Hola! Les saludo con esta nueva historia que he creado después de leer el famoso éxito "Las 50 sombras de Grey". Tendrá algunas similitudes pero, en general, será una historia nueva. Espero sea de su agrado.


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Era un día como cualquiera. Tomó una tetera, la llenó con agua hirviendo hasta la mitad y dejó caer en ella una hojas color café, de aroma delicioso pero, tan difíciles de conseguir como una pepita de oro. Colocó una taza, un plato de porcelana, la tetera y unas galletas sobre una bandeja de plata. Todas las mañanas a las once hacía exactamente lo mismo. Le hartaba su existencia como demonio en esa forma.

Cada vez que hacía un contrato con un humano era igual. Se dedicaba a servir a éste día tras día; sin quejarse ni sentir ningún cansancio. Mentira. A veces deseaba salir corriendo y no volver al lugar nunca, así perdiera la cena. Nunca había tenido un amo interesante. Todos había sido siempre una bola de perezosos a los que les gustaba ser atendidos y gemían por algún motivo. Claro, nadie le contrataba sin un motivo. Siempre lo hacían por una u otra razón. La mayor parte de ellos se trataba de amores frustrados o dinero, otros por conseguir poder. Vincent Phantomhive pertenecía al último grupo. Quería alguien que le mantuviera a salvo de sus enemigos y le ayudara a recuperar los bienes que había perdido al fallecer su esposa Rachel, hija de una acaudalada familia que le había arrebatado todo acusándole de la muerte de la joven.

"Listo, todo lo que el amo siempre gusta comer a esta hora.", pensó el mayordomo.

-Sebastián. – Llamó una voz masculina y recia. Sí, Sebastián era su nombre y trabajaba para ese hombre. "Maldición la mía.", pensó el moreno. – Has tardado demasiado con ese té. – Musitó el hombre. Su voz era tranquila pero, el mayordomo sabía cuánto le disgustaba una pequeña demora de su parte.

-He de disculparme, amo Vincent. Me he entretenido llevándole un refrigerio al joven Ciel. – Dijo el moreno, haciendo una reverencia para el hombre. Sus ojos demoníacos centellaron de un rojo infernal.

Vincent Phantomhive se giró para verle de frente. Sus cabellos negros de reflejos azulinos golpearon cubrían parte de sus ojos. Sin embargo, no ocultaban la mirada de rabia que se formaba en ellos. Ya le había perdido el miedo a ese ser, además, ahora había algo más en su mente. - ¿Dices que Ciel ha estado pidiendo postres nuevamente? – El reflejo del diamante azul de un anillo, que él utilizaba siempre, llegó hasta los ojos carmesí del demonio.

Sebastián sabía lo que eso significaría para el niño pero, no le estaba permitido mentir. – Sí, señor. Aunque le he dado solo una tajada muy pequeña de pastel. Créame, no ha sido casi… nada…

Vincent se había puesto ya de pie. – Ahora verá. – Masculló y salió de su oficina, tomando una de las fustas de cuero que usaba para entrenar a los caballos.

El mayordomo permaneció en silencio. Pasos veloces y la respiración agitada de ese que se decía Conde pero, en realidad, ya había perdido el título con la muerte de su esposa. El rechinar de las bisagras de la puerta. Había llegado a la habitación de Ciel.

"No, papá.", chilló el menor. "No volveré a comer otro dulce entre las comidas."

Sebastián se acercó para espiar por la rendija de la puerta lo que sucedía en la habitación de Ciel. Su padre le tomó por un brazo y lo lanzó al suelo. Acto seguido, tomó la fusta y azotó al menor. Dos, tres veces. El demonio mismo pasó saliva al ver como el hombre golpeaba al niño, quien no pasaba de los catorce años. La señal del contrato en la mano de Phantomhive le recordaba al moreno su destino: Servía a Vincent no a Ciel.

El ojiazul lloraba. "Por favor, papá. ¡No más! ¡Me duele! ¡Me duele mucho!"

El aroma del alma de Ciel era mucho mejor que la de su padre. Él era la verdadera razón por la que Sebastián permanecía cumpliendo el contrato que había hecho con ese hombre unos meses atrás. La actitud de Vincent jamás le había agradado. Pero Ciel, había algo en él. Algo que los demonios llamaban "un alma entrenada".

Un alma entrenada era toda aquella que al ser consumida produjera al demonio la más delicada sensación y, a la vez, el mayor de los placeres para un ser de esa calaña: La satisfacción total del apetito. No obstante, habría de conformarse con la de Vincent, y lo que hubiera absorbido en el transcurso de su cercanía con el pequeño ojiazul.

Sin embargo, había algo más que un alma en ese pequeño que le encantaba. Era su forma de ser. Le había visto ocultarse en el armario de su habitación para deslizar una mano en medio de sus delgadas, inocentes y curiosas piernas. También le había encontrado leyendo libros "prohibidos" en la biblioteca y; observando a Jack, el capataz, mientras enredaba a las mucamas con palabras bonitas para luego llevarlas al establo. Siempre que le veía, Ciel tenía una sonrisa de picardía en el rostro. Seguro, eran cosas que por su edad le gustaría hacer. Y a Sebastián le hubiera gustado practicarlas con él, ya que, en su existencia de mayordomo, el sexo era algo casi nulo; de no ser por un par de ocasiones en que había estado con alguna mucama. Pero, un hombre o un joven como Ciel, no, eso nunca.

"¡Ah!", el grito de Ciel sacó a Sebastián del trance. No podía, no quería permitirle ni un golpe más de parte de ese humano al pequeño.

-Amo Vincent, - Musitó el demonio, abriendo la puerta de la habitación de Ciel con fingida calma y humildad. – su cita de las once treinta seguro le espera pues, ya son las once y veinte.

El mayor miró al mayordomo con hastío. – Gracias. – Farfulló, lanzando la fusta al suelo y saliendo de la habitación.

-Vaya, vaya. ¡Qué desorden! – Exclamó el demonio, recogiendo las cosas que su amo había lanzado al suelo en el proceso. Ciel estaba encogido en una esquina del cuarto.

Sebastián se fijó repentinamente en la pequeña figura acurrucada. Una magulladura sobresalía al cuello de su camisa. - ¿Se encuentra bien, joven Ciel? - Mentalmente imaginaba lo que sentiría si pudiera aliviar esa piel con sus labios.

-Joven amo… - Susurró el ojiazul. – No digas mi nombre, sucio mayordomo. – El mayor no podía ver su rostro pero, la voz entrecortada de Ciel le dejaba saber que éste aún estaba llorando.

El moreno decidió seguirle el juego. – Joven amo, perdone mi atrevimiento. – Se arrodilló junto al niño. - ¿Necesita que le traiga algo? ¿Un poco de bálsamo, tal vez?

-¡No! ¡Todo esto es tu culpa! – Chilló Ciel, escondiendo su rostro entre sus brazos. - ¿Por qué siempre le dices a mi padre cuando te pido algo?

-No puedo mentirle a su padre, usted lo sabe. – Estiró una mano para acariciar el cabello del ojiazul pero, este pareció verle venir y, apartó su mano con un golpe sordo. Accidentalmente, una de las uñas de Ciel rasgó la mejilla de Sebastián.

El menor levantó la vista de inmediato al sentir el contacto con la sangre del mayordomo. – Yo… lo siento. – Susurró. Aunque cuando hubo terminado notó que la marca en la mejilla del hombre había desaparecido. - ¿Dónde…?

-Debo irme. – Interrumpió Sebastián, cubriendo su mejilla con una mano y huyendo de la habitación. Una de las cláusulas de su contrato con Vincent era que Ciel jamás debía saber de su condición demoníaca.

Ciel sintió curiosidad del sabor de aquel líquido rojo. Llevó el dedo donde estaba la gota de la sangre de Sebastián a su boca y la probó. – Dulce. – Dijo, sorprendido. Varias veces en medio de las golpizas que le daba su padre había probado su propia sangre y, sabía que tenía un gusto entre metálico y salado.

Y aquel sabor le hizo olvidarse del dolor en su cuerpo. Por primera vez, deseaba correr al lado de alguien. Ese alguien que tenía el único sabor que hacía a su mente olvidar el dolor y la tristeza que le causaba ver en lo que su padre se había convertido; era por ello que gustaba tanto de comer postres.

A gatas se movió sobre la alfombra y se encaramó en la cama. Se sentó y abrió la gaveta de su mesa de noche. Una pequeña fotografía en tonalidades marrón apareció.

En ella aparecían su madre, su padre y él. Antes eran una familia feliz. Antes que Rachel falleciera y Vincent perdiera todo. Ciel cruzó los pies, sintiendo lástima de sí mismo por tener que vivir diariamente lo mismo. Sin embargo, de inmediato volvió a su cuerpo la soberbia y arrogancia que le caracterizaban ahora.

Se levantó de la cama y fue al armario. Quería verse en el espejo que estaba al lado de este pero, prefería ir poco a poco. Desabotonó su chaqueta y camisa; luego anduvo lentamente hasta éste con los ojos cerrados. Cuando calculó estar de frente los abrió sin pensarlo.

-Moretones. – Masculló. – Me ha vuelto a dejar como un maldito mapa. – Relamió sus labios. Ese sabor dulce le hizo sonreír, volver a ponerse la ropa y continuar como si nada. –Sebastián. – Musitó, imaginando el día en que su padre finalmente partiera de este mundo y le dejara todo lo que ahora poseía. No, no era que no le amara. Le amaba pero, después de cada humillación de esas, olvidaba cuánto le quería y, su amor se veía reemplazado por una sensación de vacío, como si nada le importara más allá del dinero y el poder. Se convertía en alguien igual a su padre.

Anduvo hasta la biblioteca. Pensando en todo lo que le sucedía y, a la vez, sin pensar acerca de nada en absoluto. Ahora solo le importaba saber por qué la sangre de ese mayordomo sabía diferente. Alguna explicación tendría que haber y, él la encontraría. Mejor que eso. Cuando su padre le heredara, él se quedaría con ese mayordomo.

Ese mayordomo que repentinamente le habia llamado tanto la atención.

XXX

Había hojeado diferentes libros en los que hablaban sobre temas médicos. Casos extraños de padecimientos sanguíneos pero, ninguno en el que alguien tuviera la sangre dulce. Bostezó. No era que le aburriera leer pero, le hastiaba investigar sobre un tema y, no encontrar nada lógico o exacto a lo que necesitaba.

"No seas ridículo, Ciel.", se dijo a sí mismo, cuando se detuvo frente a un libro sobre criaturas mitológicas en el que no había reparado en sus anteriores caminatas frente a las enormes libreras. "No encontrarás nada ahí."

Pero su curiosidad era mayor y, traicionando a su sentido común, tomó el libro y se devolvió a su cómoda butaca forrada en cuero color café cobrizo. El sillón rechinó cuando el menor tomó asiento y se deslizó para quedar recostado en el respaldo.

Rebuscó, página por página. El libro hablaba acerca de vampiros, de hombres lobo y demás criaturas místicas. Ciel había repasado una a una las palabras, pero, ninguna descripción parecía concordar con Sebastián. Tal vez los vampiros pero, no lo creía. Si fuera un vampiro, no hubiera resistido vivir tanto tiempo con ellos sin hacerles algún daño, ¿o sí?

Continuó con su lectura hasta toparse con una página que definitivamente llamó su atención. Estaba titulada "Demonios".

"En religión, ocultismo y folclore, un demonio o "daemon" es un ser sobrenatural descrito como algo que no es humano y, que usualmente resulta malévolo. Sin embargo, la palabra griega original "daimon" es neutral y no indica que estos seres sean de un comportamiento únicamente negativo.

Un demonio es considerado un espíritu impuro. En algunas culturas, se ha dicho que los demonios poseen ciertas características como una hermosura impoluta para atraer a sus víctimas, habilidades sobrehumanas y, cuya sangre posee un aroma y sabor distinto a la de los humanos pues, son seres que han vivido por siglos. A la vez, no se ha podido comprobar nunca ninguno de estos datos pertenecientes únicamente a la mitología.

Con frecuencia se lo representa como una fuerza que puede ser conjurada y controlada, se pueden encontrar referencias a "buenos demonios" en Hesiodo y Shakespeare. De esta forma, se creía que el demonio sería regido por un cierto tipo de contrato o acuerdo, por el cual protegería a quien lo hubiera invocado a cambio de un precio: el alma del que haya elegido como amo. El demonio es entonces una simple posesión más para el amo y, no podrá alimentarse de ninguna otra alma en el proceso."

-Un demonio.

Ahora que se ponía a pensarlo, Sebastián tenía unos rasgos muy bien definidos. No era el rostro de un mayordomo cualquiera. De hecho, era un rostro bastante hermoso que le agradaba ver cada día, especialmente cuando servía el desayuno. Entonces, el moreno acababa de usar su perfume y olía aún mejor. Llevó una mano a su pecho involuntariamente. Sin saber el porqué, pensar en el moreno le hizo sentir una cierta felicidad. Claro, que en realidad, no podía evitar odiarle. "Maldito chismoso.", susurró para sí, sin bajar el libro. "Jamás se queda con la boca cerrada."

-Joven amo, ¿le gustaría beber un poco de té? - La voz del mayordomo le sacó de su ensoñación. Cerró el libro nerviosamente y lo colocó detras de su espalda.

-Claro. Anda, sírveme un poco.

Sebastián se acercó a la mesa que se encontraba frente a la butaca. Colocó una taza de porcelana y sirvió el té en ella. El ojiazul evitaba mirarle, pretendiendo distraerse en alguno de los otros libros que había estado hojeando antes.

-¿Puedo ayudarle en algo más, joven amo? - Se detuvo para observar un momento más al menor. Ese niño tenía algo, más allá de su alma que le provocaba un cosquilleo en todo el cuerpo.

-No. - Respondió secamente el ojiazul. El mayordomo asintió y se giró, listo para marcharse. - Espera, demonio.

El moreno se giró, sorprendido y a la vez confundido. Su rostro se había tornado más pálido de lo acostumbrado. - ¿Me decía?- Se agachó a la altura del niño.

-Ah. Así que que he dado en el clavo. - Se jactó Ciel, orgulloso de su astucia para conocer la verdad sobre el mayor. - Después de todo, sí eres un demonio y, uno que imagino ha de estar muy hambriento.

-Eh... ¿cómo lo sabe,joven señor? - Preguntó Sebastián, nervioso. Algo inexistente en él. Pero, cuando se enfrentaba a ese niño de ojos color de zafiro, sus fuerzas parecían desaparecer.

-Eso no es de tu incumbencia, mayordomo. - Dijo el menor, secamente. - Pero sé, cuanto te agradaría poder jugar un poco con la mía.

-¿Sin comerla? - El moreno sintió una punzada en su interior. Eso sería algo tan masoquista que no sabía si era capaz de hacerlo. -Eso sería peligroso.

-¿Por qué? ¿No sabes hacerlo?

-No soy un demonio lo suficientemente mayor para eso. Los demonios que juegan en esas formas tienen por lo menos 700 años. Yo solo tengo 250. - Admitió Sebastián, decepcionado de sí. Entonces recordó que había escondido algo en el bolsillo de su chaqueta para Ciel. - Vea, le he conseguido esto. - Dijo, sacando un puño de galletas envueltas en un paño blanco.

Ciel le miró con resquemor. - No, no las quiero. Luego le dirás a mi padre que las he comido.

-Su padre siempre me pregunta si usted me ha pedido un postre pero, usted no me ha pedido las galletas. Yo las he traido por mi gusto.

El ojiazul le miró, intentando ocultar lo embobado que se encontraba con el rostro del moreno tan cerca. Lo sujetó por debajo de los cabellos lacios del mayordomo, acariciando la línea que separaba éste de su cuello. Si él creyera en el amor, amaría a ese mayordomo. - Gracias.

-Por nada. Me alegro haber hecho feliz a mi joven señor. - Concluyó el hombre, acercándose más al rostro del ojiazul. Cerró los ojos y se preparó para besarle.

-¿Qué piensas que haces? - Preguntó Ciel secamente y, el demonio retrocedió en sus acciones.

-Yo...

-Nada conmigo es fácil. Soy un Phantomhive. -El menor paseó un dedo por los labios del moreno. - ¿Quieres jugar conmigo? - Sebastián asintió, cerrando los ojos ante el contacto. La piel del ojiazul en sus labios. Jamás había experimentado un contacto de un humano de ese tipo. - Pero, habrán reglas.

-Usted dígalas y, yo las seguiré sin queja alguna.

-Espera en tu habitación esta noche, después de las diez y, las tendrás.