Nota de la autora: Las frases iniciales de los capítulos son partes de canciones que encontré en una lista de reproducción y que usé para inspirarme. Las he traducido porque sé que existe gente perezosa como yo que a veces no enciende su cerebro en modo español/inglés y se salta las frases anglosajonas de todo lo que lee para luego volver y rumiarlas como Dios manda.
Dedicatoria: Esto se lo dedico a mi Chiharu. Y también a Igfield, que escribe genial y siempre ilumina mi vida cual lámpara en salón oscuro. Y, ¿por qué no?, también se lo dedico a los que han decidido darle una oportunidad. Espero que les guste.
Disclaimer: Soy del grupo de personas que piensan que si no ponen el disclaimer los van a demandar. No entiendo por qué es necesario hacerlo si la página está llena de escritos de fans para fans, es obvio que el trabajo no es un original. Pero mejor prevenir que curar. Resident Evil no es mío. La portada sí que es edición mía.
Prólogo
"No dejes que el miedo decida tu destino".
Steve se acerca cautelosamente a la cama de Piers, a diferencia de los demás médicos y científicos que le atendieron antes, él no usa bata. Sabe que cuando despierte todo le parecerá diferente, que una vez que abra los ojos va a sentirse muy desorientado y que intentará buscar a alguien que le recuerde que no es un monstruo y que dio su vida por una buena causa.
No conoce al soldado; pero ha decidido que sí, que porque han vivido eventos similares se tienen que conocer. Steve sabe cómo se siente dar la vida por un Redfield, y lo que es considerarse a sí mismo un monstruo sin que nadie se lo diga con los ojos.
— El nombre es Steve Burnside —declara en voz baja cuando nota un movimiento repentino debajo de la sábana.
Piers se sacude en la cama como un perro rabioso, tratando de deshacerse de la mascarilla que le ayuda a respirar y la sensación de estar descomponiéndose en vida. Intenta mover su brazo derecho —el que menos usa— sólo para darse cuenta de que no puede porque ya no lo tiene. Puede jurar que aún siente la electricidad recorriéndole algo que ya no son dedos, sin control y con rapidez, como si fuera a consumirse ahí mismo y morir una vez más.
Porque, claro, estar debajo del agua y electrificar a una B.O.W. nunca es suficiente para morir.
— Tú debes ser Piers Nivans, el Teniente de la B.S.A.A. que murió durante el incidente de China —prosigue Steve, ajeno al sufrimiento del mayor.
La respuesta del soldado muere mucho antes de llegar a sus labios, se queda en su garganta, que siente áspera y seca, como si no hubiera bebido nada de agua en años, como si no se hubiera ahogado en el océano.
— ¿Dónde está el capitán? —Pregunta en cuanto logra retirarse la mascarilla. Su voz le sorprende por lo ronca que está, pero no lo demuestra. No puede tenerla fresca y musical después de todo lo que le ha pasado—. ¿Qué le pasó a Chris?
Olvidarse de sí mismo sólo por mantener la seguridad de su superior es algo que lleva haciendo desde hace años, específicamente desde que se unió a la B.S.A.A. Es una costumbre de la que no podrá deshacerse nunca.
Claire le encargó que lo cuidara, que se asegurara de que estuviera bien y que se convirtiera en su salvavidas allí donde el otro hombre se asfixia. A Piers no le importa seguir las órdenes de la pelirroja (¿qué otra cosa son, sino órdenes?), porque quiere a Chris como se quiere a un hermano mayor, a un padre o a un maestro especialmente cercano.
Sin mencionar que su muerte significaría una promesa rota. Lo único que le queda de Merah: una promesa fácil de romper, y la sensación de estar abrazando algo especialmente frágil, etéreo.
Steve niega con la cabeza, no sabe dónde está ese capitán. Le gustaría decírselo, tal vez así éste le termina diciendo qué sucedió con Claire, qué ha hecho de su vida, cómo está, en quién piensa antes de dormir y a qué se aferra cuando siente miedo… Sin embargo, no lo sabe y tampoco está seguro de que su interlocutor sepa nada de la pelirroja.
— No me suena tu nombre —replica Piers tras una pausa.
— Ya lo hará.
El francotirador frunce el ceño y se aprieta el hombro derecho. No necesita más confirmación; perdió su brazo. La vergüenza no acude a sus mejillas, no le causa bochorno dejar que otro ser humano sea testigo de una acción tan íntima como añorar algo que ya no se tiene, él mismo se lo buscó. Es su culpa.
Deja su palma allí, descansando, y pasa la mirada por la habitación.
Las paredes blancas están vacías y a su lado hay una serie de instrumentos médicos que no hacen más que elevarle la tensión. Sus ojos se detienen en una esquina, como si el sólo hecho de mantener la mirada en ese sitio provoque que en los otros aparezca una serie de estantes con pistolas y cuchillos.
Al otro lado hay algo que puede considerar como suero. ¿Necesita glucosa o un antídoto? No lo sabe con certeza.
Detrás del suero descubre un cristal oscuro que le recuerda a las ventanas dentro de las salas de interrogatorios, pero a diferencia de esas, ésta no lo refleja; lo han estado monitoreando sin acercársele.
Debe de ser peligroso permanecer dentro de la habitación. Junto a él.
— Estoy infectado —concluye.
Steve vuelve a negar con la cabeza, pero esta vez hay una sonrisa traviesa que ilumina su rostro de adolescente. Reconoce que ha estado tan ocupado pensando en sí mismo que no se dio cuenta de lo alterado que estaba Piers, pero ahora pueden comenzar a hablar como corresponde.
Sin temor.
El soldado le devuelve cierta imagen de sí mismo y esto le provoca tener una introspección, reflejarse en él es fácil. Reconocer su propia debilidad al examinar el cuerpo ajeno es tan mecánico y sencillo como respirar.
— No necesitas preocuparte por eso.
Saca una pistola bañada en oro de su bolsillo y la gira sobre sus dedos, porque se ve chulo (o así cree que se ve); siempre quiso decir algo tan misterioso como lo que acaba de decir y no piensa desaprovechar la oportunidad para lucirse.
No se miran, y Piers cree que la cabeza de Steve es como una extraña mezcla entre los cabellos de Leon S. Kennedy y los escasos rasgos suaves del rostro de Jake Muller. Para su fortuna, no es tan engreído como el mercenario.
La cercanía con la que se hablan sugiere una amistad, pero no son amigos. Sólo son dos personas que van en el mismo barco, que tuvieron la misma experiencia; que murieron y luego despertaron en una cama, dentro de una habitación tan blanca que parecía una hoja nueva en la cual escribir.
Morir es diez mil veces más aterrador que revivir, pero Piers está ligeramente preocupado.
No cree que el otro quiera asesinarlo y difícilmente pensaría que éste tiene planeado torturarlo psicológicamente cuando lo está tratando de esa manera tan jovial; en otras palabras, carece de razones para tratarlo como un criminal o para comportarse como un adolescente caprichoso o un niño especialmente atemorizado.
Debe obtener información a como dé lugar. No piensa quedarse de brazos cruzados.
— ¿Tienen mi bufanda?
— ¿Y qué voy a saber yo? Acabo de conocerte.
— Espero que no la hayan tirado.
— Seguramente lo hicieron —le responde Steve, pensando que es mejor ser sincero que darle falsas esperanzas. Piers se aguanta las ganas de fruncir el ceño y se queda callado, pensando que la razón por la que usaba esa bufanda no era una tontería, que cualquiera se encariña con los objetos y que hubo un momento en que se sentía ridículo usándola incluso durante el verano.
— ¿Dónde estamos? —Intenta de nuevo. Siente que está hablando con una pared.
— No lo sé.
— ¿No sabes dónde estás? —Inquiere, escéptico. Es decir, él no lo sabe, pero sólo porque acaba de despertar. China podría estar llena de infectados ahora mismo y su situación seguiría siendo la misma.
— Escucha, no tengo ni la menor idea de dónde estamos, ¿de acuerdo? —Repone con impaciencia y luego le apunta con el arma—. Te daré un consejo, Piers Nivans: Mata a tus héroes antes de que ellos acaben contigo. Sé tu propio héroe.
— Debe ser el comentario más sabio que me han dicho en la vida. Si sólo tomo en cuenta el tiempo desde que me desperté hasta que comenzaste a hablar —replica sarcásticamente. Es soldado, pero eso nunca le impedirá expresar emociones o cuestionar las órdenes de sus superiores. Con Chris aprendió a hacerlo y con él supo cómo debía ser un verdadero héroe. Cada vez que lo miraba, veía al hombre que cambiaría el mundo a pura fuerza de voluntad. Jamás lo mataría. Ni siquiera metafóricamente.
— Me encargaron que te cuidara —informó el menor, como excusándose por su mala broma.
— ¿Ah, sí? ¿Quiénes? Por la forma en que hablas no pareces ser precisamente de TerraSave.
— El hombre que me revivió, que nos revivió —se corrige. Para este punto, todo rastro de cordialidad desaparece de sus ojos y su ceño se arruga—. Le debemos la vida, queramos o no. No veo razón por la que debamos defraudar a los demás, pero tampoco veo motivo por el cual debamos defraudarlo a él. ¡Nos ha dado una segunda oportunidad!
— Que no pedí.
— Olvida los detalles sin importancia. ¿No quieres ver a nadie? ¿Decirle lo que no pudiste cuando los ojos se te cerraban? —Steve se le acerca, mostrando en cada movimiento su indignación—. Yo sí quiero.
Pies suspira.
La pregunta lo molesta, y bastante. Es como preguntarle si quiere usar ropa seca o comer un buen filete antes de una misión. ¡Claro que quiere! ¿Quién no querría hacer uso de un tiempo extra para despedirse de todos sus seres queridos? O, en este caso, para decirles que la muerte que presenciaron no es otra cosa que una broma cruel e innecesaria; adelantada.
— Déjame salir y lo haré.
— No estás atado.
— Me estás vigilando.
— Eres listo, Nivans.
No demasiado, piensa el teniente para sí. Debería estar reflexionando sobre toda su vida, o fingiéndose dormido hasta recuperar las fuerzas, preguntar más sobre el virus-C que ya debió haberse hecho con todo su cuerpo para este momento, pero en su lugar está tratando de saber a quién le dirá "capitán" de ahora en adelante, a quién le jurará lealtad con la mano en el corazón.
Piers cierra los ojos y decide que merece dormir un poco más, que no conoce al tal Steve Burnside, que no quiere conocerlo y que es una grandísima ridiculez llorar por lo que perdió. Lo único que pide es tener el cuello cubierto, rodeado de algo que le recuerde por qué empezó a luchar; así tal vez no sentiría la angustia que se le mete como frío entre la piel y los huesos.
Chris Redfield no puede estar muerto.
