En las noches, cuando no hay marea, espero un milagro. En el día, cuando el agua sube hasta el cuello, cuando intenta hundirme, aborrezco todas las maravillas que me rodean. Las detesto tan profundamente, que mi mente termina desmembrada.

Qué feo sentirse desgarrado, tan humillado, porque tu destino ya está plasmado en ese lienzo de fea luminiscencia. Jodidas estrellas que carcajean en la noche. Las veo arriba, y ellas se ríen y me susurran cosas que nadie entendería nunca.

No es como si me importara, de todos modos.

Si ya tienes un destino marcado, no puedes evitarlo. Y, peor todavía, cuando tu maldita existencia es pura injusticia repleta de una casi parsimoniosa encrucijada. Tan frustrante. Somos, aparentemente, un clavo en los pies del Karma.

Si pies tiene, claro.

¿Y quién nos culpa? ¿Los Dioses? ¿Aquellas ingratas entidades? Yo podría borrarlas del mapa.

Aún puedo.