Nada mío, todo JK. Lime, incesto, femslash.
Las manos le sudaban, su respiración era irregular y todo parecía dar vuelta. ¿Qué acababa de pasar? Era tan raro no saber algo, siendo ella siempre la que sabía todo.
— ¿Rosie? —la voz juguetona de su prima la trajo de vuelta a la realidad. Dominique tenía el pelo rubio revuelto, la ropa desarreglada y los labios hinchados. Trató de no mirar sus labios. Falló totalmente. Labios carnosos, rojos y besables.
—Y-Yo mejor me voy —tartamudeó, tratando de alcanzar su mochila, sus pergaminos revueltos y doblados con tinta en ellos, manchando su pulcra letra. No pudo. Dominique le tapaba el camino, empujando la mochila fuera de su alcance.
—Vamos, Rosie, ¿qué ocurre? —le preguntó, "inocentemente".
Dominique debería haber estado en Slytherin. Era tan maquiavélica de vez en cuando, o traviesa, porque Dominique era traviesa. Tal vez demasiado, para una inocente Hufflepuff. Porque todos sabían que Dominique era todo menos inocente.
La rubia le sonreía, con esa sonrisa que derretía a tantos chicos (y chicas) del castillo, y Rose no sabía qué más hacer. Porque cuando se trataba de dominación, Nique siempre la vencería.
—Eres tan linda, Rosie —le susurró en el oído, tan lento, tan suave, como la seda. Rose se estremeció. Eso estaba mal, porque uno debe querer así a los familiares, no debe desear a los familiares así. Estaba mal.
Pero al sentir los labios rosados de Nique en su cuello (chupando, mordiendo, marcando), todo pareció irse, toda su racionalidad, su sentido de lo correcto e incorrecto se desvaneció. Solo importando ella y Nique. Nada más. Y nadie más.
Los labios hambrientos de su prima hicieron un camino (al igual que un mapa del tesoro), hacia su labios y ya le era imposible reprimir sus sentimientos,; acarició la espalda de Dominique lenta, tortuosamente, viéndose complacida al ver el temblor en la rubia. El beso era fogoso, apasionado y desmedido. Era la liberación, la rebelión.
Dominique la empujó hacia el escritorio, subiéndola en él. —Muy sexy mi águila, ¿eh? —musitó contra sus labios, mientras sus manos se metían dentro de su blusa y, callado, bien calladita, gimió, porque ¡Merlín! Dominique sí que sabía lo que hacía y ella era una inexperta. Una mentora y su alumna. Y a Rose le gustaba aprender, como a toda buena Ravenclaw.
La Hufflepuff la acariciaba por todas partes, encima de la ropa, su cintura (—Pero que pequeña cintura, ¿no Rosie? Me encanta), sus muslos, entre las piernas (¡Oh por Merlín!), sus pechos (en los que se toma más tiempo, moldeando, pellizcando, haciéndola gemir). Todo estaba fuera de foque, lo único tenía claro era que Dominique le estaba dando el placer de su vida y no quería parar, por ningún motivo.
Desde ahí todo era un borrón. Blusas, faldas, medias, zapatos, ropa interior, corbatas amarilla y negra, azul y cobre— todo removido y esparcido en el suelo. Era un enredo de piernas, lápiz labial, gemidos, pelirrojo y rubio, lamidas y toqueteos.
Porque el deseo y la travesura van de la mano.
