Expiación.

Las culpas seguían adheridas a su piel, invisibles a otros, pero tan presentes como siempre. Las sentía en cada cosa que hacía, en que cada frase que pronunciaba. Ni el tiempo, ni el arrepentimiento habían logrado dejar atrás los pecados atroces que ensombrecían su pasado.

Cuando sonreía, era una mentira. Aquello era solo muestra de una felicidad parcial, eclipsada permanentemente por su eficaz conciencia. Ni siquiera el perdón ajeno ayudaba a que Ken se reconciliara consigo mismo.

Sin embargo, había un momento en donde todo era distinto. En donde el peso que llevaba sobre sus hombros desaparecía por completo, dejándolo libre unos instantes, para que pudiera sentir sin reparos el aroma floral de su cabello y la suavidad de su piel pura.

Todo aquello que pudiera volverse un obstáculo se desvanecía en su intimidad: su timidez, su arrepentimiento, su inseguridad. Sus cuerpos se fundían y ella le transmitía emociones y pensamientos que él jamás podría sentir por su cuenta, una despreocupación inmutable y la sensación de que todo estaba bien. No había problemas con ella, ni con él, ni con nada ni nadie. Porque estaban juntos.

Y aunque las ideas oscuras regresaban paulatinamente a medida que sus cuerpos se alejaban, esos momentos atemporales que pasaban juntos se desarrollaban en una burbuja impenetrable de amor absoluto. Todo desaparecía cuando se unían, quedando solo ellos dos en su estado más puro e inalterable.

Por eso la idea de separarse de Miyako se le hacía cada vez más intolerable. Después de haber probado aquella dicha incondicional y ser un Ken sin delitos a cuestas, verse en el espejo sin ella al lado resultaba simplemente insoportable.