El Castillo Ambulante

Capítulo 01

Aquel pueblecito realmente no era nada especial. Si lo comparabas con la capital del Reino, el sitio tenía grandes carencias. Por una parte, no contaba con los edificios altos o con los grandes ventanales que sí que habían en la capital. Aquel lugar era un emplazamiento tranquilo, de edificios bajos, la mayoría con balcones con barandas de madera y losas de color teja. Las fachadas eran de tonalidades vivas y diferentes que dotaban al pueblo de un ambiente pintoresco. Destacaba aquella vía que lo partía en dos y por la cual, puntualmente, solía pasar un tren de metal negro que soltaba una espesa humareda de prácticamente el mismo color. El bullicio de gente no era tan asfixiante y se podía pasear sin riesgo a ser arrollado por un grupo de chiquillos jugando a brujas y magos.

Desde la ventana de la planta baja, tras su pequeña y abarrotada mesa de trabajo, Antonio Fernández Carriedo observaba la calle con aire ensoñador. Su padre había muerto hacía años y su madre y hermano era la única familia que le quedaba. Antonio había vivido siempre en aquel sitio y ahora trabajaba en el negocio familiar que su padre siempre había amado. Su madre le preguntaba cada vez que le veía si de verdad quería pasarse su juventud dentro de aquella casa, dedicándose al negocio de la sombrerería. A él aquello le parecía bien. No es que se le diera mal y aquella tienda obtenía suficientes beneficios. Antonio deseaba mantener aquel lugar que tanto había atesorado su ya difunto padre. Era además polivalente, lo mismo un día se encargaba de confeccionar el sombrero entero y al día siguiente estaba concentrado en adornar uno que ya estaba hecho. En aquel momento se encontraba en su estrecho cuartucho con forma rectangular. No era tan pequeño pero aquel escritorio de madera de roble se comía la mayor parte del espacio libre, junto con la cama. La madera barnizada estaba cubierta de al menos una docena de sombreros. A la izquierda los que no tenían aún decoración alguna, a la derecha se encontraban los que ya había terminado y estaban listos para ser expuestos y vendidos.

- Antonio, Antonio... -dijo en el marco de la puerta un chico de cabellos rubios ceniza y los ojos de color azabache- Las chicas van a salir y nos invitarán a tomar copas, ¿te vienes? Quizás podamos ligar con alguna.

El chico de cabellos castaños dejó el sobrero en el que trabajaba, en ese momento cosiendo una perla al espectacular tocado que estaba montando. Observó a su compañero de trabajo con una mirada incrédula. ¿Cuántas veces se lo había dicho ya? Pues al tío no le entraba en la cabeza. Era como hablar con una pared. Aunque, por lo visto, sólo con mirarle de aquella manera, entendió qué es lo que pasaba por su mente. El rubio hizo un mohín y apretó las manos a la altura de sus muslos, en un gesto de frustración contenida.

- A veces tengo la impresión de que eres tan frío como un témpano. ¿Es que no te gustan? Son bien guapas...

- A ver cómo te lo explico para que te entre en ese cerebro de pájaro que tienes, querido Pierre... -dijo Antonio girándose sobre el asiento para poder encarar al hombre- No se puede ligar con tus compañeras de trabajo y, como yo me entere que alguna deja de trabajar porque no la llamas, iré a tu casa a partirte las piernas.

- Cuando me amenazas con una sonrisa en la cara y esa voz melosa te juro que me das escalofríos. Es como presenciar una escena de una pesadilla. -de repente se puso de morros- Pues vamos a divertirnos sin ti, aguafiestas.

- Pues muy bien. Lárgate y déjame trabajar de una maldita vez.

Escuchó el rumor de sus empleados hablando en la tienda. Ya podría haber cerrado la puerta... Tenía la manía de dejarla entreabierta. De repente una de las chicas gritó y se escucharon pasos corriendo. Por un momento volvió a dejar el sombrero.

- ¡Es el Castillo de Francis! Nunca lo había visto tan cerca.

No se vislumbraba bien desde donde estaba pero a él no le parecía propiamente un castillo. Pronto lo perdió de vista entre la niebla que cubría las montañas. El nombre de Francis era bastante conocido por aquellas tierras. Se explicaban de aquel mago muchas historias que a Antonio le aburrían hasta producirle sopor.

- He escuchado que el otro día un chico del pueblo vecino fue víctima de Francis y le arrebató su corazón. -comentó la misma chica que había chillado. Antonio puso los ojos en blanco y siguió cosiendo.

- Qué miedo... -murmuró la otra chica.

- ¡No te preocupes! -exclamó su compañera- ¡Sólo les roba el corazón a las personas atractivas!

Se escucharon las risas de los presentes en la tienda alejarse tras el sonido opacado de la puerta. Suspiró y continuó con su trabajo. Era la historia de siempre y no le interesaba. Todo el mundo sabía que los brujos que perdían su camino se dedicaban a sembrar el caos entre la gente normal y, finalmente, en un acto de maldad y egoísmo le arrancaban el corazón a algún desgraciado y se lo comían. Soltó el sombrero en el montón de los terminados, dejó caer los brazos, relajados, y miró por la ventana.

Por todas partes se veían las banderas del Reino y se escuchaba el jolgorio de la música y el montón de personas congregadas. Era el día en el que celebraban la victoria del Rey sobre aquellos territorios y siempre, para rememorar tal evento, se realizaba un desfile militar que atraía a cientos de personas de esa y otros pequeños pueblos de los alrededores. Arrastró el taburete en el que se sentaba y se incorporó. Iría a ver a su madre y, de paso, vería el ambiente de la fiesta que tanto le gustaba.

Minutos después abandonaba las paredes brillantes y adornadas de la tienda y, tras cerrar la puerta, se dedicaba a deambular por las calles. Antonio no era realmente rico. Tras la muerte de su padre, su querida madre había decidido casarse con un señor militar que, aunque no odiaba, no le gustaba demasiado. Era bastante normal que no pudiese aceptar que su madre estuviese con otro hombre. Ella quiso dejar atrás la sombrerería, que tantos recuerdos les suponía, y si no la vendió fue porque Antonio se lo pidió insistentemente y porque les daba beneficios. A partir de aquello, el chico de cabellos castaños pasó a vivir en aquella pequeña estancia en la que trabajaba y se negó a irse a vivir con su madre y el militar. También rechazaba la ropa que le enviaba y, eventualmente, dejó de hacerlo. Antonio se ocupaba de su propia vida, aunque eso supusiera haberse comprado un pantalón y una camisa más corta. Sus pies estaban enfundados en unos sucios y desgastados mocasines de piel clara, unos calcetines negros subían por su tobillo, visible ya que el pantalón verduzco que llevaba era unas tallas menores de la que debería usar. Lo de la camisa apenas se notaba ya que la llevaba arremangada y remetida por el borde del pantalón. Para acabar aquel cuadro, llevaba una gorra de un color un poco más oscuro que el verde de la prenda inferior. En conjunto, parecía uno de esos jóvenes sin dinero que se dedicaba a repartir periódicos por las casas.

Se fue por las calles menos transitadas, dirigiéndose hacia el café que regentaba su madre. Hubiese sido un inconsciente si se hubiese metido por aquellas avenidas cuyo pavimento estaba siendo transitado por los soldados y sus coches y cuyas aceras acumulaban un montón de curiosos (hombres, mujeres y niños) que observaban aquel espectáculo de confeti y música estridente. Si quería llegar a destino, tendría que tomar un atajo. De repente, al girar por uno de los callejones, se topó directamente con un soldado vestido de rojo y azul, con brillantes botones dorados adornando las prendas. Iba acompañado de otro y ambos eran más altos que él. El del mostacho grande y poblado se acercó.

- Vaya, vaya, pero mira qué tenemos aquí... Una ratita perdida~

Antonio no dijo nada pero arqueó una ceja mientras por dentro pensaba en lo que acababa de oír. El otro chico, más joven, cabello dorado y un pequeño colmillo puntiagudo que sobresalía más con respecto a los otros, se acercó tanto a su rostro que le resultó hasta molesto.

- No le hables así, ¡creo que lo estás asustando! -dijo con aire jovial el soldado menor.

- Creo que aquí el que está asustándole eres tú. ¿Te has perdido? -dijo sujetándole el brazo. Antonio lo movió sin ser brusco para librarse del agarre.

- Mi hermano me está esperando. Si me disculpan... -dijo con un tono educado.

Sin embargo, antes de que pudiese sobrepasarlos, volvió a sentir un tirón que le impedía que se marchara. Su rostro se volvió frío y calculador y aprovechó la inercia para propinarle un mejor puñetazo en la cara que ni tan siquiera pudo prever. Un segundo pasó antes de que estallase la conmoción. El hombre del mostacho se incorporó, con la nariz sangrando a causa del golpe que había recibido. Por la cara de enfadado que tenía, Antonio supo enseguida que estaba en problemas. Se apartó, con movimientos ágiles, y empezó a correr justo antes de que gritara.

- ¡Cógelo!

No se detuvo ni un instante. Cuando menos se lo esperaban, el chico giraba por alguna callejuela y por unos segundos lo perdían de vista. El soldado más joven estuvo a punto de atraparlo pero Antonio se paró, levantó la cubierta de un cubo de basura y la usó como escudo. Giró otra calle y, de repente, para su sorpresa, se encontró con un paredón grande que tapiaba cualquier salida. Se giró y vio a los dos soldados. Maldijo por dentro mientras iba retrocediendo hasta dar contra la pared. El soldado del mostacho, con algunos rastros de sangre bajo la nariz, sonrió con malicia. Por fin lo habían rodeado y ahora iba a pagar por su insolencia. Antonio entonces notó que algo se movía a su lado, como una corriente de aire, y de sopetón le vino un olor dulce a la pituitaria. No fue lo único que sintió, también había un brazo que rodeó su hombro y lo apretó contra un cuerpo. Ladeó el rostro, atónito al sentir a alguien a su lado. Un hombre, ligeramente más alto que él, de cabellos rubios que le llegaban por los hombros y ondulado hacia las puntas había aparecido de la nada. Sus ojos eran azules y no se fijó en mucho más ya que aún estaba preguntándose de dónde demonios había salido.

- Vaya, querido, por fin te encuentro. ¿No me dijiste que esperar al lado de la zapatería? -dijo con un peculiar acento el recién llegado.

- ¿Eh? -fue lo único que pudo articular Antonio, aún demasiado estupefacto por la aparición de ese individuo y porque lo sujetaba con esa familiaridad.

- Ya decía yo que te ibas a olvidar~ -rió suavemente- Anda, vamos. Gracias por encontrarle, soldados.

- Un momento. Ese chico está bajo nuestra custodia y no puede llevárselo.

- ¿Eh~? ¿Qué dicen? -replicó con aire juguetón el chico, poniendo la otra mano cerca de su oreja y haciendo ver que no les escuchaba bien- ¿Que ya se iban?

El inesperado y misterioso hombre hizo un gesto con su mano derecha y de repente ambos soldados viraron y se empezaron a alejar. Antonio se había quedado sorprendido ante aquella demostración. Magia... Aquello era magia. Pero el rubio no estaba pendiente de él. Miró hacia donde sus ojos azules enfocaban y vio una especie de sustancia viscosa que intentaba adoptar la forma de un humano y que empezaba a salir de una de las paredes. Pronto, más emergían.

- Lo siento, me parece que te he metido en mis problemas sin querer... Anda conmigo, tranquilo.

- ¿Qué demonios es eso...? Yo sólo quería ir al Café a ver a mi madre... -preguntó en voz baja pero nerviosa y atemorizada. Estaban ahora caminando, intentando aparentar calma cuando él en realidad tenía miedo. Sintió que la mano del hombre le estrechaba más contra él.

- Tranquilo, no voy a dejar que te pase nada. Aunque debemos andar más rápido.

Aceleraron el paso, casi apunto de empezar a correr. Cada vez habían más de aquellos seres negros, que no tenían dificultad alguna en atravesar las paredes y los cuales reaparecían donde menos lo esperaban.

- Vamos a ir arriba. -dijo el rubio cuando vio que los callejones se iban convirtiendo en una ratonera de la que pronto no podrían escapar.

- ¿Arriba? -preguntó Antonio al no encontrar lógica a la declaración que acababa de realizar.

El brazo que había descansado sobre su hombro descendió y rodeó la cintura del joven más bajo firmemente, acercando por un momento aún más sus cuerpos. No tuvo mucho tiempo de quejarse ya que el rubio saltó con tanto impulso que, de repente, estaban por los aires, con los edificios a sus pies. El de cabellos castaños tenía las piernas encogidas e inevitablemente soltó una exclamación preso del pánico. Caerían y se chafarían, ya lo podía ver. Por alguna razón extraña, sintió que tardaban más de lo normal en descender. El brazo en su cintura se soltó y con movimientos gráciles le hizo levantar los suyos y tomar sus manos. Entonces escuchó la voz del rubio cerca de su oreja.

- Ahora estira las piernas y empieza a caminar. -le murmuró con tono divertido.

Le parecía una tremenda locura pero, puesto que estaban prácticamente flotando, como si tuviesen el peso de una hoja reseca que planea grácilmente hasta el suelo, no iba a negarse a aquello que le pedía. Abrió aún más los ojos, sorprendido, cuando vio que de ese modo atravesaban los cielos como si hubiese una rampa descendiente de la que nadie hubiese tenido conciencia hasta ahora. Aunque su corazón estuviese palpitando con violencia y nerviosismo, la adrenalina le hacía sentir un estado de euforia que le hizo empezar a reír y exclamar que aquello era alucinante. La música que venía del desfile era una banda sonora en su descenso. Ya divisó el Café a lo lejos y, bajo sus pies, un grupo de personas bailaba, ajenas a que ellos estaban cruzando su magnifico pasillo invisible. Pisaron la punta de un tejado, cuatro pasos más y llegaron al balcón. El hombre misterioso le soltó una mano y con gracilidad le hizo girar sobre sí mismo y aterrizar en el suelo. Él se quedó sobre la baranda, le soltó la otra mano y le sonrió.

Era la primera vez que le veía de frente: llevaba una camisa blanca remetida dentro de un pantalón negro. Sobre la tela descansaba un colgante, una gema alargada de color azul. Entre las hebras de cabello rubio asomaban unos pendientes de similar forma aunque de color verde. Por encima de los hombros llevaba una chaqueta de color rosa con una zona con rombos azules a la altura de las lumbares. Los puños llevaban adornos en oro y Antonio se preguntó por qué no se la ponía

- Ya hemos llegado. Lamento el susto que te haya podido ocasionar, no quería meterte en mis líos...

- ¡Eso ha sido increíble! -exclamó Antonio acercándose a él, con la emoción claramente reflejada en sus facciones. El rubio rió.

- Vaya, me alegra que te haya gustado. -le guiñó un ojo y a continuación miró hacia un lado- Me tengo que ir, aún me siguen. Adiós~

Dio un salto hacia atrás y se precipitó al vacío. Antonio abrió los ojos de par en par y se asomó al balcón para ver qué había ocurrido con aquel hombre. No pudo verlo por ninguna parte, simplemente había desaparecido. No tardaron en aparecer trabajadores del café que se apresuraron en hacerle pasar, dejarle en una sala y decirle que irían a avisar a su madre. Miró aburrido por la ventana, pensando en aquel "vuelo", hasta que la puerta se abrió. Se dio la vuelta.

- Antonio, cariño, ¿qué haces aquí? Deberías haberme avisado de que ibas a venir. ¿Estás bien? Los chicos me han dicho que has llegado por el balcón...

Su joven madre le tomó del brazo y le hizo sentarse. En aquel momento iba ataviada con un vestido amarillo cuya falda tenía bastante vuelo y, sobre éste, un delantal con bordes rizados que se ataba en la espalda. Su cabello dorado y rizado hacia las puntas estaba sujeto por una diadema roja brillante y sus grandes ojos verdes no perdieron detalle de su rostro mientras le contaba lo que había acontecido en su trayecto hasta aquel lugar.

- Me parece que te has encontrado con un mago, querido. Has sido muy afortunado.

- No parecía ser malo... -dijo Antonio encogiéndose de hombros. El gesto de su madre se tornó más severo- ¿Qué?

- Eso es lo que parece, pero esa gente tiene el cerebro lleno de porquería. Quería que te confiaras para robarte el corazón y comérselo. Si hubiese sido Francis, seguro que lo hubiese hecho.

- Qué va, Francis sólo se come el corazón de la gente hermosa. -dijo haciendo un gesto con la mano para restarle importancia.

Bela iba a decirle algo a su hijo cuando entonces apareció el pastelero y le avisó de que había salido una nueva horneada y necesitaban su ayuda para venderlos. Antonio se levantó del sitio donde estaba sentado.

- Yo me voy ya.

- ¿Estás seguro? ¿No quieres quedarte con nosotros esta noche?

- Nah, voy a volver a la sombrerería. Mañana me tocará abrir a los demás. Todos tienen la mala costumbre de irse sin llaves.

Mientras le acompañaba a la puerta tuvieron la típica charla ocasional. Era esa en la que Bela le decía que cuánto tiempo pensaba seguir viviendo allí, que si le valía la pena, que si estaría mejor con ella y su nueva pareja... Antonio contestaría lo de siempre: que no estaba tan mal y que no podía abandonar aquella tienda que su padre tanto había querido.

- Deberías hacer algo que realmente te gustara. -vio que su hijo asentía- Ten cuidado, dicen que el Brujo del Páramo está apareciendo por la ciudad. No te pares en ningún sitio.

- No... -murmuró con tono cansado el muchacho de ojos verdes.

El camino hasta casa fue realmente tranquilo. Las calles estaban prácticamente desiertas, si lo comparabas con el ambiente que antes había habido. Sólo se encontraba algún viandante ocasional que iba demasiado sumido en sus asuntos como para mirarle. Estaba cansado, se echaría a dormir en cuanto llegase. Sacó la llave mugrienta y algo oxidada que había en su bolsillo y abrió la puerta de la tienda. Cerró tras de sí, giró la pieza de metal dentro del pomo y aseguró la entrada. Se fue directo a una pequeña lámpara de aceite que había en el mostrador y la prendió. Justo en ese momento escuchó un tintineo que venía del acceso al local. Abrió los ojos, sorprendido, y viró para encarar a la persona recién llegada. Allí, en el umbral, había un hombre al que no había visto nunca. Sus ojos claros le observaron de una forma que a Antonio no le gustó para nada. Vestía un abrigo negro que le llegaba hasta los pies y que tenía pelo rodeando el cuello. En su mano derecha, enfundada en un guante de cuero también negro, se encontraba un bastón brillante de color marrón y mango de plata, que apoyaba contra el suelo. Su cabello rubio corto estaba parcialmente cubierto por un sombrero oscuro y adornado y su flequillo cubría parcialmente unas espesas cejas negras.

- La tienda está cerrada, señor. Creía haber echado la llave... -dijo, murmurando esa última frase. Se interrumpió cuando escuchó la risa burlona de aquel hombre tenebroso.

- Vaya tienda más ridícula... -dijo con aire superior mirando a su alrededor- La tienda perfecta para una persona tan vulgar como tú...

Antonio entrecerró los ojos cuando escuchó aquella declaración. ¿Quién se había creído que era ese tipo? Puede que la tienda no fuese lo mejor pero no permitía que quien fuese viniera e insultara el legado de su padre. Además, por si no fuese suficiente, se atrevía a faltarle al respeto y despreciarle de ese modo. Caminó hasta la puerta, la abrió y se quedó a su lado, dejándole vía libre para que se marchase.

- Le pido educadamente que se vaya, señor. -dijo con una expresión molesta. Aquello parecía divertir aún más a aquel hombre.

- ¿Y si no lo hago? ¿Entonces qué?

- No se lo voy a volver a pedir. Iré hasta allí y será mi vulgar zapato el que se apoye en su trasero y le guíe hasta la salida. Él es menos educado y amable que yo.

El rubio le dirigió una mirada de odio que se disipó de repente. Entonces empezó a andar hacia él, cada vez más rápido, sin aminorar la marcha. Antonio abrió los ojos con sorpresa y estiró los brazos para tratar de detenerle antes de que chocase contra él. Cuando casi lo tenía encima, cerró los ojos y sintió frío en el instante en que literalmente le atravesó, como si fuese un fantasma. En el marco de la puerta, el rubio volvió a reír.

- ¡Te está bien empleado! ¡Eso por meterte con el Brujo del Páramo! Nadie amenaza al gran Arthur y sale impune de ello. Lo mejor de esta maldición es que no se lo podrás contar a nadie. Dale recuerdos de mi parte a Francis~

La risa de Arthur volvió a sonar, estridente, dentro de aquellas cuatro paredes y el portazo apagó la lámpara de aceite. Sumido en la penumbra y encorvado, Antonio permanecía quieto mientras intentaba recuperarse de aquella experiencia tan extraña. ¡El Brujo del Páramo! Aún podía sentir sus manos temblando. Se las miró y se le cayó la expresión del rostro cuando las examinó y las encontró arrugadas y temblorosas a pesar de que ya no tenía miedo o frío alguno. Lo siguiente de lo que se percató fue de que sus pantalones, usualmente más cortos de lo normal, le llegaban perfectamente hasta los zapatos. ¿Qué demonios le había pasado? Ladeó la cabeza y se encontró con el rostro de un abuelo de cabellos blanquecinos que le devolvía la mirada. Sonrió apurado y al mismo segundo el señor le devolvía la sonrisa. ¿Cómo demonios había entrado ese hombre dentro?

Se movió y la sombra del hombre mayor hizo lo mismo a la vez. Entonces se dio cuenta de que lo que tenía frente a él era, llanamente, un espejo. La horrible realidad le cayó encima como un jarro de agua fría... Dejó de observar el espejo por un segundo. Estaba viendo cosas, era seguro. Devolvió la mirada al espejo y ahí estaba ese señor, con la misma expresión facial que su rostro estaba expresando en ese mismo instante. Se acercó de sopetón y apretó las manos huesudas contra el cristal. Una sonrisa nerviosa y asustada curvó sus labios mientras veía al reflejo traicionero hacer exactamente lo mismo. Se llevó las manos a la cara y tocó para verificar que cada arruga que veía estaba realmente ahí.

- Soy viejo... -hasta su voz, ajada y a ratos temblorosa, le sorprendió. Los nervios volvieron a incrementarse- Joder... joder, joder...

Le dio el pánico. Estuvo dando vueltas, en un momento se puso a chillar con las manos en la cabeza, después se cansó y se echó en su habitación. Una vez en la cama le dio la llorera y se quedó rápidamente adormilado hasta que, de buena mañana, escuchó que su madre llegaba. Se cubrió rápidamente cuerpo y cabeza con una manta y, sonriendo tenso, miró sus manos arrugadas. Aquello era todo un trauma. Aunque, la noche le había dado tiempo a decidir qué hacer: iría a los Páramos a buscar a Francis y así demandarle que le ayudase a deshacer esa maldición.

Salió de sus pensamientos cuando la puerta de su habitación retumbó. Se encogió y cerró los ojos.

- Antonio, hijo, ¿aún duermes? Los del trabajo me han dicho que no te han visto en todo el día. ¿Te encuentras bien? ¿Puedo entrar?

- ¡No entres! ¡Estoy muy constipado y te lo pegaría! -dijo Antonio rezando a todos los dioses que conocía para que a su estimada madre no le diese por entrar.

- Tu voz suena horrible, casi como si fueses un viejo...

Deseó llorar a pesar de que sonreía en ese momento. Es que ya eran ganas de hurgar en la herida, joder... Vale que no lo hacía queriendo, pero dolía. Le costó un par de frases más que su madre se marchase y le dejara a solas. Cuando la quietud reinaba en esa parte de la casa, Antonio se levantó y se puso las ropas más cómodas que encontró de entre las que tenía en su armario. Bueno, siendo viejo se sentía menos asustado de las cosas que le rodeaban. ¿Cómo no estar tan relajado con todo lo que le había ocurrido el día anterior? Iría a los Páramos y buscaría a Francis para ver si él podía deshacer la maldición. No podía quedarse allí y arriesgarse a que su madre le encontrase en ese estado. Si no podía contarle nada acerca de la maldición, cuando le dijera que era Antonio no le creería. No sabía si el mago le ayudaría, pero lo intentaría. Era seguro que no tendría intención de comerse su corazón ya que ahora era un viejecito sin encanto, así que sentía que su vida estaba segura en ese aspecto.

Se asomó al pasillo y vio que efectivamente no había nadie. Cogió la muda que había agarrado, su gorra y se dirigió hacia la cocina. Un trozo de pan grande y queso fue todo lo que cogió para comer. Tenía la suerte o desgracia de vivir en un sitio que estaba cerca del Páramo, así que en teoría no tardaría más de medio día en llegar. Salió del edificio y lo miró con añoranza. Bueno, no era un adiós para siempre, sólo hasta que recuperara su edad. El camino hasta salir de la ciudad se le hizo el triple de largo aunque el culpable, en cierto modo, era él mismo. No sólo andaba más lento, también había estado media hora con otros abuelos, observando con fascinación como montaban una especie de andamio que serviría para pintar la fachada de una tienda. Nunca se había parado a mirar esas cosas pero, de repente, le parecía interesante ver el trabajo que realizaban y por supuesto criticar a la gente que lo hacía. Por la tarde estaba ya dejando atrás la urbe. Aquí el sendero se tornó empinado y accidentado. Las corrientes fuertes de aire chocaban con violencia contra su cuerpo y hacían la tarea de caminar incluso más difícil. Antonio farfullaba y se quejaba en voz alta de que a este paso nunca llegaría y que el ser viejo le hacía aquello muy complicado. Tuvo que pararse por completo y se sentó en el suelo a falta de una roca sobre la que dejarse descansar por los alrededores.

- Necesitaría algo en lo que apoyarme... Nunca voy a llegar a los Páramos, mis piernas no tienen tanta fuerza como antes...

Ladeó la mirada, observando cuidadosamente su alrededor, y vio una enorme rama que sobresalía de entre dos pedruscos. Arqueó una ceja, se incorporó y se fue hacia allí. Sonrió con confianza y se arremangó la camisa. Con aquel palo, iba a ser pan comido. La mala fortuna quiso que el palo se rompiese como si fuese caña entre sus manos. Se hizo un pequeño corte en el dorso y maldijo durante un rato a pleno pulmón, sin temor a que su anciana voz pudiese atraer a bestias salvajes o brujos. De repente sus ojos dieron con un arbusto del cual asomaba otro palo, más largo que el anterior.

- No me he resignado a no tener bastón, maldita sea.

Esta vez examinó el palo antes de agarrarlo. Hizo palanca y se extrañó al comprobar que ofrecía mucha más resistencia que el anterior. Apretó dientes e hizo más fuerza. De entre las hojas apareció una especie de traje que se levantó con un movimiento que no había sido provocado por Antonio. Aquello le sobresaltó y apartó las manos. Entonces vio que, en la otra punta del palo, una especie de espantapájaros, con traje chaqueta y sombrero de copa, se aguantaba por su propio pie.

- ¿Pero qué cojones...? -murmuró atónito con una sonrisa que tenía por defecto, no porque realmente estuviese contento- ¿Cómo te mantienes de pie? ¿Tú también estás hechizado?

Se sobresaltó y dio un paso hacia atrás cuando vio que el espantapájaros daba un par de botes. En serio que daba mal rollo.

- ¿Eres un nabo? -dijo Antonio con una mueca sorprendida. De repente el espantapájaros se movió y su mano tiesa le dio un golpe en la cabeza. Levantó las manos y se sobó esa zona- ¡Ay! ¿Pero se puede saber por qué me pegas?

Silencio absoluto. Lo más inquietante era que el ser que tenía delante tenía una cara dibujada, una sonriente. Que le hubiese pegado con ese gesto le parecía demasiado extraño. Suspiró y decidió ignorarlo. Si no le hacía caso era probable que le dejara en paz. A los quinientos metros se dio cuenta de que no era así, el espantapájaros con cabeza de nabo le seguía pegando botes a donde quiera que fuese.

- Deja de seguirme, no puedo ayudarte. -dijo Antonio con una expresión apurada en el rostro- Venga, vete.

Hizo un gesto con la mano mientras se recuperaba tras otra fuerte ventolera. Como fuesen a más, lo tirarían al suelo. El ser hechizado se dio la vuelta y dando saltos se alejó. Antonio suspiró aliviado. No podía apenas cuidar de sí mismo, mucho menos de un ser que realmente no sabía qué era y con el que no podía dialogar. Prosiguió su ruta y su sorpresa fue escuchar ese ruido sordo contra el suelo de nuevo. Ladeó la mirada y vio al cabeza de nabo regresar con un bastón. Le observó atónito y lo tomó cuando se lo acercó. Sonrió con ganas.

- ¡Gracias! ¿Crees que podrías ayudarme a encontrar un sitio en el que dormir? Ya está bastante oscuro.

El espantapájaros volvió a marcharse. Con la ayuda del bastón, Antonio podía caminar con más facilidad. Debía encontrar un sitio en el que poder volver a comer algo de lo que le quedaba y dormir. Estaba tremendamente agotado y no podría andar muchas más horas. De repente se quedó quieto, le había parecido escuchar un ruido similar al que hacía el vapor saliendo por una chimenea, a presión. Pero el siguiente sonido le produjo un sobresalto aún mayor. Fue un estruendo, como si algo grande hubiese colisionado contra el suelo, provocando un temblor que, a cada nuevo ruido, se hacía más intenso.

Enorme, grotesco e inquietante en aquella oscuridad, ver el Castillo de Francis, acercándose a él, de manera imparable y atronadora, le produjo cierto pavor. Lo siguiente que llamó su atención fue el diminuto, en comparación con aquella mole, espantapájaros que venía hacia él.

- ¡Cuándo te dije que me buscaras un sitio donde dormir, no me refería al Castillo de Francis! -¿cómo lo hizo aquella cosa para volver a arrearle una colleja? Sinceramente, no tenía ni idea. Sonrió de manera forzada- Soy un abuelo, ¡¿quieres dejar de pegarme?!

Pero, visto lo visto, le había llevado a su objetivo. Empezó a correr tras el Castillo, que seguía avanzando de manera imparable hasta que de repente se paró y se comió la puerta de lleno. Se quedó tieso, con los ojos cerrados y la cara roja.

- Yo ya no estoy hecho para estas cosas... -murmuró por lo bajo.

El Castillo de Francis debería en realidad de llamarse La Pocilga de Francis. Era un sitio oscuro que estaba lleno de trastos y telarañas. Decidió dejar de mirar y buscar un sitio en el que descansar. Encontró una lar de fuego y una silla delante de ésta. Se le dibujó una sonrisa ya que era el lugar perfecto. Sus huesos estaban entumecidos después de soportar aquella ventolera. El fuego estaba medio apagado y no calentaba. Miró alrededor y encontró leños perfectamente apilados. Lanzó un par y esperó a que prendieran mientras se sentaba en la silla y empezaba a cerrar los ojos. En ese estado de creciente sopor, Antonio no se fijó en que el fuego empezó a crecer y de repente se vieron unos ojos que observaban al anciano sentado en aquella silla.

- ¡Eh...! ¡Abuelo! ¡Abueloo! -dijo aquel fuego viendo que el hombre estaba cada vez más adormilado.

Antonio volvió a abrir los ojos cuando escuchó una voz que llamaba a un abuelo. Puesto que cuando llegó no había nadie más en aquella sala, dedujo que el abuelo se trataba de él mismo. Sus ojos se abrieron lentamente y de repente enfocó aquel ser extraño que tenía delante de él. Se le quedó cara de póquer hasta que al final habló.

- Bien... Este es el final. No es sólo estar así, me estoy volviendo loco y mi cerebro se está autodestruyendo.

- ¿¡Pero qué estás diciendo!? No sólo se nos cuela un viejo, además enfermo y que no sabe ni qué dice. Ya verás cuando Francis se entere.

- El fuego me habla... Y tiene ojos y boca. ¡Y me habla!

De repente le pareció bastante horrible aquella realidad. Se acercó y empezó a soplar todo lo fuerte que sus pulmones se lo permitían, tratando de extinguirlo. Las llamas adoptaron la forma de dos pequeños montículos, como si fuesen unas "manos" que puso delante de sus ojos y boca, tratando de protegerse de aquellas corrientes de aire que ese viejo estaba levantando.

- ¿¡Quieres parar, pedazo de animal?! ¡Me vas a apagar! ¡Y eso no sería nada increíble! ¡Además, si yo muero, Francis morirá también!

El chico de cabellos castaños dejó de soplar. No fue por aquella sentencia a muerte a ese brujo al que no conocía. ¡Qué va...! El motivo fue que sus pulmones ya no podían coger más aire para echarlo con tanta fuerza. Lo que hizo fue respirar agitadamente tratando de recuperarse del mareo.

- ¿Qué eres...? -preguntó resollando, falto de oxígeno.

- Querrás decir que quién soy. La gente me conoce por muchos nombres pero el más famoso es El Increíble Demonio del Fuego, Gilbert. Menuda maldición te han echado a ti, abuelo.

Antonio ignoró aquel comentario y se sentó. No sabía si le echarían a la mañana siguiente, o simplemente cuando llegara Francis le empujaría de regreso al húmedo y peligroso Páramo. Fuese cual fuese de esas dos, Antonio se iba a asegurar de que sus piernas estuviesen lo suficientemente descansadas como para andar un buen rato. Le sorprendió que aquel demonio hubiese sabido ver que le habían echado un poderoso conjuro.

- ¿Y qué me dices de ti? No creo que seas como un animalillo y que tu hábitat sea una lar.

- ¡Crees bien! Ese maldito Francis me tiene preso aquí desde que tengo conciencia. Lo único que sé es que si él muere yo también lo haré y viceversa.

Antonio miró el lugar donde estaba aquella llama parlante y se dio cuenta de que en un rincón había un huevo. Sus ojos verdes se posaron en los rojos del fuego, que le miró con una sonrisa como si le hubiese pillado. El anciano no comprendía qué pintaba ese huevo allí, pero el demonio creía que sí y eso le hizo ponerse nervioso.

- No me mires así. ¡No es como si lo estuviese incubando para que salga de ahí un pollito que me hará compañía y que me hará el fuego más genial del mundo mundial y de parte del inframundo.

Se empezó a reír con una fuerte carcajada ante aquella exclamación. Ay, por Dios, aquello era lo más divertido que le había ocurrido desde que era viejo. Había necesitado urgentemente reír un poco después de ese día de locos que había tenido. El fuego le gritó un montón de cosas y algunas en un idioma que ni tan siquiera entendió. Poco le importaba: en primer lugar dudaba que pudiese hacerle algo y en segundo lugar ni siquiera le asustaba.

- Perdona, perdona. Simplemente me parecía gracioso que un demonio tan increíble como tú se dedicase a incubar un pollo. -dijo volviendo a sentirse adormilado en aquella silla. De esta no se recuperaba, se quedaría frito.

- Pues me parece algo perfectamente normal teniendo en cuenta lo monos que son los pollitos. Los humanos no sabéis apreciarlo. ¿Me ayudarás a deshacer mi maldición? Si lo haces, te ayudaré a deshacer la tuya.

- No quiero.

- ¿¡Eeeh!? Pero si esta es la oportunidad de tu vida. En el destino estaba escrito que teníamos que encontrarnos y que nos ayudaríamos mutuamente... Joder, ¿qué estoy diciendo? Empiezo a sonar como ese idiota de Francis.

- He dicho que no ¿Quieres hacerme creer que vas a ayudarme cuando no puedes encontrar la manera de romper tu propia maldición? No hago tratos con demonios...

Por mucho que intentó hablar con él, Antonio ya estaba demasiado adormilado. No tardó mucho rato en dejar a Gilbert hablando solo. En serio, ¿de dónde había salido ese abuelo?


¡Aquí estoy de nuevo!

La verdad es que me ha costado decidirme y al final publico este, que es un fic más relajado y suavecito. Así nos recuperamos del anterior (y nos preparamos para siguientes(?)). Sí, esto es una versión de la película del estudio Ghibli, El Castillo Ambulante (o Howl's Moving Castle).

Por Tumblr vi un fanart en el que Francis era Howl, Antonio era Sophie, Calcifer era Gilbert y Marco era Lovino. Entonces le dije a Pyon: QUE ALGUIEN HAGA UN FIC O LO HARÉ YO. Y ella me respondió: ¡HAZLOOO!

Y así surgió la idea de este fanfic. Aviso de que serán 5 capítulos, hay un capítulo más cortito y el último será MUY largo. Esto es así porque he sido buena y os he dejado trozos enteros, sin cortarlos por la mitad sin venir a cuento. Si no habéis visto la película espero que os motive a verla, es de mis preferidas de Ghibli. Si la habéis visto, espero que os guste =u=

Esto es todo por esta vez.

Nos leemos el viernes que viene :)

Miruru.