejante… veneración. Hasta su presencia podría considerarse un honor.

Red arqueó una ceja ante la afirmación de Vramt. No era un hombre que diera tanto respeto, y menos a alguien a quien a duras penas conocían los mercenarios.

—Oh, nada de lo que deban preocuparse tanto vos como sus compañeros, mercenario —se explicó el jefe de expedición—. Solamente he venido para encomendaros una tarea que rompería con la monotonía de trabajo que han vivido los últimos días.

Todos los mercenarios miraron fijamente al hombre de las gafas.

—¿Exactamente qué tarea es? —preguntó muy serio uno de los mercenarios.

—Necesitamos que algunos de ustedes nos acompañen a mí y a mis camaradas en la exploración de una sala recientemente descubierta en las ruinas y nos protejan de los peligros que haya en su interior, ya sean animales que vivan ahí como trampas.

Los mercenarios intercambiaron miradas de desconfianza.

—La exploración de ruinas no forma parte del contrato —explicó Ernus—. En la oferta estipulaba exclusivamente custodiar el convoy de camino al monte Corona y mantener el orden y la productividad de los trabajadores de la cantera.

—La parte del convoy incluye a las personas que lo forman —añadió uno de los acompañantes del jefe—. Nosotros somos parte de ese convoy, lo que se traduce en que, si no salimos vivos de allí, no podréis recibir vuestra paga.

Los mercenarios se enfadaron por el simple hecho de entender que no les pagarían. Alguno se llevaron las manos disimuladamente a sus armas a modo de amenaza.

—Pero si la exploración sale bien, nada cambiará y cobrareis la cantidad que propusimos en el tablón —calmó los ánimos el jefe de expedición—. Incluso estoy dispuesto a agregar un pequeño plus a aquellos que nos ayuden en el caso de habernos visto en peligro. Sin embargo, esta tarea es obligatoria y necesito que algunos de vosotros accedan a realizar este trabajo. De lo contrario, y si aun así la exploración es exitosa, me temo que habré de descontarlo de vuestros salarios por no efectuar correctamente el contrato. —Los mercenarios murmuraron entre ellos, ignorando que el jefe de expedición los estaba observando—. Dejaré que deliberen quiénes van a acompañarnos. Tienen una hora desde ahora para decidir y el grupo debe ser mínimo de cuatro miembros. Menos de eso significará una rebaja del sueldo.

El jefe de expedición se marchó junto a sus camaradas y, nada más se habían alejado bastante como para que no se les oyeran, los mercenarios se pusieron a blasfemar sobre la familia de aquel hombre y sus compañeros.

—Esto deberían haberlo especificado en el contrato. No pienso arriesgar la vida por explorar el interior de unas ruinas en mitad de la montaña —se quejó uno de los mercenarios.

—Opino igual. Pagarán mucho, pero paso de jugármela de esta manera. Si he de morir que sea en un duelo de espadas contra bandidos o una pelea a muerte contra bestias de los bosques. —añadió otro—. Nada de ser vencido por una estúpida trampa hecha por vete a saber quién.

—Pues algunos tendrán que sacrificarse por el resto, sino perderemos dinero y desprestigiaremos al gremio. Grajald se disgustará mucho cuando se entere.

—Ese condenado nos ha puesto entre la espada y la pared —dijo muy enfadado Ernus—. Tenemos que decidir ahora que estamos todos reunidos. ¿Quiénes aseguran que no quieren ir?

Al menos cuatro de los doce mercenarios del gremio alzaron la mano casi al instante. El resto, dudaba entre decir que sí o no dependiendo de la decisión de sus compañeros. Solo uno tuvo el valor de aceptar la misión al momento.

—Yo iré con ellos —anunció Red.

Sin duda aquella afirmación del único joven del grupo llamó la atención de todos los mercenarios.

—¿Estás completamente seguro de lo que dices, Red? —se quiso asegurar Ernus—. Aún tienes la posibilidad de retractarte.

—No lo haré —dijo firmemente Red—. He dicho que acompañaré a los arqueólogos y pretendo cumplirlo. Estoy absolutamente seguro.

Ernus se encogió de hombros.

—Bien, Red es el primero de los cuatro necesarios. ¿Quién le sigue?

Nadie respondió en un largo e inquieto minuto. Al final, un grito de desesperación de parte de Vramt rompió todo el silencio. El hombre golpeó primero en el hombro a Alec por algo que le había contado en privado.

—Maldito crío… ¡Y maldito seas tú también, Alec! Nosotros vamos con él.

Ernus asintió.

—Red, Alec y Vramt… todavía nos queda uno más. ¿Nadie más se anima? —continuó Ernus. Al comprobar que el resto de mercenarios que no habían abierto la boca desde la elección de la composición del grupo, suspiró decepcionado—. Está bien, yo seré el cuarto. Pero no penséis que os habéis librado. Informaré de esto a Grajald y ya decidirá él si os lleváis alguna clase de sanción.

Alguno de los mercenarios tragó saliva ante la amenaza de comunicar aquello al líder de gremio. Dependiendo de la situación y del humor en el que se encontrara, Grajald podía llegar a ser bastante cruel.

Red se terminó la comida de su cuenco y se acercó a Vramt y Alec con una sonrisa burlesca en la cara.

—¿Qué ha ocurrido exactamente? —preguntó Red. No se molestó siquiera en empezar por el motivo por el cual Vramt había tomado la elección de acompañarlo.

—Dale las gracias a Heimstal —se limitó a decir Vramt.

Red ladeó la cabeza, extrañado. Quiso presionar al barbudo, pero él lo ignoró y se centró en terminarse su cuenco de estofado. Tuvo que pasar la pregunta a Alec porque, cuando Vramt no dirigía la palabra, no lo hacía por un buen rato.

—Antes de que el equipo se fuera a cumplir la misión, Heimstal pidió a Vramt que cuidara de ti en todo momento —explicó Alec en voz baja con tal de que el hachero no los escuchara—. Creo que desde que superaste el récord en una de las pruebas de acceso… ¿la de duelos era? Da igual. Heimstal te tiene en alta estima y piensa que en ti hay el potencial necesario para ser uno de los miembros de alto rango en el gremio.

—¿Eso opina Heimstal de mí? —Red casi no podía ocultar la emoción. El mejor espadachín del mejor gremio de mercenarios de la cordillera este de Sinnoh se había fijado en él. Era como un fanatismo por un gran músico, pintor o escultor—. ¿Vramt y Heimstal se llevan mal? Es como si Vramt no le interesara cumplir con la petición de Heimstal —curioseó.

Alec rio.

—Para nada. La realidad es que Vramt odia ser la niñera de alguien. Creo que se debe a que puede ser tan bruto que es capaz de herir a quien debe proteger.

—Yo también lo creo —añadió Red. La discusión que tuvieron hace días solo fortalecían las palabras de Alec.

—Esperemos que esa exploración de las ruinas no salga peor de lo que nos ha pintado el jefe, sino Vramt te añadirá a lista de a los que tiene que apalizar legalmente.

Red hizo un gesto de pesar dos objetos invisibles en sus manos y moverlos arriba y abajo como si se tratara de una balanza.

—Vale la pena —dijo con una sonrisa.

Alec suspiró y meneó la cabeza. Empezaba a entender el poco cariño que Vramt tenía a Red por culpa de su temeridad, por decirlo así. Aunque a él no le importaba mucho ya que estaba recibiendo un poco de su propia medicina al comportarse de forma similar cuando era joven.

Al transcurrir casi la hora que les había dado el jefe de expedición, el grupo de mercenarios se presentó en una tienda de campaña mucho más grande que las que se usaban para los mineros y guardias. Ernus llamó a través de la tela, sin apartarla, a los arqueólogos. La voz del jefe de expedición les permitió entrar. Lo primero que hizo el jefe después fue contar a los mercenarios.

—Uno, dos, tres y cuatro. Perfecto. Al menos habéis cumplido con el mínimo —se alegró el jefe—. Me hubiera gustado que se hubieran apuntado más, pero supongo que vosotros seréis suficientes.

—Suficientes… ya me arrepiento de haber elegido esta misión. Menudo puñetazo se merece este —refunfuñó en voz baja Vramt. Red y Alec, que estaba a su lado, le escucharon y le alertaron de que maldijera al jefe de expedición cuando estuviesen lejos de él.

—¿Hay más detalles de esta tarea que debamos saber? —preguntó Ernus.

—En eso nos hallamos en la misma situación, mercenario. Desconocemos por qué la sala estaba escondida y que función llevaba a cabo.

—Entiendo. ¿Cuándo partimos?

—En cuanto hayamos terminado de prepararnos.

Los arqueólogos cargaron con algunos libros, plumas y bolsos pequeños donde guardaron unos recipientes de tinta y algunas libretas. Después, el jefe de expedición se aseguró de que todos estaban listos y fue el primer en abandonar la tienda, seguido de sus compañeros y el grupo de mercenarios.

La sala recién descubierta se hallaba casi en la cima del monte Corona, por debajo de una zona denominada Columna Lanza, en lo más alto. Se creía que ese lugar era el principio de todas las demás ruinas halladas en la montaña. Los arqueólogos decidieron llamarla así por el mero hecho de que todas las columnas tenían las partes superiores destrozadas de manera que parecían haberse afilado como puntas de lanza o flecha.

El equipo ascendió varias decenas de metros de altura hasta entrar de nuevo en la montaña por una cueva claramente excavada por el hombre. La luz en aquellos tuéneles era escasa y, a pesar de los faroles que había colocado a lo largo de estos, no había suficiente iluminación como para ver muy bien. Alec usaba el mango de su lanza como bastón por si había alguna piedra desperdigada que hiciera tropezar al resto, aunque solo le importó que no se cayeran sus amigos del gremio. Los arqueólogos se movían por los túneles como si hubieran estado allí tantas veces que se lo conocieran como la palma de su mano. Giraron varias veces y se adentraron todavía más en la montaña, casi dando la sensación de situarse en el punto donde, si cavaban hacia arriba, saldrían por la punta de la montaña. Finalmente, llegaron a su destino. Un lugar donde el túnel se ensanchaba bastante, donde había mesas y estanterías llenas de pergaminos y una gran concentración de luz con tal de hacer notar una puerta de piedra enmarcada con un arco de oro en la que había escrito algo en una lengua ininteligible.

—Caballeros, hemos llegado. Esta puerta es la que lleva a lo que suponemos que es la sala ubicada debajo de la Columna Lanza —informó el jefe de expedición—. Hemos intentado traducir las inscripciones que tiene la puerta, pero no se asemeja a ninguna lengua antigua que se conozca.

—Ya veo por qué nos necesitaban —dijo Vramt—. El que abra la puerta podría ser el primero en activar una trampa.

—¿Ya han abierto la puerta? —preguntó Ernus sin haber escuchado al hachero.

—Los mineros que lo desenterraron tuvieron la brillante idea de hacerlo sin pensar en las consecuencias —explicó el jefe de expedición—. Por suerte, no les pasó nada, así que está libre de trampas, pero el pasillo que hay tras este puede tener, de ahí que os hiciéramos llamar.

Ernus asintió y se reunió con el grupo de mercenarios.

—Estad muy atentos a lo que pueda haber ahí dentro y, sobre todo, apuntad con la luz al suelo. —Alec y Vramt asintieron—. Red, desenfunda la espada ya por si existe la posibilidad de que haya bestias ahí.

Red obedeció, sacó la espada de la vaina y esta cayó inerte contra el suelo. Red consiguió que el golpe no se notara y agradeció que el campo magnético de la montaña fuera ligeramente menos intensa donde estaban. Después, los arqueólogos les entregaron faroles con los que alumbrar el camino y, esta vez, dejaron que los mercenarios guiaran al equipo.

Ernus fue el primero, seguido de Alec, Vramt, Red y los arqueólogos. Ernus y Vramt apuntaban con la llama de los faroles al suelo en busca de posibles baldosas extrañamente levantadas mientras el resto las mantenían por encima de las cinturas apuntando al frente. Pronto Ernus avisó de que habían llegado al final del túnel cuando la luz empezó a no alcanzar las paredes. El grupo se dispersó cuidadosamente para darse espacio entre ellos.

—Delimitad las dimensiones de esta sala y moveos con mucho cuidado Aún puede haber trampas u otras amenazas. Que uno de los cuatro se quede a proteger a los arqueólogos —ordenó Ernus. Se dirigió al jefe de expedición y a sus camaradas—. Quedaos donde estáis y no se os ocurra dar un paso en falso hasta que aseguremos la zona, ¿entendido?

Los arqueólogos asintieron y obedecieron. Los mercenarios acordaron quién se quedaba con ellos y el resto se separaba a inspeccionar la zona. Alec se ofreció a permanecer con los expertos y los demás se fueron en una dirección diferente. Vramt y Red comenzaron a marcar las paredes laterales y Ernus procuraba avanzar sin chocar con las posibles columnas que aguantaran el techo. En poco tiempo Vramt y Red se reencontraron en la pared del fondo, a unos quince metros de la posición de Alec y los arqueólogos. Ernus caminó un poco más y sintió algo bajos sus pies.

Su corazón empezó a latirle con más fuerza.

Ernus preparó la espada por si se trataba de un animal, pero la realidad fue totalmente distinta. No había pisado nada extraño. De hecho, se había resbalado suavemente por una superficie pulida que, al pisarla con los dos pies, causó un pequeño temblor que puso a todos en alerta. De repente, se encendieron intensas llamas blancas que alumbraron rápidamente la sala hasta eliminar todo indicio de oscuridad. Todos quedaron anonadados.

La sala, ahora completamente visible, parecía ser una especie de cripta fuertemente decorada, aunque sus condiciones actuales solo permitían imaginar su antiguo esplendor. Red se quedó perplejo mirando las llamas blancas que brotaban de unos cálices en las pocas columnas que habían dejado de realizar su función hace mucho. Nunca había visto el fuego de color, elemento que solo se mencionaba de manera exótica en antiguas leyendas. ¿Era este un lugar legendario?

Ernus, Vramt y Red terminaron de investigar la sala en busca de mecanismos ocultos y, tras no detectar ninguna después de una exhaustiva examinación, dieron permiso a los arqueólogos de andar por la sala. Estos no tardaron ni un segundo en sacar sus libretas y plumas y ponerse a hacer apuntes del entorno. Uno de ellos parecía ser el dibujante, pues se pasó varios minutos haciendo largos movimientos en su libreta mientras estudiaba el cáliz con la llama blanca y los otros dos inspeccionaban la arquitectura empleada en los restos de las columnas.

Los mercenarios veían a los arqueólogos como niños estrenando juguetes nuevos, sumisos en entretenerse y aprender con la cultura de aquellos que construyeron las ruinas. Para ellos aquello era un absoluto aburrimiento. Vramt, Alec y Ernus pasaron el rato moviendo piedras con tal de que los arqueólogos no se lo pidieran. Sin embargo, Red era el único del grupo que mostraba interés por la sala en la que se encontraban. No hasta el mismo punto de los arqueólogos, pero sí bastante más que sus compañeros de armas. Sobre todo, le fascinaban las llamas blancas y la gran cantidad de luz que emitían. ¿Era algún tipo de fuego mágico? ¿De verdad existía la magia en Sinnoh? Eran preguntas que no hallarían una respuesta.

Vramt pidió ayuda a los demás para apartar un pequeño cúmulo de piedras en mitad de la sala. Al principio pensaron que los restos venían de las columnas cercanas que se habían hecho pedazos en su totalidad, pero a medida que lograban mover una piedra, algo extraño había en ese montón. Red se resbaló con un inesperado escalón y casi se dio de cara contra la roca. Por suerte, el joven reaccionó a tiempo y condujo su cuerpo a un lado, cayendo de espaldas contra el suelo. Vramt, Alec y Ernus vieron el escalón poco después y, con más cuidado, fueron apartando más piedras. Segundos más tarde, Ernus divisó algo en las pocas piedras que faltaban por mover. Era el brillo de un objeto, uno que debía tener gemas incrustadas o algo similar. Dejándose llevar por la codicia, Ernus retiró las piedras restantes a mucha mayor velocidad hasta que, finalmente, la última piedra fue removida y los cuatro mercenarios se juntaron con tal de contemplar lo que habían descubierto.

Bajo el cúmulo había una especie de pedestal de doble base con un objeto clavado de mala manera en este. Este objeto llamó mucho la atención de los mercenarios, y posteriormente de los arqueólogos, pues no existía nada remotamente similar a este. Red lo identificó personalmente como una espada por la empuñadura de puntas curvas y mango de mano y media que poseía una gema verde y ovalada impresionantemente pulida en la guarnición acompañada con muchos pequeños huecos a lo largo de esta. Lo poco que se veía de la supuesta hoja denotaba antigüedad, pues la forma no era completamente lisa, sino más bien ondulada. Lo más impresionante, además de eso, era el único material con el que estaba hecho: oro. O, al menos, un material del mismo color. Todo el objeto estaba hecho de oro: la hoja, la guarnición, la empuñadora. Salvo la gema, lo demás estaba fabricado con ese material amarillo. Incluso resultaba imposible separar la hoja de la empuñadura, como si no se hubieran molestado en diferenciar ambas partes.

—¿Qué es eso? —inquirió Vramt—. ¿Qué demonios hemos desenterrado?

—Parece una espada —teorizó Red—. Si os fijáis bien, podéis hacer la comparativa.

Ernus achinó los ojos.

—Tienes razón. Se parece.

—Que nadie haga nada hasta que yo lo diga —ordenó el jefe de expedición—. Esto es de lejos uno de los mayores descubrimientos de la historia de la humanidad. Un objeto para nada común entre las gentes del pasado. —Se dirigió a su camarada artista—. Inmortaliza este hallazgo.

El arqueólogo se puso manos a la obra y se sumió en dibujar el objeto y el pedestal.

—¿Qué hacemos después de que se haga el retrato? —preguntó Alec.

—Obviamente, sacarlo del pedestal para un estudio más detallado en un lugar seguro fuera de aquí —contestó el jefe.

—Si se extrae ese objeto del pedestal, seguramente active el mecanismo de una trampa —replicó Vramt.

—Por eso vais a cobrar más con el plus que os ofrecí —recordó el jefe—. Hasta estoy dispuesto a pagar mucho más que un plus por sacar esa… espada.

Vramt lanzó una mirada de odio a Red. Le echaba la culpa de la situación.

—Vamos a tener que volver a decidir quién se encarga de sacar la espada, ¿verdad? —inquirió Ernus. El jefe de expedición asintió y el hombre intercambió una mirada con sus compañeros. Ninguno daba la sensación de ofrecerse, ni siquiera Red, quien lo hizo fácilmente a la hora de venir aquí—. Está bien, lo haré yo para que no nos pasemos toda la tarde deliberando.

—He terminado. Lo que me queda puedo dibujarlo a ojo —anunció el arqueólogo artista.

—Bien, mercenario, es su turno.

Ernus enfundó su espada y reunió al grupo antes de ir a sacar la del pedestal.

—Escuchad —dijo en voz baja—. A la mínima que sintáis peligro, llevaos a los arqueólogos lejos de aquí. Os seguiré poco después.

—No pretenderás sacar la espada hasta el final, ¿verdad?

Ernus negó con la cabeza.

—No estoy lo bastante loco como para quedarme con algo que muy seguramente provoque mi muerte.

Alec lo entendió. Aun así, no evitó decirle las palabras «ten cuidado». Él, igual que Vramt y Red, querían que todos los miembros del gremio regresaran a casa de una pieza.

Ernus avanzó hacia el pedestal mientras los mercenarios alejaban a los arqueólogos y se preparaban para el peor de los casos. Se quedó unos instantes contemplando la dorada superficie del objeto considerado una espada. «Más vale que nos paguen un plus equivalente al doble o el triple del precio básico de la misión», pensó. Inspiró hondo, agarró la empuñadura con las dos manos y tiró de este.

La espada estaba bien clavada en el pedestal pues Ernus no consiguió moverla ni un solo centímetro del fuerte tirón que hizo. Lo fue intentando varias veces empleando distintos métodos, como cortos pero enérgicos arrastres, otros largos y constantes, aunque menos intensos y movimientos similares a levantar una piedra haciendo palanca con el propio objeto. Cada acción parecía no surtir efecto alguno hasta que de repente Ernus notó como cedía el arma. La técnica de la palanca había funcionado y la base se había resquebrajado ligeramente, haciendo más versátil el movimiento del arma. Ernus continuó con ese gesto y, finalmente, la espada se sintió liviana, lista para ser sacada del pedestal. Con una sonrisa en el rostro de Ernus, se dispuso a realizar el último tirón.

Entonces, toda felicidad se desvaneció.

En el preciso instante en el que la hoja de la espada salió casi por completo de su pedestal, hubo un temblor que alertó a todos los presentes. Ernus ya estaba listo para abandonar la espada y salir corriendo junto a sus compañeros, pero un extraño humo morado emergió del agujero de la espada y lo envolvió.

—¡Ernus!

Red fue a ayudar a su compañero. Vramt y Alec llamaron al joven, pero él hizo caso omiso y desobedeció el consejo de Ernus. El humo se expandió más allá, proyectándose como un lanzallamas por toda la sala. Red tiró la espada con tal de aligerar el peso, se lanzó a por Ernus, cubierto por aquel extraño humo y lo empujó lejos del origen de este. El humo no paró de salir. Enormes cantidades de la humareda continuaron ascendiendo hasta alcanzar el techo de la sala. Los temblores se intensificaron, tanto que resultaba casi imposible mantener el equilibrio. Alec y Vramt volvieron a llamar a Red sin respuesta por parte del chico. Los arqueólogos habían abandonado toda intención de apoderarse de la espada y de ser protegidos por los mercenarios dejándolos ahí tirados y dirigiéndose a la salida. Vramt los insultó de todas las formas posibles. Sin embargo, los arqueólogos no consiguieron escapar cuando el humo acumulado en el techo pareció cobrar vida y usó la fuerza para abrirse paso hacia el exterior, provocando que los temblores llegaran al punto crítico y la sala empezara a venirse abajo. La entrada fue lo primero en colapsar, cayendo pesadas rocas que bloqueaban el paso. Los arqueólogos ni siquiera llegaron a la entrada cuando un alud de rocas les cayó encima.

Alec y Vramt no iban a permitir que terminaran igual que ellos y se movieron por la sala lo mejor que pudieron con los temblores y esquivaron una gran lluvia de rocas. No obstante, llegó un punto en el que la lluvia los acorraló a un lado de la pared. No iban a poder escalar y continuar sobreviviendo; la última roca se había roto de una forma que hacía imposible saltarla o agarrarse y subir. Tampoco era posible empujarla, pues era demasiado pesada y se necesitaría una fuerza abismal. No había nada que hacer. Estaban perdidos.

Al ver que tenían pocas oportunidades salir con vida, Alec y Vramt se dieron la mano como muestra de honor de haber trabajado juntos y dedicaron sus últimos instantes a pensar en lo que no podrían hacer nunca más. Vramt se disgustó de no poder vengarse ni de Alec ni Red en un duelo cuando regresaran al gremio y aceptó que el chico no tenía la culpa de nada de lo ocurrido, sino que era de los arqueólogos y su ansia de rebuscar en el pasado. Alec pensó algo similar, pero últimos recuerdos los enfocó en haber fallado al gremio, de no haber sido de mayor utilidad. Finalmente, un aluvión de rocas cayó en el hueco en el que estaban.

La sala siguió derrumbándose sobre sí misma durante varios segundos más hasta que, al final, el humo morado se marchó por el techo destruido y los temblores terminaron. Lo peor había pasado.

Red despertó casi media hora después del accidente. El joven había logrado esconderse debajo de una roca que cayó muy cerca de él y Ernus. Consiguió resguardar a su compañero bajo la roca, pero a él le dio una pequeña en la cabeza que lo dejó inconsciente. Por suerte, su derrumbe acabó con su compañero y pudo resguardarse a pesar de no saber qué ocurría. Tenía un fuerte dolor de cabeza por el golpe de la piedra, pero fue mermándolo aplicándose masajes en la nuca, donde más fuerte había recibido el golpe. Se examinó el resto del cuerpo por si había sufrido alguna herida más grave. Sus brazos y piernas también le dolían bastante. Las manos mostraban heridas superficiales, pero lo suficientemente profundas como para sangrar levemente. Cuando Red reunió las fuerzas suficientes para moverse, fue a comprobar el estado de Ernus y su primera reacción fue alejarse todo lo posible de su compañero.

Ernus, o lo que quedaba de él, se había convertido en un cuerpo inerte, sin vida. Pero lo más espeluznante era que no parecía haber muerto recientemente, sino que daba la sensación de llevar días fallecido. ¿Eso se lo había causado el humo morado? Red podría haber acabado como él cuando le saltó encima. Tuvo mucha suerte de haber sobrevivido.

Con uno de sus compañeros fallecido, Red hizo el esfuerzo de buscar y avisar a los demás. Se levantó gracias al apoyo sobre la piedra y cojeó hasta el pedestal con la espada dorada inclinada. Las piernas de Red le fallaron por un momento y el joven tuvo el instinto de agarrarse a algo que terminó siendo la empuñadura del dorado objeto. Aun así, la espada seguía firmemente clavada en el pedestal. Desde ahí, Red miró alrededor en busca de sus compañeros.

Había demasiados restos de la sala desperdigadas por toda esta. Red llamó a Vramt y Alec, pero no recibió respuesta. Tanteó con la mirada por si daba con alguna pista de su paradero. Llegó a ver un hilo de sangre bajo un puñado de rocas. Red se puso en lo peor, aunque, tras ver que cerca de ahí había los restos de las lámparas y libretas de los arqueólogos. Esa sangre veía de ellos. Era trágico, sí, pero Red no los conocía mucho así que los ignoró y continuó la búsqueda de sus compañeros. Finalmente, halló la lanza y el hacha de Alec y Vramt, completamente destrozadas junto a otro montón de rocas. Ahí Red pensó lo mismo de antes y, gritando los nombres de sus amigos, corrió como pudo hacia ellos. Usó la espada dorada como un impulso sin darse cuenta de que ese último tirón bastó para sacar definitivamente el arma de su pedestal.

Red se arrodilló frente a las rocas e hizo un esfuerzo titánico por apartar las rocas mientras chillaba una y otra vez los nombres de Vramt y Alec. Nada. Nadie contestaba. Solo había silencio. La moral de Red se vino completamente abajo. Estaba solo y atrapado en una sala menos iluminada por la caída de algunos cálices. Red se apoyó de espaldas a la improvisada tumba de sus compañeros y se encogió, víctima del miedo y la desesperación, pensando en qué haría exactamente si lograba salir de la sala con vida. La mayoría de sus pensamientos eran negativos: que no podría porque el humo morado le estaba afectando más lentamente que a Ernus, que los temblores habían sido más fuertes de lo normal y había un muy largo camino para rescatarle si los derrumbes no habían causado estragos entre los mineros. Pero una parte de él renunciaba a esperar a que le salvaran o a que la muerte le alcanzara.

—No. No pienso acabar así. Mis compañeros no me lo permitirían —se dijo para animarse—. Alec me hubiera calmado, Ernus hubiera empezado un plan de escape y Vramt… muy seguramente me hubiera abofeteado con tal de que reaccionara.

Red se imaginó la escena y, de alguna forma, le sacó una sonrisa. No iba a dejar que el barbudo afirmara que no era para tanto como le dijo tras las pruebas y que la profesión de mercenario le sería demasiado traumática. En cierto modo, tenía razón. Su muerte y la de los demás le había afectado enormemente, pero aun así no iba a consentir que Vramt no exagerara con sus palabras. «Hasta en esta situación te voy a desafiar, hachero», pensó. Con todo, Red se levantó y buscó una salida, una vía de escape en la sala para estos casos que probablemente se hubiera descubierto con el derrumbe.

Buscó durante varios minutos, sin éxito. Su cuerpo estaba débil y la nueva construcción de la sala delimitaba drásticamente sus pasos. Red no perdía la esperanza, pero cada segundo que transcurría significaba que debería ingeniárselas como nunca para salir de ahí.

—Esto va a ser complicado. Muy complicado. Debe haber algo que pueda hacer. Cualquier cosa.

De repente, captó con el rabillo del ojo un brillo. ¿Un reflejo de las llamas blancas de los cálices? No. Fue muy rápido. Apareció y desapareció en un abrir y cerrar de ojos y no volvió a centellear. Red creyó que se lo había imaginado, pero unos segundos después del brillo el suelo empezó a temblar.

—No, no, no. Otra vez, no.

Red estaba esta vez delante del pedestal, frente a la tumba de los arqueólogos. No le daría tiempo a refugiarse donde había sobrevivido a los primeros temblores. Afortunadamente, los temblores eran mucho menos intensos que los primeros, como si solo vibraran. Aquello alivió a Red, pero dicha calma se desvaneció cuando vio pequeñas piedras levitar sin que nadie los cogiera.

Entonces, el brillo que le había llamado la atención surgió violentamente de manera similar al humo morado en forma de finos haces de luz blanca y dorada. Las luces procedían del pedestal de la espada. Red contempló las luces y observó como poco a poco los haces se transformaban en una extraña silueta. Al principio no tenía idea de lo que veía hasta que la silueta se formó más. En ese momento distinguió una cabeza, más específicamente una especie de casco con algo parecido a una melena y unas orejas puntiagudas blancas, una raya dorada en la frente y un hueco donde supuestamente debería estar la cara. El cuello era largo, con cuatro pinchos sobresaliéndole de los lados, un bulto en la parte frontal y el mismo patrón oscuro con rayas negras que en el hueco de la cara y la parte inferior de la melena del casco en la zona del pecho. Las patas se asemejaban a las de cualquier équido, pero con la increíble diferencia de que los pies no finalizaban en nada más que puntas con un refuerzo dorado a modo de dedo. Del final del cuerpo de la criatura brotó una cola casi idéntica a la melena del casco, salvo que era más gruesa y corta. Finalmente, del cuerpo emergió una aureola de lo más rara, partida en dos, con cuatro gemas verdes en unos extremos marcados por dos rayas que simulaban atravesar el cuerpo de la criatura y todos los bordes acabados en punta. Red se percató de que la aureola no era un circulo perfecto, sino que tenía ligeros bultos como si hubiera costado seguir la línea principal. Curiosamente, la parte de las gemas le resultó muy familiar.

Después de la creación, la figura se quedó unos segundos suspendida en el aire, algo translúcida, pero sin llegar a una gran capacidad de ver a través de esta, con cuatro hilos de luz conectados a sus patas que convergían en un mismo punto en el pedestal. Luego, la figura se movió. Fue un movimiento débil, pero poco a poco se hacía notar más y más. Acabó bajando la cabeza y, en esa posición, del casco aparecieron unos ojos con un iris de un rojo intenso y un contorno verde. Al ver eso, Red se paralizó y tropezó cuando la criatura lanzó un rugido que aumentó la intensidad de los temblores. Cuando calló, los temblores cedieron por completo.

Red se sacudió la cabeza y miró a la criatura salida de la nada. Parecía confusa: se miraba el cuerpo como si no se reconociera y a su alrededor como si desconociera dónde se encontraba. Echó un vistazo a sus espaldas y, por alguna razón, aquello la enfureció. No rugió, sino que bramó con una portentosa y resonante voz.

¿Quién ha sido el que me ha despertado? ¿Quién ha destrozado mi santuario?

Red no entendía nada. Cada vez la situación era más y más ilógica. Una criatura de aspecto fantasmal, para nada similar a un animal corriente, emergida de ninguna parte, y que hablaba perfectamente la lengua humana. ¿Podía ser todo más extraño? Lo dudaba. Red permaneció en el hueco en el que había caído, escondido de la colérica visión de la bestia que buscaba un culpable de sus preguntas. Pensó en cómo podía librarse de la ira del monstruo si le descubría. No tenía idea ni había nada que le ayudase ínfimamente a poder actuar en estos casos. Se encogió un poco más para ocultarse mejor, pero el intento terminó siendo su perdición al haber deslizado una piedra que alertó a la bestia.

El animal cuadrúpedo miró fijamente hacia Red y lo vio acurrucado a un lado del montículo de piedras. Enfadado, pero sin demostrar su ira, dejó de levitar y sus patas puntiagudas tocaron suavemente el suelo. Pretendió dirigirse al chico, pero las cadenas atadas a sus patas le impidieron dar más de dos pasos. La bestia tiró con ímpetu de las restricciones, aunque ninguna hizo el menor indicio de aflojarse. Convencido de que no podría avanzar, se dirigió al joven desde su posición.

¡Tú! ¡Sé que estás ahí escondido! —vociferó—. ¡Revélate ante el dios de los Pokémon!

Red abrió los ojos. ¿Había escuchado bien? ¿Esa bestia se consideraba el dios de los Pokémon? Si era así, Red podía buscar información en la enciclopedia que guardaba en el bolsillo. Ignoró la orden y sacó la libreta del su bolsillo. Estaba algo destrozada por todo el caos sufrido en poco tiempo, pero aún se podía leer sin problemas. Red hojeó la libreta por si daba con algún dibujo e historia que hiciera referencia a ese supuesto Pokémon.

El autoproclamado dios de los Pokémon miró a Red irritado. Luego, su ira fue acrecentándose hasta que no lo pudo aguantar más.

¿¡Cómo osas ignorarme, humano?!

Su voz retumbó en toda la sala y casi estuvo a punto de causar más desprendimientos. Red no soportó el vozarrón y tuvo que dejar de buscar en la enciclopedia para taparse las orejas. Retrocedió por miedo a que el Pokémon le atacara, pero se dio cuenta de que las cadenas estaban tensas. La bestia no se le podía acercar. Con eso, Red ganó seguridad y respondió.

—Es imposible ignorar a algo como tú —le dijo.

¿Te atreves a dirigirte a mí en ese tono? —el Pokémon no podía estar más molesto—. Un insignificante humano como tú…

Red se lo pensó detenidamente. ¿Valía la pena tratar a la bestia de ese modo por estar encadenada? No, sentenció. Lo mejor era aprovechar esta oportunidad. ¿Cuántas veces podía hablar con una extraña criatura que se hacía llamar dios de una raza inexistente? Esta debía ser la única. Red asintió, considerando la culpa.

—Te pido perdón —se disculpó—. No sé cómo debería hablar contigo. Jamás en mi vida he tenido delante a un… Pokémon.

La bestia rebufó. Seguía enfadada, pero la petición de misericordia lo tranquilizó ligeramente.

Responde a mis preguntas —ordenó aún furiosa—. ¿Has sido tú quien ha provocado este desastre y quien me ha despertado?

—No y no —contestó Red.

¿Quién ha sido, entonces?

—La causa de este desastre ha sido un extraño humo morado que invadió la sala e hizo que el techo se nos viniera encima, y quien te ha despertado… puede que fuera Ernus. Él estaba en el pedestal cuando ocurrió todo.

La bestia miró fulminantemente a Red. Su ira parecía haberse agrandado con esa respuesta.

Los humanos sois estúpidos. Vuestra curiosidad y deseos por el conocimiento y el poder no hacen más que llevaros a vuestra perdición. En vez de preservar vuestra existencia, elegís destruiros. Me arrepiento de haberos salvado.

—¡Eh! Estoy siendo educado contigo. —protestó Red. Si la bestia no aceptaba su respeto, entonces no necesitaba serlo—. ¿Quién eres tú para valorar a la humanidad tan fríamente?

La bestia recuperó la ira perdida.

Soy el Primer Pokémon, su dios y el Creador del Mundo Pokémon. Yo soy Arceus. Y tú, insolente humano, no tienes idea de lo que tu semejante acaba de desatar.

Red tuvo que taparse las orejas ante la intensa voz empleada para presentarse de la bestia. Poco a poco Red empezaba a creer en lo que decía.

—¿Qué es lo que ha desatado, si se puede saber? —inquirió Red si bajar su tono desafiante.

Observa el cuerpo del humano que hay tras este pedestal. Ese es una ínfima parte de lo que ese humo morado que mencionas puede hacer. ¡Habéis provocado el fin del mundo!

Red calló de golpe. Arceus parecía saber lo que hacía el humo morado mejor que él, como si ya lo conociera, como si se hubiera enfrentado a este. No necesitaba recordar el aspecto de Ernus y tampoco quería. Red ya no prefería seguir peleando contra el dios Pokémon.

—¿Hay algo que se pueda hacer? —preguntó con miedo.

Arceus miró fijamente a Red, como si la respuesta fuera más que obvia.

Debo encontrar ese humo y destruirlo antes de que se propague por el mundo. Y —Arceus contuvo las palabras, casi detestando tener que soltarlas— tú vas a ayudarme.

—Espera, ¿qué? ¡Yo no quiero ir tras un humo que puede matarme fácilmente! —gritó Red intentando zafarse de la responsabilidad—. Además de que suena bastante ilógico perseguir al humo. Ni que estuviera vivo.

Una vez más, Arceus lo fulminó con sus ojos rojos. Red no sabía nada de lo que era realmente aquel humo.

No tienes elección, humano. Recae sobre ti la responsabilidad de ayudarme. Si no fuera por ti o por cualquier otro humano que estuviera contigo, el mundo no estaría en esta situación. Y te prohíbo negarte.

Red quería negarse. Con toda su alma. Quería escapar. Quería alejarse de toda esta situación que tanto le superaba. Primero sus compañeros morían y ahora un Pokémon, una criatura que solo existía en los cuentos y leyendas, le exigía implicarse en la destrucción de un objeto aparentemente inanimado que era capaz de acabar con el mundo, según decía. El día no podía ser peor. Realmente no podía. Pero tampoco podía huir. Estaba atrapado con Arceus y no hacía falta suponer que el Pokémon insistiría enormemente en que le ayudara. Estaba entre la espada y la pared. No tenía elección.

—V-Vale —tartamudeó—. ¿Qué quieres q-que haga?

Coge mi cuerpo.

—¿Cómo dices?

Detrás del pedestal. Sigue las cadenas y cógelo.

¿Algo más extraño faltaba por aparecer en este día? Red se estaba cansado de tanta incoherencia. Ojalá pudiera viajar en el tiempo para cambiar todo esto. Perder dinero y deshonrar al gremio valía más que esto. Mucho más.

Red caminó hacia Arceus y lo sorteó. El Pokémon no le perdió de vista ni un segundo. Tras el pedestal, Red volvió a ver el cuerpo demacrado de Ernus y apartó la mirada para no sentir arcadas.

Bajo tus pies.

Red se detuvo en seco. Estaba a menos de un metro de la primera base del pedestal. ¿Dónde estaba el cuerpo de Arceus? Pensándolo mejor, ¿Cómo podía coger su cuerpo? Arceus debía medir más de tres metros y pesar bastante. Ya le costaba mantener levantada su espada por culpa del campo magnético de la montaña. Igualmente, Red bajó la cabeza y miró el supuesto cuerpo de Arceus. Las cadenas convergían en un mismo punto: la espada dorada con la gema verde.

—¿Este es tu cuerpo? —preguntó Red. No se creía que una espada pudiera ser un Pokémon.

Lo es ahora.

Red intentó no razonar; ya le dolía la cabeza lo suficiente con tanta locura. Cogió la espada por la empuñadura y la alzó como si apuntara a alguien con ella. Las pocas luces que aún permanecían encendidas reflejaron la superficie dorada de la hoja. No brillaba mucho, pero a los ojos de alguien que la veía por primera vez, le parecería que valía una fortuna equivalente a las arcas del reino más próspero.

En ese instante, las cadenas que ataban a Arceus se aflojaron y le dieron al Pokémon una mayor libertad de movimiento. Arceus se sorprendió por ello pues hasta consiguió hacerlas desaparecer. Debía adaptarse a su nueva identidad, conocer sus secretos si pretendía destruir al humo morado en su estado actual. Tal vez debería recapacitar si perseguirlo en estas condiciones le garantizaría la victoria. Tal vez debería hacer otras cosas antes.

Red se desató la vaina de su antigua espada y probó de guardar la dorada en esta. La hoja ondulada dificultaba un poco su enfundado, aunque gracias al aspecto general de la de su antigua espada, acabó entrando. Red también notó que no se acostumbraba a la empuñadura. Tendría que hacer algo al respecto.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó a Arceus.

La prioridad es salir de aquí. Después decidiré nuestro próximo movimiento.

—No podemos salir —informó Red—. El derrumbe causó que la entrada se bloqueara y es la única forma de abandonar esta sala. ¿Conoces otra salida?

No. Pero tampoco será una molestia. —Red ladeó la cabeza—. Percibo las vibraciones de objetos chocando con la piedra. Si no has venido solo, deben ser otros humanos que intentan abrir de nuevo la entrada.

Red se alivió de oír eso. Los mineros venían a recatarlo. Una buena noticia, aunque…

—¿No crees que deberías ocultarte, Arceus? Tendrás un aspecto fantasmal, pero no parece que puedas atravesar paredes o hacerte invisible.

Arceus inclinó la cabeza, asintiendo. Pero no estaba corroborando las palabras de Red, sino que se estaba debilitando. Arceus había descubierto el primer secreto de su cuerpo: no podía mostrarse en su verdadera forma por mucho tiempo. Debía volver a ser la espada.

Y eso hizo.

Sin decir nada, más por necesidad que por ignorar al humano, Arceus se fue desvaneciendo y convirtiéndose en aquellas luces que lo mostraron al principio. Red observó cómo daba la sensación de que Arceus era absorbido por la espada y quedaba atrapado en ella. Después de eso, Red se había quedado a solas de nuevo.

Esto está mejor.

Red se asustó ante la inesperada voz que acababa de resonar en su cabeza. Si no fuera porque la reconocía, Ahora mismo sería víctima del miedo.

—¿Arceus? Sal de mi cabeza.

El dios Pokémon no respondió al instante.

Interesante. Veo que puedo usar mi telepatía incluso estando en la espada.

—¿Telepatía?

¿Cómo crees que me he estado comunicando contigo? Conozco el idioma de los humanos, pero no soy capaz de vocalizarlo. La telepatía es mi medio para hablar con aquellos que no son Pokémon.

—Entiendo. Supongo que tendré que acostumbrarme a escuchar tu voz en mi cabeza.

Exactamente.

—Confío en que no me gritarás estando así.

No debo prometer nada. Adáptate.

Red no podía hacer nada con eso. Tendría que lidiar con escuchar la voz de Arceus en su cabeza siempre que se quisiera comunicar con él. Se preguntaba si él también podría hablarle con telepatía como un medio de dos canales. ¿O tal vez solo él tenía esa capacidad? Fuera cual fuera la respuesta, tenía tiempo de averiguarlo hasta que los mineros logaran abrirle un camino para salir de la sala.

—Por cierto, Arceus, tú te has presentado, pero yo no he tenido la oportunidad. Probablemente no te importe, pero para que lo sepas, me llamo Red.

Arceus no dijo nada. Hubo un silencio que Red rompió con un suspiro. Se preguntó si alguna vez el considerado dios de los Pokémon se dirigiría a él por su nombre o se limitaría a usar únicamente la palabra «humano» en todo momento. «Tengo que saber más sobre Arceus y su historia para que no haya una relación tan distante. Suerte que conozco a la persona perfecta que sabe mucho sobre los Pokémon. Veré si puedo desviar a Arceus para visitarle».

Red subió al pedestal y buscó su antigua espada. No le costó dar con ella porque se hizo a la idea de la dirección en la que lo había tirado. Lógicamente, la espada no sobrevivió al derrumbe y la hoja estaba partida en varios trozos. Por suerte, la empuñadura se conservó bastante bien y era lo único que interesaba a Red. El joven cogió el mango, se sentó en la base del pedestal y se distrajo con este mientras los mineros perforaban la pared con tal de sacarlo de ahí.