Ella era una niña. Una niña en camino a ser mujer. Su nombre era Amy. Tenía largos cabellos rosados y grandes ojos verdes. Muy bonita, de estatura promedio y figura delicada. Era de esas niñas que se ven siempre felices debido a la dulce sonrisa que ofrecía a sus amigos y conocidos. Siempre sonriendo, aparentando ser feliz. Pero la realidad era muy diferente.
Solía volver sola de la escuela. A ella le gustaba la escuela. Sus buenos compañeros y simpáticas maestras le hacían olvidar sus problemas. Problemas que estaban en casa. A ella no le gustaba la casa. Su sonrisa se desvanecía a cada paso que la alejaba de sus amigos y la acercaba a sus padres. Ella amaba a sus padres... pero odiaba sus peleas. Papá disfrutaba beber. A mamá no le agradaba eso, pero se veía obligada a esconderlo. De alguna forma u otra, papá lo notaba, y golpeaba a mamá diciendo que era una irrespetuosa y una desagradecida. A Amy no le gustaba eso, y defendía a mamá, ganando alguna que otra bofetada, y el fin de la pelea. Cada noche Amy lloraba en su almohada, con mucha rabia, pero nunca odiando a papá. Él no quería, el alcohol lo obliga, se decía, buscando una excusa para perdonarlo... Hasta que llegó el día en el que ya no había excusas.
Con paso apurado, llegó a casa. Se había entretenido demasiado y no notó que el tiempo pasaba. Seguramente papá se molestaría. Cruzó la puerta con la respiración agitada por la carrera, esperando escuchar los gritos que siempre la recibían. Pero no escuchó nada. Ni una palabra, ni un ruido. Su inocencia la llevó a pensar que tal vez papá estaba cambiando, y con esperanza se dirigió hacia las habitaciones. Fue la peor idea que tuvo en su corta vida.
Su madre, su querida y frágil madre estaba sobre la cama, inerte, pálida, muerta. Su padre, sentado a los pies de la cama, bebía de una botella un líquido transparente, que aunque pareciera agua, era obvio que no se trataba de eso. Sus nudillos estaban manchados de sangre, mucha sangre.

Volteó hacia la puerta, y vio a su hija parada ahí mismo. Su dulce cara infantil estaba ahora adornada con una mueca de horror absoluto, y su pequeño cuerpo de señorita se encontraba tembloroso, pero completamente paralizado por la macabra escena. Se puso de pie, alertando a la niña y provocando que esta corriera. Pero sus piernas eran más largas, y en unos cuantos pasos logró alcanzarla.
Y pasó lo peor.

Le dolía. Le dolía mucho. Sentía como aún la sangre caliente bajaba por entre sus piernas, como sus pechos ardían por las fuertes mordidas y como su corazón era estrujado y destruido por su propio padre. Ya no había excusas. Ya no tenía razones para perdonarlo. Papá se llevó su tesoro más preciado, y ya no quería verle nunca más. Se iría, se iría lejos y no volvería jamás. Sus cosas dentro de una mochila y a alejarse de ese lugar.
Con cuidado de no despertarlo cruzó la casa en puntas. Pero ese sin duda era el peor día de su vida.
Papá la escuchó, y su fuerte agarre le lastimaba el brazo. No podía soltarse, y de la desesperación soltó una patada hacia él, patada que llegó hacia las partes más débiles de aquel ser. Aprovechando el dolor ajeno, ella escapó, corrió y no paró. Pero su cuerpo había recibido demasiada batalla ese día, y se vio obligada a parar. No sabía donde estaba, era de noche y las luces apenas alumbraban. Parecía ser una plaza. Destruida, se sentó en un banco a llorar. Pero su llanto no duró mucho, ya que una voz desconocida llamó su atención:
- ¿Qué haces aquí?

Como dije, iba a hacer un reboot de mi "mejor" fic (por así decirlo) y lo hice. Planeo subir un cap por mes debido a la escuela, espero que lo entiendan. Hasta ahora todo sigue igual, pero la historia no va a seguir la misma línea que la original, así que espero que les guste este giro. Sin nada más que decir, me despido.