«La presa más dulce de todas sabe a miedo y amor»

Prólogo: El pecado de la criatura.

Era el tercer día de avance de Tomoe Ikeda. Ella estaba inclinada sobre el lomo de Miso, un semental de baja sepa que, pese a los años seguía andado con paso firme y taciturno hacia su destino, con sus cascos emitiendo sonidos huecos sobre la tierra mientras ella tenía la mirada perdida en algún punto incierto en el camino y nada más que los suaves resoplidos de su fiel amigo, regresándola a veces a la realidad.

Estaba agotada, con bolsas negras debajo de sus ojos por haber pasado en vela las noches, con el cuerpo mullido, sin atreverse a despegar la vista del camino ante los peligros que acechaban en «el viejo paso», como llamaban los aldeanos desde hacía décadas a ese pedazo de dominio lleno de suncos y hierba obstinada que se negaba perder la batalla contra los hombres.

Tenía almorranas en el trasero, estaba segura. Y el clima le hacía desear las tardes de verano, donde un constante sudor surcaría su cuello a causa de los inclementes rayos de la estrella amarilla. En esas vísperas más cálidas, correría por los prados al tiempo que, su cabello besado por fuego ondearía al viento, perseguida por sus hermanos pequeños mientas su madre los reprocharía con una pequeña sonrisa en sus labios carmesí y su padre seguiría maldiciendo otra mala cosecha. O bien, iría hasta la cascada que se encontraba a un par de kilómetros del pueblo, a desafiar sus aguas y la muerte, bien valido la pena quizá, por un baño fresco y sentirse secretamente más poderosa. Porque en esas tardes, el mundo le partencia sólo a ella cuando sus mejillas se teñían de rosa y sus músculos se tensaban por el esfuerzo de nadar a contracorriente, para luego tumbarse en la hierba silvestre con los brazos extendidos y los pulgares de sus pies entrelazándose con las gramíneas; acompañada nada más del claro celestial de testigo por su osadía, por desafiar a la rutina, las clases de costura y aquello que sabía debería estar atendiendo para convertirse en la esposa de algún campesino simplón. Un lujo que podría permitirse en otros tiempos…

− «Tardes mejores» −. Decidió. − «Más cálidas» −.

En cambio, en ese atardecer solitario el frio extendía sus impasibles jemes en la atmosfera hasta calar sus flacos huesos.

Hacia tal helada que los resoplidos de Miso formaban espesas nubes de malos augurios y de sus pequeños dedos blanquecinos habían brotado manchas azules que le recordaban a los botones de flores silvestres. − «Sólo que estas flores están congeladas y bien podría perderlas». −Pensó con desanimo.

Lo curioso era que sin importar que sus dedos parecían completamente inútiles, cada que tiraba de las riendas de su montura le escocia un dolor abominable que le hacía suprimir sonidos agudos de su garganta.−«Es mejor la punzada, que no tener dedos−». Se consolaba relinchando los dientes, mientras otra ráfaga de viento besaba su piel, obligándola a esconderse en el hosco pedazo de lana que era su única protección ante las inclemencias del tiempo.

Fijo su vista de jade hacia el cielo con desaliento. Las nubes, en esa puesta de sol presagiaban oscuridad donde se mirase. Una oscuridad que se cernía ante ella, dotando de un tono marrón a su cabello usualmente cobrizo y ocultando por completo sus pecas marroncillas.

− «¿Debería volver? −». Se preguntó como por la octava vez esa hora. Mientras otra nube se cernía sobre ella.

Sabía de antemano que haber hecho tal viaje de esa forma tan precipitada fue insensato, incluso para ella, pues los caminos siempre eran peligrosos aún si los tiempos no fueran tan difíciles como lo habían sido antes de la Cuarta guerra Ninja, donde había reinado la sangre, la miseria y el hambre, o al menos, hasta donde podía recordar, pues en el aquel tiempo había sido sólo un retoño rojizo que se ocultaba en las prendas de viajero de su padre con rumbo a los refugios temporales que los Feudos habían dispuesto para todos los civiles. De aquello había pasado años, y un nuevo líder de la aldea oculta entre la hoja auguraba tiempos modernos; −«tiempos mejores −». Se decía.

Sin embargo, seguía habiendo amenazas sin importar fueran tiempos de paz. Sino se cuidaba ella terminaría siendo una víctima más. Después de todo, no se supone que una chica joven como ella se aventurará sola en «el paso». En estos rumbos circulaban rumores; historias de cosas que pasaban a las mujeres desafortunadas: violaciones, ataques, robos y otras cosas siniestras…

A Tomoe Ikeda, le dio otra vez un escalofrió con esa extraña inquietud arremolinándose en sus entrañas. Había sido, después de todo, aquella inquietud la que la habían motivado a emprender el viaje por su cuenta, sin nada comida, con sólo un pellejo donde dispuso agua suficiente para el camino, cuando se supone debió a esperar a su tío para que viniera por ella como la nota del cuervo mensajero indicaba, luego de que éste viniera de regreso cuando ella informó las malas noticias.

Las instrucciones habían sido que esperará por sólo tres días a que él llegará a la casa de la vieja tata. De aquello hace tres días, seguramente él ya estaría arribando. −− «Tres días no es tanto, ¿o sí? −». Se reprochó a si misma temblando otra vez ante los dedos fríos del invierno.

En aquel momento, sí le pareció demasiado tiempo. Tres días para esperar por su tío y un tiempo igual de camino de regreso, con su mala actitud por demás…

Pero no había sido el humor conocido de su tío la que le obligó a marcharse antes de tiempo. Había sido esa funesta cabaña de bambú tejido y ese penetrante olor a humedad que en vida perteneció a su abuela. Fue esa sensación de ser observada todo el tiempo, aun si no hubiera ventanas en la habitación. Fueron las sombras que se movían por sí mismas, justo cuando el silencio cortaba como el filo de una navaja.

– «Esa vieja cabaña tiene muerte y la abuela se había reunido con ella»–. Pensó lúgubre sin creer todavía que se hubiera ido: Hemika Ikeda. Siempre le pareció que no se iría jamás y ella pasaría los mejores años de su vida cuidándola.

Virtualmente la mañana de su muerte había estado vigorosa luego de una larga temporada postrada en la cama. Recordaba con algo de culpa que verla levantada le había devuelto la sensación de alivio, no importándole en verdad su salud, sino secretamente añorando finalmente volver con su familia. Si su abuela se recuperaba, significaría que ella podría abandonarla por fin, así que esa mañana la sonrisa no le dejó, fantaseando las travesuras de sus pequeños hermanos gemelos. Se entusiasmó con la idea de dejar esa cabaña, alejarse del olor particular de su abuela y dejar que tener que hacer las múltiples tareas que implicaba cuidar de la salud de ella. Al final del día, sí terminaron cumpliéndose sus deseos, aunque no como ella hubiera pensado.

Contra todo pronóstico, esa misma tarde mando el cuervo informando a su familia la muerte de su abuela.

– «Al menos era seguro que los cuidados de la vieja ya no implicarían ningún pesar». –Ikeda pensó socarronamente con esa desagradable sensación carcomiendo sus adentros.

El sepelio fue triste y agotador, aunque sin la presencia de sus padres o hermanos, ya que le camino era largo para que ellos rindieran su despedida. Los que acudieron se dedicaron a darle consuelo como si hubiera sido una gran pérdida para la joven. Recordaba haber recibido las palabras de aliento desorientada y confundida, sin prestar atención en realidad. A su mente acudieron imagines vagas de las viejas conocidas de su abuela que le lloraron amargamente mientras se llevaba a cabo la ceremonia, y le sonaba algo del largo discurso del señor Wataru quien siempre estuvo "secretamente" fascinado con su nana, pero sólo porque recitó las últimas palabras en memoria de Hekima con un candor que pertenecía a alguien más joven, según su opinión, algún joven enamorado de un amor imposible. Aunque era cierto que su amor ahora sí era imposible…

La ceremonia se llevó a cabo sin incidentes. Fue una ceremonia común, llena de incienso y flores puras, lo que se esperaría de una anciana que estuvo en el letargo el último año de su vida. Quizá lo único que le sorprendió fue la cantidad de personas que había asistido a rendir sus respetos, pues sólo había divulgado la noticia con unos cuantos en el pueblo. Asistieron tantos que fue necesario disponer troncos en el jardín donde había más espacio para sentarlos. Prácticamente todo el pueblo fue. – «Y ella que estaba segura de que nadie asistiría –». Pensó con ironía, preguntándose, no por primera vez, si realmente conoció a la persona que fue su abuela.

Todo fue exactamente lo esperado. Un sepelio común para gente común. Todo tenia sentido…

Y a la vez nada tenía sentido si lo pensaba bien, no para ella, como la intrincada pieza de un rompecabezas que no embona sin importa cuánto la girase.

No entendía como su abuela había amanecido sana ese día y estaba muerta cuando regresó del poblado de hacer las compras de la semana. Eso no tenía ningún sentido. Ella misma había visto lo bien que estaba.– «Me sonrió ese día. Sonreír no es cosa de enfermos –». Meditó rematando los sucesos de ese funesto día.

Reparando bien en lo sucedido, había sido extraño ver al señor Wataru, quien la había encontrado muerta en primer lugar, hablando con unos sujetos enmascarados el día del entierro. Él la encontró primero, porque se lo topó por casualidad en el pueblo el día de su muerte cuando estaba haciendo las compras y ella le comentó alegremente que su abuela estaba recuperada, así que el viejo verde no perdió oportunidad para adelantarse e ir a visitarle, siendo ahí cuando encontró la desagradable sorpresa.

En ese entonces, no le tomó ninguna importancia a la presencia de esos sujetos enmascarados, quizá porque estaba demasiado distraída con el sepelio o más bien, porque habían asistido demasiadas personas que ella no conocía, así que unas personas extrañas más entre ese mar de desconocidos, eran como guijarros en el estanque. Sin embargo, ahora que tenía la oportunidad de meditar bien lo ocurrido, la presencia de esos sujetos apestaba en toda la situación. Eran piezas que no deberían haber estado ahí y que resultaban extrañamente familiares…

Entonces vino a su mente. En ese recuerdo del retoño rojizo que se ocultaba detrás de su padre en tiempos de guerra.

– "¿Quiénes son, otôsan?" –.

– "Son escoria" –. Le espetó su padre apretando los dientes mientras cruzaban las enormes puertas de roble de la aldea del sonido. – "Ambus"–. Musito, mirando con recelo a los enmascarados con sus penetrantes orbes negros. – "Ninjas de elite. Harás bien no meterte con ellos" –.

Era verdad, ella los reconocía. Eran la elite de los guerreros Ninjutsu: la más baja escoria del mundo. Entrenados en las artes del asesinado, infiltración, recopilación de información y otras habilidades misteriosas, pero al final de cuentas, simplemente la escoria más detestada de la sociedad, he ahí el porqué del recelo de su padre. Si un Ambu estaba involucrado, seguramente habría un camino de sangre.

– «¿Qué estaría haciendo esos Ninjas de Elite con un granjero simplón como Wataru? –». Se cuestionó. – «¿Estarían ahí por su abuela? –». Luego vino a ella un pensamiento más sombrío. – «A menos que… ella no hubiera muerto por enfermedad…? –».El pensamiento le dio un retorcijón en el estómago.

Eso explicaría el porqué de su presencia en el sepelio; porqué Wataru no le permitió entrar a la cabaña cuando regreso de las compras y nunca le dejaron ver su cuerpo.

– «Pero ¿Quién...? –». Se cuestionó confundida. – «¿Quién querría hacerle daño a una vieja enferma? –». Era difícil imaginar a alguien hacer algo tan horrible.

– «Cosas siniestras…–».La frase vino a su mente tan inevitable como la muerte y sudo frio. Cosas que sólo podían salir de los cuentos que se contaban a los niños para que no se aventuran a los bosques y que ella casi había olvidado los detalles, pero claro, ahora como una sombra traicionera, acudían a su mente esas historias escabrosas; como las nubes que ocultaban la luz y las tinieblas que se extendían hasta perderse en los ojos de la maleza. Cosas que podrían cernirse sobre una joven inocente.

«Son sólo cuentos−». Se reprochó tratando de aparentar más valor del que sentía.

Apartó la vista inquieta del camino, deseando alejar los sombríos pensamientos de su mente, porque sentía que un misterio más allá de su comprensión se entretejía alrededor de la muerta de su abuela y temía que al averiguar de qué se trataba, ella terminaría con el mismo destino.

De improvisto una parvada de pájaros salieron volando emitiendo estrepitosos sonidos. El ruido la obligó a sujetar con un fuerte tirón las riendas de su caballo Miso para que no se echara a trote, causándole otra punzada de dolor en sus manos congeladas. – «Son sólo pájaros… –».Se reprochó con la corazón desembocado, mientras tranquilizaba a su leal amigo.

−Disculpa…−Dijo una voz, tomándole desprevenida −¿Dónde encuentro el poblado más cercado? −. Le cuestiono ella.

La joven se sintió deslumbrada ante la angelical figura que estaba a unos pasos de ella. Ahí vestida de lino, ceñidos sus lomos en el oro carmesí del moribundo atardecer y con sus pies descalzos, estaba la mujer más hermosa que hubiera visto jamás. Su figura era como de berilo, con inmaculados pechos y cintura de ensueño. Su rostro seducía con un par de labios carmesí y su piel era tan tersa, como porcelana blanca. Tenía un cabello como el manto oscuro de la noche, con ojos de luceros blancos, los más bellos y raros que hubiera visto jamás, que brillaban como cuarzo lunar y absolvían la luz de lugar, como si suyos fueran las únicas estrellas se pudieran mirar. Una personificación de una diosa en la tierra, de no ser sus prendas maltratadas. −«Mitad mujer mitad criatura –». Decidió Ikeda aturdida.

−¿Dónde encuentro el poblado más cercado? −. Le volvió a preguntar la extraña. −«¡Su voz! »−Pensó Tomoe maravillada. −«Es tan suave y triste como las notas de una melodía de Koto...–».

−Hola…señorita …−El dubitativo tono de la mujer la saco de su estupor. Tomoe algo avergonzada percatándose que la mujer llevaba tiempo tratando de llamar su atención, se detuvo a mirar a su alrededor para ubicar en donde se encontraba y de inmediato reconoció otro sendero.

−S-sigue derecho por este camino y lleg-arás al pueblo−. Le comentó torpemente, sintiéndose como una idiota. Normalmente no se sentía tan nerviosa a la presencia de nadie, pero ella era tan bonita que francamente la desequilibraba. Tenía un aire sensual, imponente y poco intimidante. Y su voz era suave, pero sonaba como trueno en la tierra.

─Gracias─. Le dijo la mujer mostrando por un breve segundo una dulce sonrisa de perlas blancas a Tomoe y después siguió su rumbo hasta perderse de su vista.

La chica de cobrizos cabellos se quedó ahí, sonriendo de oreja a oreja y disfrutando por un momento la sensación cálida que inundó su pecho con los gestos de esa dulce mujer. Fue un calorcito agradable que se instaló en su ser, haciendo que olvidase todas sus sombrías preocupaciones. Quiso alcanzar a la mujer y acompañarla un rato. Su padre le había dicho en alguna ocasión que ese sendero también era un atajo para llegar a su hogar, pero no lo había comprobado aún y no quería perderse estando tan cerca del atardecer. Por lo que simplemente impulsó a Miso para que siguieran adelante con el recuerdo de ese ángel acompañándola en el sendero…

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Cuando la luz del cielo casi de había extinguido vio un pequeño bonsái en el claro de una colina poco elevada y supo que al fin había llegado.

Ikeda inhaló con regocijo el aroma de las Camelias del jardín de su madre. Siempre se podía disfrutar su exquisito aroma a metros de distancia de la casa. Observó con alegría que bajando la colina estaba su casa de madera de una sola planta. Y, suspiró repentinamente eufórica. —«¡Estoy en casa!»—.

Notó que hacía falta una pequeña estatua del Dios de la Buena Suerte "Zashiki Warashi", pero lo ignoró. Su padre había mencionado que quería vender esa figura a falta de dinero, así que imaginaba lo había hecho.

Esperó a que el viento tocará su cara y corrió colina abajo en dirección a su dulce hogar, sintiendo el golpeteo desembocado de su corazón, la brisa chocando con fiereza sobre sus pómulos mientras sus piernas iban al encuentro de los arbustos, telarañas y las flores del jardín. Y, cuando estaba a tan sólo unos metros de casa, se detuvo de improvisto. Fue tan rápido que sus largos cabellos rojos desfilaron unos centímetros enfrente de su cara como el aleteo de una mariposa.

Algo estaba mal…

—«¿Por qué estaba la puerta abierta?» —Fue lo único que atinó a pensar, al tiempo que se instalaba un sentimiento frio en su vientre. Su padre nunca permitía que la puerta estuviera abierta, aún si su madre insistía con dejarla así para disfrutar de las tardes de verano, pues decía que la puerta estaba muy al acceso de los forasteros. Y su respiración entrecortada daba testimonio fiel del cruel frio que calaba el lugar.

Dio un paso al frente insegura y con la garganta repentinamente seca, tratando de convérsese que era imaginación suya el terrible sentimiento que se instalaba en sus entrañas.

Fue entonces que tuvo a su alcance un poderoso hedor. —«¿Qué es eso…» —. Su hogar olía terrible, una horrible combinación de algo dulce y metálico que penetraba por sus fosas nasales hasta calar su medula. Ese aroma hacía que apestara todo el lugar, tenía la sensación que ni un baño podría quitárselo de encima, pero supo reconocerlo como el mismo olor metálico que percibió en la cabaña de su abuela cuando Wataru le explicaba la desagradable sorpresa que había encontrado.

«No…»—.

Tomoe retrocedió un paso, sintiendo la falta de aire de pronto, para después tropezar con un objeto. El objeto en cuestión hizo un tintineo cuando lo piso y sus ojos se abrieron de par en par cuando se percató a quien pertenencia: Era la daga de Yuki, su hermano más pequeño.

«No…»—.

Le temblaron las rodillas embargada por un absurdo y primitivo temor. Él nunca dejaría su daga tirada en ningún sitio. Era como su amuleto de buena suerte, su fiel compañera, inclusive dormía con ella colocándole por debajo de su futón. Él creía que la daga lo hacía más fuerte, más hombre, prefería perder el brazo antes que perderla. ...

¡Zaz!

De repente lo escuchó, un sonido seco proveniente de la oscuridad de su casa. Fue como la caída de un árbol, casi imperceptible al oído humano, y no obstante ella lo oyó fuertemente, dándole un salto al corazón. Luego escuchó como algo era arrastrado al fondo junto con la oscuridad acechante.

No había un motivo real para pensar que algo le había ocurrido a su familia. Sólo una daga tirada, sólo una puerta abierta; sólo el silencio. Podría llegar y anunciarse como lo había pensado hacer para ver si ellos salían a recibirla con abrazos y besos, asi quizá comprobaría que sus miedos eran infundados. Sin embargo, sabía que no era alucinación suya. El miedo la tenía muda y paralizada porque su instinto de sobrevivencia le indicaba que debía temer; la amenaza era muy real.

Haciendo uso de sus pupilas dilatadas intentó observar a la profunda negrura del pasillo y mientras más observaba juraba, juraba que …

Que no estaba sola. Había algo ahí en el fondo…

Con sus músculos paralizados por el miedo aspiro tres lentas bocanadas de oxígeno, al tiempo que intentaba que su palpitar dejará de latir tan fuertemente. Dio un paso al frente valientemente y luego otro, arrastrando los pies dentro de las sombras de aquel corredor. Subió la escalerilla de la puerta principal y sus yemas rosaron las paredes de hierba tejida que, tantas veces había recorrido cuando niña.

Avanzó lentamente con sus pisadas crujiendo tortuosamente en el viejo piso de bambú y en cada andar ella contenía la respiración por el miedo de que advirtieran su presencia.

—«¡Silencio!¡Silencio…!» —. Decía a sus adentros con un sudor frio resbalando por su cuello.

En algún momento un tablón suelto causó un ruido chirriante muy agudo cuando lo pisó. — ¡Me escuchará!» —Pensó aterrada. Hizo una pausa con los sentidos alertas, esperando que "lo que fuera que estuviera en el fondo" viniera a por ella.

Entonces escuchó otro poderoso sonido seco que le dejo la sangre helada. — ¡Viene por mi!» —. Se dijo al borde de las lágrimas mientras su mano sostenía su boca conteniendo cualquier ruido, pero al cabo de unos segundos que le parecieron horas, nada vino por ella.

Sólo había oscuridad y las nubes de su aliento arremolinándose con ésta.

Cuando recuperó un poco el valor, la chica continuó su avanzadilla temblando como una gelatina. Se daba cuenta que cuanto más cerca la llevaban sus pasos al fondo, sus sentidos se agudizaban más y más, percibiendo de reojo siluetas esparcidas en el suelo, sombras que poco a poco adquirían forma: una taza quebraba por ahí, el arco de caza de su padre en la izquierda. Cosas tiradas y grandes manchas marrones, manchas cuya naturaleza no se entretenía a pensar mucho…

Luego lo escuchó: un sonido bajo que iba en aumento; un sonido extraño e inquietante.

Provenía de la última habitación del pasillo a sólo un par de metros de distancia; en el cuarto de sus padres. No sabía distinguir muy bien el sonido. Era constante, apenas perceptible, se escuchaba como si, como si alguien estuviera ¿tragando…?

Presa del miedo, dio sus últimos pasos para situarse frente a la puerta corrediza de la habitación de sus padres. Hizo otra pausa haciendo acopio de todo el coraje humano que poseía y finalmente deslizó titubeante la puerta.

La puerta se deslizó con un sonido sordo y el hedor horrible golpeó sus fosas nasales más intolerante que nunca.

En el fondo de esa habitación sólo había tinieblas. No veía nada más allá de su nariz. Era imposible ver debido a que esta noche las nubes no dejaban entrar la luz de la luna por la ventana.

¡¿Estaba sola…»

No, aún lo oía. Ese ruido infernal estaba frente suyo.

Lentamente poco a poco sus ojos jades empezaron a ajustarse a la penumbra del lugar. Había unas sombras; sombras en todas partes. Pero una en particular resaltaba en el fondo. Se trataba de la silueta delgada de algo o de alguien. La forma estaba inclinada de manera que la daba la espalda a Ikeda, o lo que ella creía que era una espalda y a sus pies discernía otro bulto que se fusionaba con el primero.

De repente algo azoto con fuerza la madera hueca del suelo y escucho como algo rodaba en dirección suya, dando a parar justo a sus pies.

Con temor se hinco para tomar el objeto, pero cuando lo tocó supo de inmediato que no se trataba de objeto alguno…

Al mismo tiempo, una nube se disipaba, dejando entrar un poco de luz en el cuarto.

El grito desgarrador que soltó no lo reconoció de su propia voz.

En la habitación se encontraba esa hermosa mujer de cabellos azabaches y ojos color perla que vio en el camino. Ella estaba en el centro del cuarto, relamiéndose sus labios con el líquido impuro de la sangre de sus víctimas, quienes ahora yacían sin vida: su familia asesinada. Sus pequeños hermanos estaban en un lejano rincón a poca distancia de un padre asesinado. La expresión de terror de sus rostros sería algo que nunca olvidaría y a sus pies los ojos aceituna de su madre, la observaban con expresión ausente.

Cayó sobre sus rodillas y cerró sus ojos con fuerza, creyendo que podría despertar de esa pesadilla. Se aferró a sus prendas con sumisión, aturdida, atrapada, débil y sin saber como reaccionar. Para cuando abrió los ojos, era tarde: la hermosa joven ya estaba enfrente de ella.

Trató de retroceder, sabiendo que pronto moriría, pero su cuerpo le fallo. No movía musculo alguno.

La hermosa joven se colocó en cuclillas, haciendo que Tomoe admirará más de cerca sus bellos rasgos faciales y sus muy largas pestañas. Luego hizo algo que la dejó perpleja: — Lo siento. — Susurró.

La de rojizo cabello quedo muda. — « ¿Lo sentía? » —. Se cuestionaba incrédula mientras las lágrimas fluyeron libremente al piso. Todo lo que importaba estaba derramado sobre las paredes y suelos.

—Lo siento… —Repitió la hermosa joven, con su aliento rozando en el lóbulo de la oreja de Ikeda.

La hermosa asesina secó las lágrimas de Tomoe con la punta de su lengua y le alzó bruscamente del suelo, cogiéndola por el cuello antes de que ésta pudiera defenderse.

Tomoe intentó huir, golpear o alejarse hasta que de poco a poco se le agotaron las fuerzas y sus brazos quedaron tendidos al costado de sus caderas. Entonces miró aterrada que la bella criatura le observaba con los ojos envenenados por la gula, para embozar después una sádica sonrisa.

—Tu corazón será delicioso. — Prometió sonriéndole tiernamente la azabache y de un movimiento veloz le despojo de corazón. Fue tan rápido que el órgano vital de Ikeda aún bombeaba en la pálida mano de los ojos opalinos antes de engullirlo de una sola bocanada.

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Comentarios de Autora: Bueno chicos he prometido muchas veces y lo intentado tantas veces que ya no tengo excusas, pero de verdad quiero terminar esta historia. Ya tengo el final en mi cabeza, pero muchas cosas no funcionan ni van a funcionar como originalmente lo planté. Por eso tengo que rehacerlo todo. Además, que la redacción era muy mala y ahora es un poco mejor.

Este prologo traté de hacerlo un poco terrorífico, pero sinceramente este genero es muy difícil. Lo demás será puro drama y algo de gore. Lo prometo.

See you soon.