Orlando Northwest, el reconocido magnate, caminaba de un lado a otro por la extensa mansión, su mano estiraba la corbata de su cuello pues sentía que está en cualquier momento lo asfixiaría.

–Deja de moverte –Indicó una voz a sus espaldas.

Por un momento el magnate se quedó inmóvil en medio del pasillo y volvió su cabeza con cautela. A tan solo escasos metros de él la imponente silueta de su agresor lo observaba fijamente sosteniendo entre sus manos una pistola.

–Amigo mío, si aún conservases un poco de sentido común hubieses huido –se acercó sin dejar de apuntar con el arma – Ahora estáis envuelto en la perdición y todo ha sido causa de tu terquedad.

–Te advertí que prefería estar muerto antes de darte la joya –Balbuceo Orlando retrocediendo para adentrarse al gran salón – Puedo asegurarte que jamás será tuya

–Idiota –Mascullo con altanería – Espero que estés consiente de que has entregado a tu hijo

Orlando abrió los ojos de par en par, no daba crédito a lo que aquel joven le había dicho ¿Cómo rayos sabía que ahora su hijo tenía la joya?

–Maldito… –Las palabras de Orlando fueron abruptamente interrumpidas cuando la sala fue invadida por el sonido de una bala.

El dolor en el abdomen solo se intensificaba, el hombre se mantenía en posición fetal mientras presionaba la herida, debía evitar derramar demasiada sangre. A lo lejos logro visualizar como su agresor se marchaba por la puerta principal, luego el sonido lejano de las ambulancias acercarse a su residencia. Unas cuantas personas entraban al lugar pero una terrible sensación de vértigo lo invadió seguido de su vista que se nublaba poco a poco.


Despertó deseando que los acontecimientos de la noche anterior hubiesen sido solo un sueño. Sin embargo; la radiante luz del sol y el olor a medicina le indicaban que todo fue real. Busco con la mirada algún rostro familiar pero nunca se imaginó ver a ese par.

–Stanley –Musitó débilmente – Stanford

El dúo se reincorporo al escuchar sus respectivos nombres

–Orlando –Saludaron con júbilo.

No obstante, el rostro de Orlando reflejaba preocupación. Y entonces no fue difícil deducir que algo andaba terriblemente mal