Cada vuelta dada en las contadas calles angostas de Covent Garden hacen que sientas unos dedos largos y gentiles, estrujando con firmeza tu hombro; el pulgar enterrándose ligeramente sobre tu omóplato. La mano de tu padre. El toque fantasma resembrando la primera mañana de invierno, años atrás. Tu primer día en la ópera.
El frío es intenso. Sin embargo, el cuello alto, repleto de un exagerado encaje, te protege del clima, poniéndote igualmente la piel de gallina, causándote cosquillas. Así, le sonríes a los transeúntes con los que cruzas miradas por accidente. El vestido trae sonrisas naturales.
Pero, la mano en tu hombro tiembla. Los dedos se entierran sobre la tela con cada cambio de aire en el ambiente.
Recuerdas lo similar que comenzó aquel día. El clima. El cielo repleto de nubes, sin cumplir nunca su amenaza de lluvia. El frío, calándote los huesos. Y, a pesar de no saberlo del todo, los dedos imaginarios -en aquella ocasión- no temblaban por el frío. Con los nervios a flor de piel, el frío había desaparecido para él.
Su inquietud era más grande que la tuya.
Suspiras. Frotas tu pecho, dándote calor. Antes de girar por la última calle, comienzas a caminar de puntitas, haciendo que el paso se ralentice hasta detenerte en el cierre de edificios que va a dar a tu destino. Parada; estética en la esquina de la calle. Deslizas la mano con lentitud sobre tu pecho, destinándolo a tu hombro. Tocas, imitando la gentil mano. Aprietas con dulzura. En tu mente, le dedicas las palabras de aliento que recitaste esa mañana; forzándote a borrar cada rastro de nerviosismo en las acciones. Con voz fuerte y apacible. No dejarías que sus inquietudes se transmitieran a ti. Ni en este momento, pasados ya años de aquel memorable día.
No hay nada en el mundo que puede salir mal, ¿sabes? No esta mañana, contigo a mi lado. Si te tengo aquí, todos los peligros del mundo desaparecen.
Tu voz interna, seguido de un "te quiero" que deja tus labios -junto a vapor caliente- parece aliviar al fin la creciente presión que sentías. El primer dedo que se retira por completo es el pulgar. Es lento. Casi se desliza, renuente a dejarte. Así, das vuelta por la calle, alzando el vestido para protegerlo del lodo, con los dedos dejando ligera e imperceptiblemente tu piel, uno a uno.
Para cuando cruzas la calle -El Teatro de la Ópera Real frente a ti- la mano de tu padre ya ha desaparecido.
El puño cerrado, sosteniendo con firmeza la falda del vestido, se aligera igualmente una vez subido el último escalón de mármol. El ligero tac-tac-tac de los tacones para, mientras le das un último vistazo al cielo, sobre tu hombro. Retirándote los guantes, el ruido de la lluvia comienza. El anunciante, un relámpago que te provoca tambalear. Sientes una mano en el pecho. Esta vez, es de tu pertenencia, como si intentaras controlar los latidos de tu corazón. Y antes de volver a ser víctima de otro de los destellos, decides entrar con paso apresurado al teatro, dejando atrás el ruido de la lluvia que crece poco a poco.
Alzas la falda nuevamente. Te deshaces de los zapatos, acomodándolos con cuidado en una de las manos que contiene parte del vestido sin que éste se manche del lodo londinense que parece haber encontrado alojamiento dentro del calzado. Con pies descalzos, te aproximas a los vestidores del teatro.
Los primeros rostros que se presentan frente a ti son irreconocibles. Trajes de gala. Telas que nunca has visto. No los miras directamente a los ojos, pero puedes sentir sus orbes pesados y curiosos siguiéndote. Una vez que los pasas de largo murmuras un cortés saludo y agachas la cabeza. Las miradas se extinguen en tu nuca cuando giras para la derecha, con la laberíntica estructura de madera y cuerdas que le dan una esencia única al lugar.
Después de todo, es la esencia única de tu hogar.
Los rostros aparecen nuevamente, esta vez siendo destellos que has visto antes, pero no puedes recordar del todo. Ahora los saludos son correspondidos. Con cada paso las voces se vuelven amables. Las voces se vuelven conocidas. Se vuelven un ambiente que conoces a la perfección. Las voces se vuelven una melodía. Los rostros a su vez, se vuelven familia.
O eso notas, mientras una mala broma es lanzada desde la parte trasera de la multitud y junto a las chicas en tutú, ríes al unísono.
Un par de gentiles manos deslizan sus diminutos dedos por tu cintura, acercándote a un cuerpo igualmente pequeño. La cabecita que se posa en tu hombro recita tu nombre con voz tierna. Ríes nuevamente por el cosquilleo que el aire en tu cuello provoca. Agachándote un poco, alzas el brazo a la altura de tus ojos, para mantener en posición a la persona que te llama. Giras tan solo unos centímetros para plantarle un beso en la mejilla a la hija de Madame Gallodier. Marie.
"Bendiciones, mi amor" la vocecita tierna de Marie sale en suspiro, haciéndote notar lo adormilada que aún se encuentra "¿Dónde has estado toda la mañana, eh? Las muchachitas preguntaban por ti, pero no supe que responder."
Corres detrás de la barra de ballet. Marie acomoda su postura. Tú te desvistes y cambias tu atuendo al tutú de la obra en ensayo. Los enternecedores ojos miel cambian de un brillo de alegría a otro de preocupación.
"Pensaba que era un poquito raro que no estuvieras en cama", sus movimientos graciosos hacen énfasis sobre sus expresiones (fáciles de leer) y algo te hace sentir culpable "fui a la capilla que está abajo, pero te habías desvanecido, corazón ¿Has hecho algo interesante esta mañana?".
Antes de responder te posicionas del otro lado de la barra. Estando a la misma altura, decides sonreírle con vergüenza. Imitas sus movimientos hasta que tu memoria puede sola y por fin hablas:
"Visite a alguien, amor".
Sueltas, con la voz algo temblorosa,
"Era algo que tenía que hacer sola, Marie. Por favor, no te sientas mal. El clima está espantoso."
Su mirada es interrogante. Los ojos parecen llenársele de lágrimas cuando musitas -apenas audible- que tu destino fue el cementerio. El brillo en sus ojos se transforma en pena. Cuando mira curiosa a uno de los grupos de bailarinas a su costado izquierdo y te hace una seña con la mano para que te acerques a ellas, el tema se ha quedado olvidado por la paz.
Con los dedos, haces imitas un movimiento de saludo al resto de las chicas, quienes sonríen y sueltan pequeñas risas ante tu actitud infantil. Antes de acomodarte junto a tu pequeña, esta te señala la tiza para pies a un costado de las escaleras de caracol.
Curiosa, alzas la mirada sobre la confusa estructura de metal, esperando ver un diminuto rastro del telar del teatro.
Pero todo está en tinieblas, la oscuridad parece tragarse hasta el último rayo de luz y escrudiñas la negrura, en busca de algún cadavérico rostro que te quite el aliento. Buscas. Tus oídos alcanzan a escuchar otro relámpago.
Algo se mueve en las tinieblas...
Lo que te trae de regreso es Madame Godollier. Su dedo baja tu barbilla lentamente, con aquella dureza maternal que siempre te ha mostrado. Ese semblante duro se suaviza para ti en lo que parece ser una fracción de segundos. En tu mirada parece buscar algo más que el eterno pavor que le tienes a la oscuridad y, cuando no encuentra nada, te guía personalmente a la barra.
El acento francés en su voz frívola te toma por sorpresa.
"¿Le has mandado mis saludos a tu padre, mi niña?". Las palabras te llenan de calidez a pesar de que no te mira directamente al rostro mientras te ayuda a corregir tu postura.
Asientes sonriéndole y el miedo a desaparecido.
La mirada dura de la persona que consideras una segunda madre te hace mantenerte derecha en el ensayo. Tras bambalinas, diminutas figurillas como la imagen de la silueta de Marie, estatuas de papel mache, ridículos disfraces a medio hacer y alguna que otra persona (en su mayoría actores principales) usando uno ya acabado, recorren con éxtasis el lugar.
Escuchas voces, entre ellas, la de la prima donna Renata Cuzzoni que inunda expectante el escenario.
Una de las poses te ayuda a verla, de lejos apenas, siendo inundada por las luces encendidas del escenario. Esa sólo es una imagen con la que puedes hacer vagas ideas. El centro de atención. Aunque fascinante, no es una vida que podrías desear del todo. Una de las chicas murmura un escandaloso rumor entre una riña que aparentemente Renata tuvo hace poco.
"Dicen que Madame Adelina la empujó hacia las escaleras" en la imagen de Renata, buscas los signos de alguna herida. El más mínimo cojeo. Esperas que sólo sea un simple rumor, mientras sigues prestando atención a la voz a tu lado. "Renata es fuerte, pero quiero decir... Ya han pasado varios años desde su debut. Casi es hora de que a alguien más le cedan los primeros papeles, ¿no crees?"
"¿Una chica del coro?" musita la acompañante de la otra chica, enfocada en sus piruetas, sin siquiera mirar a su amiga "Ya sabes cómo son las divas aquí ¡Ninguna de nosotras querrá hacer audición!".
Sonriendo, te quedas callada.
Dentro de la familia que habías hecho en aquellos años de ensayos, las historias glamorosas de rivalidades de las sopranos eran una realidad. Estaba prohibido hablar fuera del teatro sobre cómo estas llegaban a puntos en sus peleas de rasgar vestidos y deshilar pelucas.
Había rumores que Adelina Malibrán (la antecesora de Renata) había terminado con la carrera de la soprano anterior a ella, de manera temprana; pero las historias corrían desde lo que parecían ser los asuntos normales de ''bromas de mal gusto'', hasta... Bueno. Asuntos fuera de tu compresión. Renata era importante, no sólo por haber sido el remplazo de Adelina (quien, como habías escuchado, aún intentaba reclamar su ''lugar''), sino, igualmente por ser la diva que menos deseaba un escándalo en toda la historia del teatro.
Y con los rumores del retiro de Renata, venían el ya confirmado retiro del dueño del teatro. Madame Godollier lo había anunciado en los dormitorios meses atrás, pero pidió no decir una sola palabra. Pero no era un secreto. Cada uno de los miembros en el teatro sabían que el día llegaría.
"Mes filles", Madame Godollier aplaude, atrayendo la atención de todas las bailarinas "este es el último ensayo. Hora de entrar al escenario, ¡ya, ya, ya!".
De esta forma, una a una, sus sombras se alargan en formas inhumanas mientras danzan frente a las luces del teatro.
Y ahí, en las sombras, sin saberlo, los ojos están fijos en ti.
