Frío
Capítulo 1: Sueño

Sabe lo que se hace, pero es demasiado pronto, y tiene sueño. El mundo es una esfera borrosa alrededor de su cabeza. Pocas cosas parecen tener un sentido aparente, pero menos aún se cuestiona. Tiene sueño, y está seguro de que aún debería estar en la cama. Los párpados, pesados, cada vez tardan más en abrirse de nuevo, y los ojos empiezan a hacerle esa cosa rara de rodar hacia donde no es, demasiado arriba, más allá de donde los puede controlar. Tiene que forzarse a devolverse la visión cada poco rato. Nunca dura demasiado, igualmente. Las ganas de cerrarlos del todo le vencen. ¡Hace tanto que debería estar en la cama...!
Con un golpe suave, amortiguado por el mantel, aparece un café ante la silla que lo sostiene, demasiado cerca como para dejar duda alguna de las intenciones de la taza. Es un líquido humeante, marrón claro, el tono justo entre el café y la leche que él hubiera elegido, si hubiera tenido alguna potestad en el asunto, adornado con un platito, una cucharilla y diminutas enredaderas abultadas recorriendo el borde de la porcelana. A través de una densa neblina mental, alarga un dedo hasta el esmalte, verde y brillante. Una de las líneas forma una ese perfecta, entre un sarmiento y el nervio de una hoja, una ese imposible, mayúscula, serpenteante. Sibilina. Sosa. La tapa con un dedo. Sórdida. Suculenta. Con la uña, mientras los ojos se le cierran de nuevo, la marca una vez, y otra, y luego otra más, del derecho y del revés. Sonora. Sutil. Sincopada. Subterránea.
Otro ruido se materializa a su izquierda, y se encuentra viendo mal otra vez, con los ojos volviendo a rodar antinaturalmente. Hace un esfuerzo por controlarse, hace un esfuerzo por recuperar su control, e intenta mirar hacia la fuente del ruido, repentina pero vagamente consciente de estar delirando por momentos. Le ve los ojos, la curva del pelo, junto a la frente, los mechones que caen, lisos, detrás de la oreja, dibujando el contorno del cuello. Le ve la nariz y los labios, hinchados, con el cuello del pijama de fondo, blanco, circular, con un reborde cosido en rosa pastel. Sin casi darse ni cuenta, vuelve a la taza de café, a la ese que repasa, y se convence de la necesidad de despertarse de una vez, por mucho que cueste. Descubre la filigrana que tapaba con el dedo, tamborilea con el mismo, justo al lado del plato, bosteza desganadamente y obliga a sus ojos a abrirse del todo. Cuando lo consigue, con la vista perdida a través de la mesa, se concentra en mantenerlos así unos instantes, hasta que lo aprendan, para que les dure, y piensa, sin relación alguna, en la lechuza de su habitación. La visualiza, blanca, orgullosa, malcarada, gruñona, celosa del tiempo que pasa sin él, y vuelve a bostezar, ahora más por la labor, cansado de sólo pensar en las exigencias del ave. Gruñe imperceptiblemente, vuelve a tocar la taza y, esta vez, alza la cabeza, se endereza y se cuadra en la silla, intentando que, al menos, la incomodidad prime sobre el sueño. Cruza los dedos con las manos alrededor de la bebida, y deja que su temperatura le reconforte. Cuando levanta la vista, se da cuenta del otro plato, un poco más allá, con un cruasán, y, en el borde de su visión, la mano de ella, entreabierta, reposando, casualmente olvidada. Concentrándose en la visión periférica, mientras toma la cucharilla y la introduce en la taza, le proyecta toda su atención, le dedica instantes perpetuos, absorbiendo los detalles, la curva de las uñas, las arrugas de las articulaciones, la postura ligeramente abandonada. Le maravilla la perfección de los rasgos, imagina cuán difícil sería conseguir una reproducción que igualara el realismo de esa mano, mueve la cuchara sin ser consciente de hacerlo y parpadea ausentemente, mientras le asalta el concepto del tacto de las yemas de esos dedos. Por un momento, imagina que le rozan, que se interesan por él, que las nota contra su cuello, contra su mejilla. Visualiza la sensación de ella estar tocándolo, subiendo por los dedos, como corriente eléctrica, recorriéndole el brazo, cruzando su espalda y llevándolo hasta el cerebro. Se imagina que puede ver el tránsito, las chispitas de contacto viajando por ella, se imagina que ella lo acaricia y que, al hacerlo, él llega muy dentro de su cuerpo, lo nota, le importa. Se da cuenta de que está allí. Se convierte en alguien importante que ocupa sus sentidos, su mente, su interés.
Parpadea otra vez, y sacude la cabeza para acabar de despertarse. Inspira lentamente, alza el café y le da un sorbo corto, demasiado caliente, demasiado amargo. Lo nota bajar por su garganta, lo nota recorrerlo por dentro, el rastro de la calidez nítido hasta su estómago, y la sensación, tan física, consigue sacarlo de su contemplación aletargada. Durante un instante, se siente real, se siente existente, y el sueño se lo sacude de encima, cansado de él. Su percepción cambia sin previo aviso, se integra para comprender todo lo que le rodea, y la inconexión con tiempo y espacio que lo rodeaban desaparece rápidamente, esfumada ante el conocimiento obvio de su localización. La cocina, la primera mañana, más tarde que de costumbre, demasiado pronto para su reloj interno. Siente un dolor de cabeza amenazante, escondiéndose tras sus ojos para atacar más tarde, y alza la vista hasta su única compañera que, sentada a su lado, le devuelve la mirada. No sonríe. Ni siquiera mueve un músculo, a pesar de que sus miradas se encuentran. No parece triste, ni enfadada, ni tan siquiera apática. Descansa un momento los ojos en los suyos, se acuerda de todo lo añorado y, casi enseguida, baja la vista a la taza, nuevamente. Sí, la localización ha vuelto, y con ella el contexto. Calla un suspiro, sonríe levemente para sí mismo y vuelve a beber.
- No te preocupes por mí – susurra, en cuanto se separa la taza de los labios, sin mirarla. - Estoy bien.
Ella no responde. Bebe por tercera vez, y piensa en tanto como ha ensayado esas frases, en un entorno completamente diferente, en un momento más crítico. No te preocupes por mí. Estaré bien. No te preocupes por mí. Recuerda un instante cómo practicaba esas frases. Cómo las repetía para sí, en silencio, cómo recorría los razonamientos hasta memorizarlos. Cómo imaginaba la situación. Cómo se preparaba.
- Ginny – la llama, pues ella no ha hecho aún ningún ruido. Ahora sí la mira, y espera hasta que sus ojos se encuentran de nuevo para proseguir. Ella ha arqueado las cejas, y lo observa interrogante. – Ve a hacer... lo que tengas que hacer – duda. – Estoy bien.
Ella sacude suavemente la cabeza, se remueve en la silla, baja la vista y luego lo vuelve a mirar. No le cuesta mucho darse cuenta de que volverá a no pronunciar palabra, porque aún no tiene qué decir.
- ¿No tienes nada que hacer? – intenta, tomando un trozo de pasta y llevándoselo a la boca.
Ella inclina la cabeza y le dirige una mirada incómoda.
- No – responde, suavemente. – Hoy...
Frunce el ceño, y la mira, expectante. ¿Hoy? Ella responde a su gesto con extrañeza antes de que se trueque en una sonrisa resignada.
- Es domingo – susurra, con un brillo cómplice en los ojos, exageradamente abiertos, y una mano junto a la boca, para completar el aspecto de confidencia.
Él asiente suavemente y baja la vista, nervioso. Sus mejillas se tiñen tenuemente, y teme por la impresión que ella pueda tener de su cordura. Domingo. No la engañará: no lo sabía. Ni se lo cuestionaba. El concepto de días libres se le antoja, cuanto menos, curioso.
- Domingo – repite, y sonríe tristemente. – Sí, ¿verdad?
Ella lo confirma con un gesto y se inclina adelante para apoyar la barbilla en un puño.
- Domingo – murmura también, como última ratificación, y luego calla, limitada a observarle.
Enseguida, al notar sus ojos sobre su cara, a él le empieza a picar todo, duda de su aspecto, se arrepiente de su pelo. Tremendamente consciente de su cuerpo, intenta no mover un músculo que delate su inseguridad, y acaba por tensarse. Acude a la taza como muleta, la coge, vuelve a usar la cucharilla, finge concentrarse en su contenido y, por fin, la apura de un trago.
- ¿Dónde están todos? – pregunta, por fin, decidiéndose a romper el silencio. - ¿No están?
Ella sacude la cabeza tranquilamente. Concisa y ordenadamente, le explica qué está haciendo cada miembro de la familia, todos fuera de casa, visitando otros miembros, paseando, encargándose de unos últimos detalles secretos. La escucha a medias, a través de una nube, evitando mirarla, intentando escuchar las palabras y no regodearse en la voz y los manierismos. Procura encogerse, desechar pensamientos improcedentes, almacenar lo que le dice. Una inexplicable debilidad se materializa en sus rodillas, de la nada, tan pronto como pierde el control, y el recuerdo de una añoranza lo asalta, a traición, en cuanto los detalles se le vuelven demasiado nítidos. Se nota completo en su sola compañía, se alza de su pecho el peso de la ausencia, el alivio es tan sólido que lo nota como una pared tras él, y, sólo por cómo se siente, extrapola, sin necesitar recurrir a recuerdo alguno, lo mal que lo ha pasado, todos aquellos días, sin ella. Lo mucho que la necesita cuando no está. El vacío que representa marcharse.
- Supongo que vendrá a comer – la oye suspirar, y le dirige una mirada sedienta que no logra reprimir. Ni siquiera es del todo consciente de quién habla (¿Percy? ¿Bill?), pero aparenta neutralidad, y ni le sorprende que pueda no importarle. Sólo necesita mirarla. Saber que sigue allí. Poder alargar la mano hacia la suya, llegar adentro, muy adentro...
Ella hace una pausa, acabada con sus hermanos, y sus ojos revolotean por la sala, en un silencio patentemente cómodo pero, aun así, buscando claramente algo nuevo por decir. Él lo nota, arruga las cejas, intenta ayudarla, encontrar algo por preguntarle, pero sin prisas, sin importarle demasiado, sin ganas. Sigue sediento, y le gusta el silencio. Compartir esas miradas. Notar sus gestos. No quiere moverse, ni hacer, ni planear, ni decir. Sólo quiere verla, oírla, que su calidez le haga sentirse tan vivo como el café que bajaba por su esófago. Estar siempre así. Siempre así.
Mirándola, los ojos se le cierran de nuevo. Los párpados empiezan a pesarle, los nota ajenos, insensibles, y apoya, como ella, un codo en la mesa y la mejilla en la mano que lo sigue. De ahí en adelante, todo empieza a girar de nuevo, en torno suyo, borroso, insustancial. El brillo de sus ojos se vuelve excepcionalmente claro, más real, y él asiente para sí, convencido de encontrarlo perfectamente normal; no podría ser de otra manera. La imagina en la penumbra, con los ojos brillantes, con luz propia, iluminándolo y despertándole cosquillas por toda la espina dorsal, misteriosa, oculta, hermética. La hace trascendental, la pone en un trono egipcio, toda sombras, todo a oscuras y sólo ese brillo, señor y dador de vida, juez de todos sus actos, ella, inefable, un mancha negra delimitada tan sólo por el tono intermedio del hueco de su nariz y por el brillo, es brillo hipnótico. Alza la mano, arrastrando la manga, larga, de su túnica, oye cómo la tela se desliza contra su piel, nota cómo lo señala, con una mano estilizada, de largos dedos, una mano que no ve pero que siente, tentándole, llamándole...
Se despierta con un salto. Está desconcertado y mira a su alrededor asustado, temiendo haber vuelto al infierno, seguro de haber caído rendido en el peor momento. Posa sus ojos, desorbitados, en la sala que lo rodea, intentando captar los detalles, entender el conjunto, procesar su estado. La calma llega, curiosamente, mucho antes de conseguir abarcarlo: el contacto de la que hacía, perdido en el sueño, una diosa antigua, es lo que lo ha despertado, demasiado real para poder integrarlo con lo demás, demasiado agradable para ser sólo fruto de su mente. Se ha levantado y está junto a él, de pie, le acaricia el cuello, debajo de la oreja, peinándole suavemente hacia atrás el pelo del cogote. Sin poderlo evitar, sonríe, como un gato completamente satisfecho, la deja que lo estire hacia ella, apoya la cabeza en su tórax. Ni siquiera había notado que se dormía. Ni siquiera era consciente de haber cerrado los ojos, mientras la miraba. No lo ha oído levantarse. No la ha notado, y se está tan bien. Descansa en ella, se refugia en su calidez, en su suavidad, la nota y se concentra en su contacto, y se siente en la gloria, protegido, cuidado, querido. Es un bálsamo para su dolorida alma. Es tan dulce y tan bonita, y es tal descanso saber que está bien, que sonríe, que está sana y salva...
- Harry – la oye llamarlo, suavemente, con la palma de la mano contra su mejilla.
Por puro reflejo, se separa de ella y se gira para mirarla. No es hasta que no intenta abrir de nuevo los ojos que no se da cuenta de que volvían a estar cerrados y que se volvía a sumergir en la inconsciencia. Está demasiado bien. Su sola presencia lo libera de todas sus preocupaciones, y el sueño acumulado lo vence. Haciendo un esfuerzo, le sonríe, notando las mejillas hinchadas y la cara desacostumbrada al movimiento y alza las cejas en un intento de mantenerse despierto.
- ¿Sí...? – musita, con una voz ronca que no acaba de reconocer como propia.
- Va, campeón – susurra ella en respuesta, acariciándolo muy levemente. – Vuelve a la cama. Estás que te caes.
Frunce el ceño en una mueca de disgusto, intenta señalar el desayuno, la varita, el montón de faena que tienen por delante, todo a la vez. Somnoliento, lo único que consigue es una mueca que imagina casi infantil, un aspaviento incomprensible y el súbito recuerdo de que es domingo, de que acaba de volver, de que aún no tienen trabajo a medias, porque aún no se ha puesto a ayudarla. Nada que hacer. Confuso, parpadea un par de veces, mira a su alrededor y busca una buena excusa, porque tiene la impresión de que, aunque no recuerde por qué, no quiere volver a la cama. La cama es aburrida. No deja de dar vueltas. Nunca se duerme. Además, ha vuelto. Acaba de llegar. Bueno, anoche. Pero la acaba de ver. Acaba de ver a alguien que merece la pena en más de dos semanas. Alguien con quien hablar. Sí, le apetece. Lo necesita. Quiere hablar con ella, explicarle lo que ha estado haciendo, pedirle que le cuente lo que ha hecho ella. Fregar con ella los platos. Recoger juntos la cocina. Pasarse la mañana en el sofá. ¿La cama...? ¡No le apetece...! ¡No es lo que toca, ahora! Gin se ha vuelto a olvidar el guión, y él se molesta un poco al ver que les vuelve a pasar. A la cama no. Lo que tiene que hacer es abrazarlo, y asegurarle que todo va a ir bien, que todo será perfecto, que nadie corre ningún peligro. Además, tiene la curiosa impresión de que Gin puede arreglarlo todo, de que guarda dentro de ella la magia del mundo, el sentido de la vida, todos los secretos que él pudiera querer saber, jamás. Que es ahí donde tiene que estar, que es ahí, justo ahí, donde pertenece...
La oye reírse suavemente, y alza las cejas con una sorpresa encantada. ¿Qué pasa? ¿La ha hecho reír? Eso es genial, ¿no? Porque quiere decir que... Claro que él no estaba haciendo nada...
Haciendo un último esfuerzo supremo, la mira a los ojos otra vez y mueve la cabeza, intentando sacudirse el sueño de encima. Se estaba volviendo a dormir. Estaba volviendo a caer. Ni el café con leche ha podido despertarlo. Ni la calidez, ni las ganas de hablar con ella, ni el muchísimo tiempo pasado lejos. Nada. Está agotado. Ha dormido toda la noche, pero sigue agotado. No puede evitarlo. No ha dormido lo suficiente. Necesitaba más. Es más tarde que de costumbre pero, aun así, sigue siendo demasiado temprano.
Ginny vuelve a reír, suavemente, mirándolo, y lo estira hacia arriba para que se levante. Esta vez entiende que se ríe de su manera de quedarse dormido sentado, del gesto que debe adornar su cara cada vez que se le cierran los ojos, y no puede evitar reír también, con tintes de resignación, y ceder completamente, para darle toda la razón: está que se cae. A tientas, con una sonrisa de disculpa, se levanta, pasa un brazo alrededor de los hombros de Ginny, la besa suavemente en el pómulo y asiente lentamente.
- Te quiero - susurra, flojísimo, sintiendo que el sueño se mezcla con una ternura suave y cómoda. Tras una breve pausa, se da cuenta de la necesidad de la capitulación, suspira y le estrecha el brazo con una mano. – Tienes razón – concede. – No he... descansado mucho. Vuelvo a la cama, ¿vale...?
Ella asiente y le ayuda a esquivar la silla para salir de la cocina, lo guía hasta la puerta, se ofrece para acompañarlo.
- Te llamo para la hora de comer, ¿eh?
Harry asiente, la suelta y la vuelve a besar en el pómulo, justo encima del beso anterior. Beso que le acompaña durante el tramo de escaleras, beso que le ayuda a recorrer el pasillo y beso que revive tan pronto como su cabeza toca la almohada, convencido de que Ginny está allí, con él, esta vez, sencillamente, ella, sonriéndole, hablándole, acurrucándose contra él.