Tumbado sobre la nieve, perdía el sentido de la vida.
Perdía la vida.
Bajo él, todo se teñía del color de los ojos de los arcianos, el árbol ante el que Ben Stark hizo su juramento, el mismo árbol al que su padre rezaba por él y por todos los Stark.
Pero él no era uno. Su nombre era Jon Snow, su apellido era el estigma del bastardo del norte.
Cerró los ojos. Lo último que realmente vio fue a Bowen hundiendo el acero en su carne. Lo último que quiso ver fue el pecho de una mujer que lo llevaba en brazos, arrullándole para dormir. Pudo escuchar el palpitar de su pecho, la melodía de su voz. Tuvo en la boca el sabor de la leche que lo criaba, sus cabelos fueron acariciados de nuevo por sus manos. Vio el fuego en la chimenea de la habitación de su niñez y de repente, todo fue el cabello de Ygritte enredado por el viento. Era rojo, como la nieve que lo envolvía.
Besada por el fuego, besada por él.
Ella debía tener algo para hacerlo romper su juramento, más allá de aparentar ser un simple cambiacapas lo fue por ella. Sus besos, el calor de su cuerpo, el carácter obstinado de una mujer libre.
Jon quería arrepentirse de todo, corregir su vida de todos los errores que tuvo que cometer. Cuando él pensó que actuaba por el bien de los otros, por proteger un pueblo que no era el suyo, sus propios hermanos le demostraban lo equívoco de sus acciones.
Como solía decirle Ygritte: No sabía nada.
Tampoco perteneció a ningún lado.
Solo a ella, a su regazo, a su lado. Era de y para Ygritte.
El frío de la nieve hacía estragos, dejaba de sentir las manos y distintas partes del cuerpo. Quiso reír porque ya ni siquiera sentía las heridas que le quitaban la vida.
Pero no era el frío. Era la muerte.
Lo que importa no es cuándo se muere, sino cómo, Jon Snow.
Y él murió pensando en ella.
