Hace un año, primer sueño
Era una pareja. Ella de espaldas contra la piedra, él metido entre sus piernas. Y no podía voltear, aunque quisiera. Tampoco pude abrir los ojos, ¿o cerrarlos? Estoy en un sueño, dije, repetí hasta convencerme. Pero no lo parecía: mis brazos de piedra, mi rostro de piedra, delante de la intimidad de un joven y una muchacha algo mayor a una niña.
Entonces él volteó hacia donde yo estaba: una especie de pedestal muy pulido, con rostros de sonrisa cuadrada. Vi dos piedras negras en sus ojos. Y luego lo sustituí dentro del cuerpo de esa muchacha. ¿Pero no era yo de piedra? Podía lastimarla. Ella nunca me apartó, al contrario, sonreía como si diferentes hatillos de plumas rodaran por sus muslos. Luego dijo algo en un idioma desconocido. Las palabras se le abultaron en los labios y aun así las entendí, igual que si las hubiera dicho yo mismo o mi maestro, para reafirmar su significado: Oquizaco in Tonatiuh. Me hicieron sobresaltar. Y desperté.
Sí, desperté con el calor de la mañana hecho gotas blanquecinas sobre la almohada, las manos entre las piernas, intentando arrancar la punzada que me dejó el recuerdo de los tres cuerpos. Ojalá Ikki no se dé cuenta, pensé, mirando hacia la puerta cerrada. Me levanté para extender las sábanas: había una mancha blanquecina, casi sólida, igual a la de mi ropa interior. Salí descalzo luego de hundir la tela a rayas en el fondo del cesto de la ropa sucia. Me ocuparía de ella después, tal vez quemándola. El baño, alguien al final del pasillo. ¿Shun?, escuché que preguntaban. Cerré sin poner casi atención al sol en el piso, a la sombra larga, tal vez de mi hermano.
Abrí la llave del agua fría en el lavabo. Restregué la tela con jabón y volví a ver a la pareja sobre la piedra redonda. Esperaba en el fondo del espejo, y ni la cadena ni la tormenta me librarían de recordar el sueño, el brillo en sus hombros y piernas, la mirada de él en la mía, como si quisiera dedicarme ese acto sólo suyo.
De pronto sentí en la lengua lo salado del cuerpo de ella. Sus brazos redondos, su aura verdosa, parecida al musgo en el amanecer. Apreté los párpados; no quería otra mancha en mi ropa limpia, no quería ese dolor entre las piernas. No despierto.
Giré la llave de la regadera y me metí bajo el chorro sin dejar de sostenerme. La muchacha se diluyó entre las gotas casi heladas. De ese día recuerdo el agua y las sonrisas a medias de Hyoga y Seiya luego, durante el desayuno –la de mi hermano Ikki a través de ellas–. Eso, además del calor en forma de gotas sobre una piel morena.
