UN PASEO DE HERMANOS


1

Planicies Domeykodactylus


Diego se apresuró en levantarse apenas los rayos de sol coronaron los cielos de Planicies Domeykodactylus. Estaba muy ansioso, pues el día anterior su hermano le prometió sacarlo a pasear.

"—¡ARGGG! ¡SI MAÑANA TE LLEVO A PASEAR DEJARÁS DE PATEAR ESA MALDITA PELOTA! —había gritado Dinai, su hermano mayor, el día anterior.

—¡Sí! —aunque no le había hecho ninguna gracia dejar de practicar dinobalón, un viaje con su querido hermano valía la pena."

—¡Dinai, Dinai, despierta! —el pequeño pteriosaurio chilló y remeció a su hermano con todas sus fuerzas.

Aquel enorme nido de ramas de araucaria cobró vida con el desperezamiento y las quejas de un montón de domeykodactylus —Diego tenía siete hermano, todos mayores, y además en el nido también vivían su madre y padre—. Dinai levantó la cabeza, grande, crestada y con un duro pico curvo en la punta, y se levantó de un salto.

—¡Buen día mundo, y todos quienes tienen la gloria de vivir en tu pecho abrumado de araucarias! —gritó antes de que David, el que le seguía en edad, le arrojara un piñón.

—¡Cállate, poeta!

Dinai se limpió las alas y saltó del borde del nido a tierra con toda la dignidad que pudo reunir. Miró a su hermanito y sonrió.

—¡Es muy temprano! —murmuró.

—¡Pero lo prometiste! —protestó Diego, a punto de ponerse a llorar.

Dinai se rió.

—Sí, lo prometí. Y te llevaré de paseo. Al lugar donde yo solía pescar en los antiguos días de mi huraña existencia: la Gran Laguna.

—¡SÍÍÍÍÍ! —celebró el pequeño pterosaurio— ¡Vamos, antes de que se vaya el Dinotren!

—Calma, calma, Pequeño. El Dinotren pasa dentro de tres horas. Desayunemos y luego vamos.

Diego bufó se sentó en una roca con los brazos cruzados. No le molestaba tanto tener que esperar (Dinai nunca descuidaba las comidas) peo le irritaba que lo llamara "Pequeño."


Los domeykodactylus eran una de las tantas ramas del árbol de los pterosaurios. A primera vista eran similares a los pteranodontes; sin embargo, se diferenciaban en sus crestas aplastadas en forma de abanico, su pico curvo y anaranjado, su ligeramente menor tamaño pero mayor envergadura y sus escamas de color beige.

Las Planicies Domeykodactylus no pasaban de ser semiáridos valles atrapados entre montañas de frondosos bosques de araucarias en sus faldas, pero Diego no recordaba ningún momento de su vida que no estuviera ligado a aquellos parajes.

Dinai se tomó su tiempo para desayunar, como era de esperarse. El hermano menor había acabado rápidamente sus lagartijas, pero los mayores comían tan lento que sus mandíbulas parecían de barro. Finalmente, Dinai bebió un poco de agua de un arroyo montañés y ambos pterosaurios se elevaron hasta que los piñones casi rozaban sus areniscos abdómenes.

Diego estaba tan entretenido viendo su sombra en el suelo y la sombra aún más grande de su hermano a su lado, que apenas si se fijó cuando llegaron a la Estación de Trenes.

—Dos boletos a la Gran Laguna, por favor —dijo amablemente Dinai.

—Muy bien, Dinai Domeykodactylus —dijo amablemente el Jefe de la Estación—. Aquí tiene, uno y dos.

—Muchas gracias —contestó Dinai, inclinando la cabeza en un gesto anticuado de respeto.

Diego corrió a ver los folletos, mientras su hermano sacaba una fruta de un árbol y la mordisqueaba perezosamente. Se sorprendió al ver los distintos y exóticos parajes, que él no conocía ni de nombre: el Valle de los Stygimoloch, el Cañón Corythosaurio, la Terraza Pteranodonte, el Pueblo Troodonte. Finalmente sus ojos encontraron lo que buscaba. Un folleto de la Gran Laguna.

Sus pequeños dedos no lo habían aún abierto cuando un silbato sonó a lo lejos.

—¿Es idea mía u oigo de veras a un tren que corre tan raudo como una bandada de pterosaurios al iracundo sol de la tarde? —dijo Dinai con una sonrisa, pero Diego sólo oyó un "bla-bla-bla" detrás de "¿Es idea mía?"

—¡Viene el tren! —gritó Diego, saltando de emoción bajo la divertida mirada de su hermano.

El Dinotren rompió el silencio de las montañas y surgió a través del polvo como un fantasma. Soltando furiosos chorros de vapor, que parecían nubes que trepaban por la chimenea de vuelta al cielo, frenó en la casi desierta estación.

La puerta de abrió, y un troodonte, enfundado en una chaqueta roja y usando un sombrero rojo se asomó.

—¡Todos a bordo! —gritó.

—¡Hola, Señor Troodonte! —saludó Dinai, dándole un fuerte apretón de manos. Dinai era el intelectual de la familia, y pasaba más tiempo viajando en el tren que importunando en el nido.

—¡Hola Dinai! —contestó sonriendo— ¿Este es tu hermano Diego? —saludó al ya nombrado—. Dinai me ha hablado mucho de ti.

—¿En serio?

—Sí. Siempre se queja que le das en la cabeza con el balón.

Los dos hermanos domeykodactylus se rieron.

Una vez sentado, Diego miró por la ventana, mientras el tren iniciaba lentamente el camino a la Gran Laguna. Se sentía mucho más que feliz. No sólo iba de paseo en el Dinotren —casi un mito en las soledades de las montañas—, sino que además iba con su hermano favorito.

No podía ser más feliz.