Rose. Se siente que ha pasado una eternidad desde que subí algo a este foro. Estoy que no entro en mi emoción, releyendo todas las historias que me cautivaron desde niña sobre mis amados personajes del Sengoku.
Me inspiré y dije: ¿Por qué no retomar esa historia que tanto quería escribir un par de años atrás? He tenido esta idea por siglos y si no la saco, voy a estallar. Siempre he querido que sea sobre Inuyasha y Kagome - ¡Así que aquí esta! Espero que la disfruten muchísimo.
ADVERTENCIA. Inuyasha y sus personajes no me pertenecen, pero la historia es de mi propiedad. Queda prohibido robo parcial o total de la misma.
Puede contener lenguaje explícito o escenas no aptas para todo publico. Se recomienda discreción (agregue aquí voz de infomercial)
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Collateral Damage ~ Daño Colateral
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Capítulo 1. El último primer día.
Finalmente, despertar era la única opción que tenía.
Kagome había estado hace una media hora postergando el comienzo de su día. Su inevitable primer día como estudiante de último año.
La noche anterior, por pura pereza, había decidido dormir sin molestarse en cerrar las cortinas de su habitación. Ahora aquí estaba: con los rayos del sol golpeándole de lleno la cara, atravesando la delgadez de sus párpados por más que estuviera de espaldas y cubriéndose sin mucho éxito bajo el grosor de las sábanas. Adormilada se dio la vuelta y abrió los ojos. El reloj despertador tirado al otro lado de la habitación fue lo primero que llamó su atención porque ni siquiera recordaba haberlo lanzado en primer lugar.
«Debería estar animada», pensó mientras deslizaba los pies fuera de la cama.
Quería ser ese tipo de personas que despertaban igual de radiantes que el sol, con una enorme sonrisa y abriendo las ventanas de par en par para que la frescura de un nuevo día los ayudase a ponerse en marcha. La realidad es que ella apenas podía mantener los ojos abiertos y necesitaba con urgencia cerrar las cortinas porque no soportaba tanta claridad filtrándose en su habitación.
Arrastró los pies descalzos por la fría madera, alcanzando el baño al final del corredor. Cepillándose los dientes se dio cuenta de que su segunda mala decisión de la noche anterior había sido lavarse el pelo y no secárselo por la misma pereza; ahora era un desastre apuntando en todas las direcciones. Con un cansino suspiro trató de aplacar aquella maraña, pero al final decidió que solo metiéndose bajo la ducha conseguiría que se viera medio decente.
«Debería estar animada», se repitió, dejando el agua helada golpear su piel hasta que el viejo calentador del templo hizo su trabajo en templarla. Se tomó el tiempo enjabonandose el cuerpo y masajeando con champú sus largos cabellos negros, como si la noche anterior no lo hubiese hecho.
Era su último año de secundaria. Era el último primer día de escuela que experimentaría en su vida. Era la última vez primera vez que se estaría duchando para enfundarse en aquel feo uniforme. Era la última vez que aborrecería tener que empezar otro año en un instituto que ni siquiera le gustaba.
Unos meses más y, finalmente, seria libre.
El problema era que sería libre… ¿y después qué, exactamente?
Al regresar a la habitación su madre había vuelto a abrir las cortinas. A diferencia de ella, su madre si era una de esas personas con radiantes despertares, algo que no había tenido la fortuna de heredar. Kagome se acercó a la ventana y se encargó de volver a cerrar las persianas antes de enfundarse en su anticuado uniforme verde con blanco.
Estaba anudando el lazo rojo de su camisa al terminar de bajar las escaleras. Su madre canturreaba en la cocina y el abuelo leía el periódico en la vieja silla mecedora de la sala de estar. Una escena típica de los Higurashi en un lunes por la mañana.
—Buenos días.
—Buenos días, cariño —saludó su madre con una radiante sonrisa.
Ya tenía el almuerzo listo sobre la mesa de la cocina: una bolsa de papel con su nombre a un costado. No le veía sentido. No tenía caso colocar su nombre cuando ya no había nadie más en casa que pudiera confundir su almuerzo con el de ella, pero su madre seguía insistiendo en hacerlo y Kagome era feliz haciéndola feliz.
Se sirvió algo de cereal y ambas desayunaron en silencio, solo escuchando al abuelo gritar las noticias desde el otro lado de la habitación de vez en cuando. Kagome no tenía hambre, se mantuvo dándole vueltas al cereal hasta que este se volvió una pasta aguada y desagradable.
—¿Tienes todo? —preguntó su madre por tercera vez, al tope de las escaleras, viéndola calzarse sus zapatos escolares.
—Si, no te preocupes. —Subió los cortos peldaños que las separaban y dejó un beso en su mejilla antes de volverlos a bajar—. Nos vemos para la cena.
Antes de cerrar la puerta, juró vislumbrar como aquella máscara alegre se resquebrajaba en los ojos de su madre.
Había llegado tarde, pero afortunadamente su profesor aún no se presentaba a la clase. En su escuela era común que se ausentaran durante la primera semana.
Tomó asiento en la mesa del fondo, su lugar favorito junto a la ventana, donde el bullicio de sus compañeros de clases no la molestaba tanto. Tenían un enorme escándalo, todos hablando encima de todos como si gritar los ayudara a comunicarse mejor. Era lo de siempre. Todos estaban eufóricos por regresar con sus amigos después de dos largos meses de vacaciones.
A Kagome, en cambio, le pareció que esos dos meses fueron demasiado cortos.
Sacó el IPod de su bolso y el libro que había estado releyendo esa semana. La música le permitió encerrarse en su pequeña burbuja personal para no seguir escuchando el barullo post-vacacional de sus compañeros, y el libro la dejó olvidarse por un rato de lo mucho que deseaba estar en otro lugar.
Su mesa se sacudió y, con un fuerte poof que la música no le permitió escuchar, su libro cayó al suelo. Se quitó los cascos y levantó el rostro hacia la chica de espeso cabello rizado que había tropezado su mesa al pasar.
—Ups, puedes recogerlo, ¿cierto? —Kagome abrió los labios, pero nada salió de ellos—. Perfecto, eres un encanto. —La chica se dio la vuelta, sus rizos virando junto con ella y, sin esperar respuesta, caminó hasta tomar asiento con un grupo reunido en las primera filas del salón de clase.
Kagome torció el gesto.
Siempre era lo mismo.
Con un suspiro se levantó y se hincó bajo la mesa. Su brazo se extendió para alcanzar su ahora maltratado libro, pero tuvo que retractarse enseguida que una mano masculina se le adelantó y lo recogió por ella. Miró arriba, a donde él ya se había levantado y ahora le extendía la otra mano para ayudarla a incorporarse también. Ella no aceptó el gesto, solo se quedó quieta y desconcertada. Mirándolo a los ojos, continuó sin entender por qué alguien como él la ayudaba.
Nadie en esa escuela era ni remotamente amable.
—¿Vas a tomarla o qué? —soltó él.
Reaccionó y se puso de pie por su propia cuenta, consciente de que estaba dejándole la mano al aire. Él le extendió su copia de Orgullo y prejuicio de vuelta y Kagome lo tomó esta vez de inmediato, sus dedos rozándose. Sabía que debía decir gracias o algo, pero no lo hizo. No es que fuera mal educada, solo demasiado tímida. Además, él no le agradaba del todo...
¿Por qué la ayudaba?
—¡Hey, imbécil, muévete o empezaremos sin ti! —gritó desde la entrada su amigo de tez morena.
—¡Ya lo sé, idiota! —gritó de vuelta el muchacho frente a ella.
Cuando sus ojos se posaron sobre ella una vez más Kagome sintió que todo su cuerpo tembló por cómo la estudiaba con aquella expresión sobrada y carente de interés. Parecía casi decepcionado con la vista. Inevitablemente ella tuvo que apartar la mirada, incapaz de sostenérsela por más tiempo.
Personas así la ponían nerviosa.
—Siempre van a aprovecharse de ti si no dejas de verte tan débil.
Volvió a mirar al frente, impactándose por sus crudas palabras, pero él ya estaba bastante lejos.
¿Débil?
Se estaba poniendo el sol cuando terminó de ayudar a su madre a pelar los camarones para la cena del viernes por la noche.
Respondió con parsimonia todas las preguntas acerca de su primera semana de vuelta en la escuela. Su madre estaba toda entusiasmada y ella solo se limitaba a darle sonrisas para no preocuparla. Estaba cansada de hablar de la escuela. Parecía ser el único tema en común que su madre encontraba para hablar más con ella y Kagome solo deseaba que parara de forzarlo. Hacía tiempo que hablar no era algo que disfrutara hacer.
—No veo al abuelo —dijo su madre, fregando los trastes con la vista puesta en la ventana—. ¿Puedes ir a buscarlo? La cena está casi lista.
Kagome asintió, feliz con la oportunidad de escapar del interrogatorio, y salió de la casa casi trotando.
El templo era descomunal. Estaba segura de que, con todos los años que llevaban visitando y ahora viviendo en el lugar, todavía no lo recorría en su totalidad. Sōta y ella lo amaban. Cuando vivían con sus padres, venir a visitar al abuelo era igual de emocionante que ir a un parque de atracciones. Pasaban todo el fin de semana corriendo y jugando sin descanso. El abuelo decía que el templo le había sido entregado por su padre, y al padre del abuelo por su padre, y así muchas generaciones atrás hasta los inicios de la familia Higurashi. Por eso era que todas las pagodas estaban llenas de artículos milenarios que nadie —más que el abuelo— tenía permitido tocar. Por supuesto que ella y su pequeño hermano se encargaron de jugar a escondidas a ser guerreros del Sengoku más de una vez y rompieron unas cuantas reliquias, pero el abuelo no tenía que enterarse.
Era la tercera pagoda que visitaba y el abuelo tampoco estaba allí. Kagome consideró que quizá había salido a hacer algún recado sin avisar, pero con sus caderas dudaba que bajase las interminables escaleras que separaban el templo de la avenida cuando sabía que faltaban pocos minutos para que cayera la noche. Estaba ya cruzando a la última caseta cuando escuchó voces. El templo estaba cerrado al público, y por un momento estuvo asustada de que se tratara de un intruso, o uno de esos fanáticos religiosos que se rehusaban a marchar. Se relajó de inmediato cuando la voz del abuelo se integró a la conversación.
Caminó hasta donde las voces provenían, cerca de las escaleras que daban entrada al templo. Sus pies se detuvieron en seguida que reconoció a la persona que, amenamente, le sonría a su abuelo. Ella lo conocía de la escuela. El chico moreno de encantadora sonrisa palmeaba el hombro del Abuelo Higurashi como si lo conociera de toda una vida.
Kagome dio un paso atrás y luego otro, esperando que no notaran su presencia. En ese momento ambos voltearon en su dirección.
—¡Kagome! —la llamó el abuelo de tan buen humor como siempre—. Ven, voy a presentarte a alguien.
Los ojos de Kōga se estrecharon y no se despegaron de ella mientras, con movimientos rígidos, Kagome avanzó hacia ellos. Se veía como si estuviera pensando realmente duro de dónde demonios la conocía, y no tardó mucho en chasquear los dedos.
—¡Eres ella! —Le sonrió de oreja a oreja—. Eres la chica que no habla y siempre esta leyendo. Vamos juntos a clases, ¿me recuerdas?
Por supuesto que lo recordaba. Era imposible ignorarlo cuando todos en la escuela hablaban de él y su grupo de amigos. A ella simplemente no le simpatizaban. Tampoco pasó por alto esos calificativos que soltó solo por no recordar su nombre: "La chica que no habla y siempre está leyendo"
Que rudo.
—Si, te recuerdo.
Los ojos del abuelo brillaron en ese momento.
—¿Se conocen? Eso es magnífico. —Aplaudió encantado—. ¡No se hable más! Tienes el empleo.
—¿Empleo? —Kagome no pudo evitar el tono agudo con el que formuló la pregunta.
¿Empleo? ¿En el templo? ¿Su templo?
—Necesitaba un par de manos extras. No puedo alzar cajas pesadas con esta vieja espalda —se dio dos palmadas en la zona adolorida para enfatizar su punto— ni mis caderas. ¿Por qué no te quedas a cenar, Kōga? Mi hija estará feliz de conocerte.
Kagome empezó a hiperventilar. No quería a nadie de la escuela entrando a su casa. Era su privacidad, su lugar seguro.
—Abuelo, estoy segura de que Kōga tiene cosas por hacer…
—No realmente. —El chico de ojos azules y largo cabello la contradijo enseguida. Kagome no pudo hacer más que apretar los dientes—. Me encantaría quedarme, así puede hablarme más sobre el trabajo. Estoy seguro de que todo aquí tiene una historia increíble. Mi padre adora las antigüedades.
Era oficial: el abuelo lo adoraría por el resto de sus días.
—¡Oh, pero por supuesto! La historia del templo Higurashi se remonta a la era Sengoku. Nuestros ancestros construyeron todo esto con sus propias manos. El piso sobre el que caminamos ahora tiene cerca de quinientos años…
La cena se enfrió en su plato.
Todos habían terminado de cenar menos ella, que no podía sacarse la tensión de los hombros con Kōga conviviendo con su familia, sentado en su mesa.
Él era de las personas que evitaba en la escuela. Fumaba, apostada, era grosero y altanero. Usaba su encanto para salir con chicas y las cambiaba cada semana. No estaba juzgando, cada quién decidía qué hacer con su vida, ella solo prefería no involucrarse. Ya conocía a los chicos como él y era mejor mantener distancia.
¿Por qué ahora decidía tomar un empleo a la afueras de la ciudad en un templo shinto?
En su templo, de todos los lugares…
—¿Has conocido a Kagome desde hace mucho? —preguntó su madre.
—No realmente, no es muy habladora —respondió él con una sonrisa divertida.
¿Qué había de divertido en ese comentario?
Kagome apretó inconscientemente los palillos en sus manos y se llevó un bocado de frío Ebi Chili a los labios, pretendiendo no escucharlos.
—Tampoco lo es en casa —continuó su madre, conversadora—, pero ahora que estas aquí seguro que se llevarán muy bien. Tener un amigo cerca es una buena forma de...
Kagome dejó caer con más fuerza de la necesaria su mano sobre la mesa, todos los presentes parando de hablar de golpe y volteando a verla de inmediato. Ya había tenido suficiente de aquella ridícula conversación sobre su carácter, como si ella no estuviera allí oyéndolo todo en primera fila. ¿Qué les daba el derecho de juzgarla de esa manera? Su madre no tenía ni la menor idea, mucho menos Kōga.
—Me retiro —anunció con aspereza, en medio de aquella tensión que había creado, tomando su plato lleno y retirándose sin decir nada más.
Botó con movimientos bruscos el remanente de su comida en la basura y empezó a lavar los trastes. No había casi nada sucio, por lo que continuó pasando con fuerza la esponja por los mismos platos una y otra vez aunque ya estuvieran limpios, descargando su rabia en ellos para no largarse a llorar.
Soltó la esponja y, respirando profundo, apoyó las manos de la encimera y dejó caer la cabeza entre sus hombros.
Que idiota era.
Ya imaginaba a Kōga, riéndose con sus amigos el lunes por la mañana relatándoles la escena de la rabieta que la asocial de Kagome hizo en plena cena familiar; su madre incluso aceptando que había algo verdaderamente mal con ella. Ni siquiera entendía por qué lo que dijeron la estaba afectando tanto cuando no había sido tan grave. Había hecho una escena innecesaria, pero simplemente no había podido evitar reaccionar de esa manera.
Poco a poco la molestia empezó a enfriarse en sus venas, dando paso a la vergüenza, a la culpa y el arrepentimiento.
Ellos no entendían, jamás lo harían, y no podía desquitarse con ellos por eso.
Quizá les debía una disculpa.
—¿Te ayudo? —Lo cerca que sonó su voz grave la sobresaltó.
Se enderezó de golpe. Kōga estaba a su lado y ni siquiera lo escuchó entrar. Él dejó más trastes sucios en el fregadero y ella entendió que se refería a ayudarla a lavarlos.
—Puedo lavar y tú guardar —se ofreció. Ella terminó por aceptar la ayuda en silencio.
Estuvieron un rato así, él terminando de lavar y ella secando para poner todo en su lugar. Había una tensión invisible llenando el ambiente, pero ninguno de los dos lo mencionaba. No fue hasta que Kagome terminó de guardar el último vaso que Kōga se giró hacia ella, con una expresión que no terminó de comprender.
—Lamento lo que dije.
Eso la tomó desprevenida.
Ella hacia un berrinche… ¿y él se disculpaba? No se sentía correcto, por muy molesta que estuviera.
—Fui yo quien actuó mal…
—Es tu casa, no tenía derecho de venir a hablar de ti en tu propia mesa. Fue descortés y bastante estúpido. —Acortó la distancia que los separaba y la tomó de las manos. Lucía en verdad arrepentido cuando dijo—: ¿Me perdonas?
Kagome se quedó anonadada con aquellas palabras, sus mejillas empezando a adquirir color.
No pudo más que aceptar sus disculpas con una media sonrisa. Kōga le devolvió el gesto y, por el momento, estuvo menos preocupada de saber que él estaría en su casa trabajando casi a diario.
Quizás —solo quizás— no era tan malo como se lo imaginaba.
Rose. ¿Les ha gustado? Estuve teniendo escalofríos todo el tiempo que escribí este capítulo, no sé si sea una buena o mala señal.
Déjenme en los reviews cualquier comentario (bueno o malo), siempre me ha encantado leerlos y son muy bien recibidos.
Nos leemos pronto y millones de gracias por tomarse el tiempo de pasar por esta pequeña historia.
