En mis recuerdos
Capítulo 1
Silencio. Puntualmente se interrumpía con el ruido de su lápiz manchando el papel con trazos rápidos aunque precisos. En la hoja, apoyada contra una libreta de un todo a cien, se encontraba el boceto de una mujer de voluminoso cabello brillante y un enorme ojo con pestañas largas y gruesas. Sólo un ojo, puesto que el segundo aún estaba por pintar. Cerró los suyos para poder visualizar con más nitidez el recuerdo de la hermosa mujer que dibujaba; su joven Ana.
Cuando los abrió de nuevo y los posó en el dibujo, comprobó que no se parecía en mucho al recuerdo. Su mano derecha, robusta pero con piel fina y perfectamente cuidada, arrugó el papel y lo tiró a la basura. Se hundió más en la silla de piel al mismo tiempo que pegaba un largo suspiro. Cuando tenía demasiado trabajo no podía centrarse en dibujar. Temía que cuando la inspiración le volviese ya habría olvidado a la mujer de cabellos castaños, voluminosos y de ojos verdes de sus recuerdos. Ah, Ana~ Tan bonita. Tan llena de vigor. Siempre una prueba viviente de sus raíces.
Se hundió más en el asiento y apoyó sus largas piernas sobre el escritorio de color caoba que se situaba enfrente. Se veían finas y rectas enfundadas en los pantalones negros de aquel traje chaqueta que él le había regalado como muestra de agradecimiento por su gran obra. La camisa granate oscuro que llevaba bajo la americana se arrugaba y empujaba a la corbata del mismo color, que se curvaba y sobresalía como un gran bulto en su pecho. El pelo, de un rubio dorado, descansaba sobre los hombros. Lo llevaba peinado de lado hacia atrás y aquello le otorgaba un porte señorial que era muy apreciado en el sitio en el que estaba. El respeto era muy importante. Se fijó en el despacho, aburrido, y pensó que debería limpiarlo más a menudo. No pasaba demasiado tiempo allí. Iba de restaurante en restaurante, de mesa en mesa, seduciendo con las palabras y encandilando a los que hiciera falta. Siempre era bueno tener las espaldas cubiertas en caso de necesidad.
Una fina capa de polvo cubría el resto de los muebles. Enfrente del escritorio caoba había dos sillas de estilo antiguo y tapicería blanca que conjuntaban con un sofá blanco de cuero que había a unos cinco metros a su derecha. Una mesita baja y del mismo estilo que el escritorio quedaba delante del sofá. Una ventana a la derecha de éstos daba al bullicio de la calle.
No había mucho más allí. Abrió un cajón y sacó una cajetilla de tabaco. Le había costado un ojo de la cara; había subido su precio como la espuma. Se notaba que los impuestos que recaudaban del vicio de unos cuantos millares de personas era cuantioso. Sacó un pitillo y se lo puso entre los labios. Tiró la caja sobre el escritorio y echó la cabeza hacia atrás. Observó el techo ido, perdido en sus pensamientos. No encendió el cigarro, su sola presencia sobre sus labios le hacía sentir que la ansiedad disminuía.
La puerta se abrió de imprevisto. Con un movimiento calculado, como si lo hubiese estado practicando una y otra vez sin descanso, llevó una mano al cajón, aún abierto, sacó una pistola y la apuntó al recién llegado. Sus ojos azules observaron con frialdad a la persona que había irrumpido de aquella manera en su despacho. El joven, de cabello rubio corto y ojos oscuros, pegó un bote al ver que le apuntaba con el arma.
- ¡Eh! No me encañones con esa pistola. ¿Qué manía es esa de apuntarme cada vez que vengo a traerte noticias, Francis?
- Es tu culpa, Pierre. ¿Qué te tengo dicho? Si eres tú, llama a la puerta. Si irrumpes de este modo pienso que eres un enemigo y reacciono por instinto. Da gracias a que no he apretado el gatillo y te he llenado de plomo.
- ¡Eres tan cruel! ¿Podrías bajar ya el arma? Me estás poniendo nervioso. -dijo sonriendo tensamente.
- Hum... -murmuró melosamente, haciendo ver que se lo estaba pensando. Finalmente bajó la pistola - Está bien~ Pero espero que esto te haga aprender a llamar a mi puerta. Te juro que un día dispararé. Recuerda que tengo una fama por algo. Cuando quiero soy despiadado.
Pierre suspiró pesadamente y se acercó al escritorio. Su mirada se posó en la cajetilla, después en Francis.
- Pensaba que lo habías dejado. -dijo crítico.
- Y lo he hecho~ ¿Lo ves? Lo tengo apagado. Sólo necesitaba oler su aroma y sentir su peso en mis labios.
- ¿Estás nervioso porque quizás ya se han dado cuenta de la estafa? -preguntó Pierre.
- Soy Francis Bonnefoy. Yo nunca estoy nervioso, Pierre. Sólo añoraba el tabaco. He resistido la tentación y eso es lo que cuenta.
- Hace un año fumabas cuando estabas ansioso.
- Hace un año llevaba el pelo casi igual de corto que tú y ahora mira que melena tengo. Las cosas cambian con el tiempo. ¿Qué querías decirme?
- El jefe te llama.
Francis suspiró pesadamente. ¿En serio? No le apetecía nada hablar con él. A saber qué querría. Eso de charlar de trabajo ahora mismo no le atraía. Precisamente por eso estaba dibujando, necesitaba distraerse. No era agradable aquella inquietud que se empezaba a hacer cada vez más grande cuanto más pensaba en los motivos. Se levantó de la silla y se atusó la ropa y los cabellos. Guardó el cigarrillo en la caja y la metió en el cajón con desdén.
- A ver qué tripa se le ha roto ahora a ese...
Oficialmente era una empresa transportista. No eran demasiado conocidos pero tenían clientes fieles. La sede estaba en Lyon y apenas obtenían beneficios. Cualquiera podría decirle a él, Arthur Kirkland, que la aventura de irse de su hogar, dulce hogar y adentrarse en tierra de ranas le había salido tremendamente mal. Se fue de Londres proclamando que obtendría riquezas y renombre pero, según las cuentas y la lista de clientes, no había logrado ninguna. La magia del asunto no estaba ahí.
Realmente, Arthur era bastante rico. Podía comprarse cuatro coches caros como el que va al mercado y compra cuatro lechugas. Si no lo hacía era para no llamar aún más la atención. Ya suficiente sospechaban. Estafas de sus mejores hombres, extorsión e inevitablemente algún asesinato, estaban en su día a día. La lista de hombres bajo su mando era bastante grande y algunos eran muy capaces. Francis Bonnefoy era el claro ejemplo. No le caía bien pero admitía que era uno de los que más dinero le proporcionaban. Sabía que, si quisiera, Francis podría marcharse y quedarse con unos cuantos que le proporcionarían el dinero suficiente para no morirse de hambre. Por eso le dejaba quedarse gran parte del dinero que recaudaba, para tenerlo contento y que no pensara en abandonarle.
Todos sabían que existían, que en Lyon había unos tipos sacando dinero a expensas de otros, pero que aún no les habían podido dar caza. Había gendarmes pesados pero no eran amenaza; aún no.
Ahora el asunto de los otros pesados estaba en el aire. Francis se había encargado de camelarlos para que invirtiesen gran parte del dinero extorsionado en un falso almacén que un señor inexistente quería vender. A estas horas ya se habrían dado cuenta del engaño, pero el dinero ya estaba a salvo en sus cuentas en Suiza y no lo volverían a ver.
Llamaron a la puerta y eso hizo que despertara de toda esa red de pensamientos. Llevó una mano al cajón fino y largo que quedaba a la altura de su estómago y la mano se posó en la pequeñísima pistola que ahí guardaba. Cuando dio permiso para entrar, la puerta chirrió de manera horrible al abrirse. Le recordó al ruido de las casas encantadas en las películas de terror. Esos lugares en los que luego resultaba que habitaban fantasmas, hadas y duendes, salvo que allí no había nada de eso; una pena. Le gustaban las hadas y los duendes.
Francis, impoluto y con aire de hombre escapado de película de los años treinta, le observó sin cambiar la expresión de su cara. Suspiró pesadamente, soltó la pistola y cerró el cajón.
- Me has asustado, idiota. Podrías haber dicho un: "Soy yo", como mínimo.
- Lo sé. Pero me hubiese perdido la gracia de asustarte. Siempre se te pone una cara bien cómica cuando eso ocurre.
Un tic sacudió una poblada ceja del inglés. Es que tenía un morro... Si no fuese porque conseguía un montón de dinero, ya hubiese cosido esa boca de rana a balazos. Extendió la mano y señaló una de las sillas que tenía delante. Aunque algo reticente, Francis se acercó, arrastró la silla medio metro y se sentó en ella.
- ¿Ya has pensado qué harás con tu parte de la última estafa?
Arqueó una ceja. Bonita manera de introducir el tema, sí. Sabía de sobras que querría hablar de eso aunque no esperó que empezara de manera tan patética. Hizo un gesto con la mano y se encogió de hombros.
- No realmente. Aunque parezca lo contrario, sé controlar qué compro. Además, creo que eso es algo que sólo me incumbe a mí, ¿no crees? No veo el motivo para tener que contártelo.
- Estaba estableciendo una conversación casual.
- Tú no estableces conversaciones casuales. Lo que sea que te ronda la cabeza, desembucha.
- Me han dicho que últimamente estás en las nubes. Que ni siquiera has celebrado la enorme cantidad que hemos obtenido. ¿Qué es lo que te reconcome por dentro?
- Nada. No me reconcome nada. -mintió- No estoy de humor, simplemente. Pero eso se arregla con una noche de alcohol y compañía agradable. Nada difícil de conseguir con mi dinero y mi increíble y asombrosa apariencia. ¿Quién te dijo esa sarta de tonterías? ¿Fue Pierre?
- ¿Pierre? ¿Ese tipo que es un bueno para nada? No, no fue él. George me lo dijo. Se ve que te admira por un motivo que me resulta imposible de comprender.
- ¿George? No. Ése no me admira, ese lo que quiere es que me lo tire. He visto cómo me mira y reconozco esos ojos hambrientos. Por eso se fija en mí. El que sí que me admira por un motivo que resulta imposible de comprender es Pierre. Por eso te pregunté si había sido él.
- Si intenta hacer algo, me lo dices. Ya soy suficiente permisivo con el tema de vuestra estúpida sexualidad. En otros grupos de nuestras características, ya estaríais criando larvas. Lo que no pienso tolerar es que retocéis entre vosotros.
- Sí, sí. Ya entiendo. Como tú estás amargadito, no quieres ver que los demás hacen cosas que tú no puedes hacer.
- No juegues conmigo, Francis. -dijo el inglés enfadado. Cuando se ponía tan pesado le odiaba demasiado. Siempre pensaba: los beneficios, los beneficios- Te recuerdo que soy el jefe y que me debes respeto. Ahora eres rico y sé que podrías sobrevivir bien sin estar aquí, pero cuando entraste no eras nada. Pobre y solo. -dibujó una sonrisa juguetona- ¿Te crees que no me debes nada?
Golpeó el escritorio con el puño. Los ojos azules del francés refulgían con ira. Arthur adoraba ver eso: el frío y calculador Francis Bonnefoy perdiendo los nervios y enfrentándose a él. Pero nunca se atrevía a llegar a las manos. Si lo hacía, más de la mitad de la planta se echaría sobre él y se lo llevarían para matarlo por traicionarle. A veces, Arthur soñaba despierto con que era él mismo el que apretaba el gatillo. A posteriori sacudía la cabeza y se recordaba a sí mismo que, aunque era un gilipollas, era importante en el organigrama. No podía desaparecer así como así sin recibir un duro golpe.
- Gente como tú me irrita. -dijo el francés muy molesto- No se me olvida lo que hiciste por mí. Creo que me tomas por alguien igual de retorcido que tú y te equivocas completamente. No me metas en tu mismo saco.
Se levantó y en el proceso arrastró la silla, produciendo un sonido que ponía los dientes largos. Sus caros zapatos de piel negra resonaron con fuerza con cada pisada acelerada que pegaba. Salió de allí refunfuñando. Ese tipo era estúpido. ¿Es que tenía que recordarle siempre ese tipo de cosas? Estaba claro que lo hacía porque no quería que se alejase. Jugaba con su mente y sus sentimientos y lo ataba a ese grupo, a esa gente, a todo lo que había conocido desde que fue mayor de edad, desde que Ana se marchó. Se le hizo un nudo en la garganta. Salió al frío de las calles de Lyon y el sol le dio de lleno en la cara. Un escalofrío le sacudió de pies a cabeza, se apresuró a meter las manos en los bolsillos del pantalón y deambuló por la acera. Tras cinco minutos, se encontró a sí mismo delante de su coche. Era un BMW de color negro y estilo deportivo. No quería recordar la cifra que le había costado. Lo difícil no había sido recaudar el dinero, lo difícil había sido justificar por qué lo tenía. Por eso siempre controlaba lo que gastaba. No podía hacer gastos excesivos sin levantar sospechas. Por dentro la tapicería era blanca y los asientos de piel. Un equipo de música caro destacaba en el salpicadero aunque la verdad es que pocas veces lo utilizaba. Se sentó, se apoyó contra el volante y suspiró. Dejó de lado el tema de Ana y pensó de nuevo en el otro tema que le traía de cabeza. Puso la llave en el contacto y el motor del coche rugió grave.
Llevaba días dándole vueltas al asunto. Era un miércoles cuando repasaba mentalmente todos los pasos que había realizado: el nombre falso, la compra del edificio, etc. Entonces, de repente, le asaltó un pensamiento: ¿puse una falsa referencia en aquel documento? No podía recordarlo. Fue en ese momento en el que empezó aquella tortura. A ratos se disuadía y tranquilizaba pensando que puso la referencia falsa. En otras ocasiones en su recuerdo ponía una referencia verdadera.
Cuantas más vueltas le daba, menos claro lo tenía. ¿Y si había cometido un fallo? Aparcó el coche a las afueras de Lyon. Aquella calle era estrecha y rodeada por pequeñas casas de fachada blanca y aire antiguo. Antaño había estado llena de gente aunque en ese momento se encontraba vacía. Se hubiese dejado llevar por la melancolía de no ser porque había escuchado un coche detenerse no muy lejos de él. Era ese mismo coche negro que le había perseguido por las calles y al que juraría que había dado esquinazo hacía tiempo. Se movió para girar sobre sus talones cuando, de repente, un dolor abrasador le invadió en el costado derecho. La siguiente punzada fue en el muslo izquierdo. Se tambaleó hacia un lado y se apoyó contra una puerta. Afortunado era poco, si no se hubiese movido en el momento exacto ahora podría estar más que muerto. La suerte no quitaba que las heridas que tenía dolían un montón. El ruido de la pistola apenas había sonado, seguro que usaban silenciador. Se giró y vio un espectáculo digno de recordar: en primer lugar se encontraba el cabecilla del grupo que se dedicaba a relamer las migajas que ellos dejaban caer al suelo. Era un tipo loco venido de Alemania y que iba proclamando a todo el mundo que él era el jefe de una organización de tipos peligrosos. Era la vergüenza de la profesión, en realidad. Pero como, según un psicólogo licenciado en la universidad de Harvard, estaba realmente loco, la policía no podía tomar sus declaraciones como pruebas incriminatorias. Alrededor de cincuenta juicios habían sido iniciados en su contra y había salido de todos y cada uno de ellos indemne.
Gilbert Beilschmidt era un tipo digno de estudio clínico. No sólo su comportamiento era extraño, también su apariencia física, que por supuesto iba de acorde. Se había teñido el pelo de blanco y llevaba lentillas de color rojo. Se llamaba a sí mismo "increíble" o "asombroso". La sonrisa que ahora mismo se dibujaba en su cara era bien siniestra, esa que un psicópata dibujaría al ver que su víctima se está muriendo. Al lado de Gilbert, vestido con un escrupulosamente planchado traje chaqueta negra estaba el silencioso Ludwig. Eran pocos los que sabían que entre el jefe chiflado y el tranquilo rubio existían lazos de sangre. Ludwig era el hermano pequeño de ese demente, se dedicaba a acompañarlo a casi todo los lugares a los que Gilbert iba y se convertía en su sombra. Siempre atento, siempre hostil.
- Francis, Francis, Francis... -dijo con marcado acento alemán el de cabellos plateados- No me ha hecho ninguna gracia. De repente me encuentro sin edificio, sin clientes a los que revenderlo, sin saber dónde estaba el cliente real... Pensaba que éramos amigos, ¿sabes?
El galo, tenso, sonrió de lado. Realmente esa había sido una de sus grandes obras maestras. Primero se acercó a Gilbert. Información de él la tenía a raudales, el tipo no era nada disimulado, era la antítesis de Arthur. Aunque había de reconocer que le caía mejor que su jefe. El primer día que intentó hablar con él, Ludwig le partió el labio sólo por hacer el gesto de ir a tocar el hombro de Gilbert. La historia que sin embargo interesó a ese hombre loco fue la de que quería abandonar a Arthur a su suerte. Seguramente fue porque el plan en sí mismo era una locura. No por nada su grupo organizado era el que dominaba en la ciudad de Lyon. No era sencillo entrar en la banda: Arthur no aceptaba a gente que no estuviese capacitada. Salir era misión imposible.
Aquella idea descabellada provocó que los ojos de Gilbert refulgiesen con fuerza. A medida que los días pasaban, más confiaba en él, charlaban de temas variados y por un momento perdió el objetivo inicial y estuvo a punto de abortar el plan.
Podría excusarse y decir que Arthur lo había coaccionado de nuevo con aquello del agradecimiento, salir como la víctima que se vio obligada a comportarse de aquel modo. Un poco de esfuerzo y podía llorar como el mejor actor de Hollywood. No obstante, todo aquello hubiese sido una refinada falacia. Una de esas que solía contar a muchos, con una amplia sonrisa encantadora. Si siguió adelante fue por un único motivo; quería ver si era capaz de llevarlo a cabo. La compleja red de movimientos que había realizado se podía desmoronar o mantenerse en pie y hacerle asquerosamente rico.
Se mantuvo en pie hasta ese momento. Aún podía oír su propia voz diciéndole a Gilbert que eran amigos y que no existía otro motivo a sus constantes visitas. Y no se arrepentía de ello. Francis era el rey del engaño: la serpiente disfrazada de conejo. Cuando menos lo esperabas ya te veías en su poder.
- Y lo somos... -dijo Francis sonriendo con dificultad tras sentir una punzada de dolor de la herida sangrante del torso.
- No hagas que le ordene a Ludwig pegarte un tiro entre ceja y ceja. Deja ya las mentiras. Investigando, encontramos una referencia a un inmueble en París. Mi informadora hizo su mejor trabajo y descubrió que en el fondo de todo esto tu nombre aparecía.
- Si quieres tu dinero, me temo que no puedo dártelo, no lo tengo.
- Lo sé. Eres una rata astuta. -dijo Gilbert acercándose al galo. Una gota cayó del cielo y se posó en su americana gris rojizo- Temo tener que matarte. Me has mentido mucho. Quizás así Arthur aprenda que no debe jugar conmigo.
- No le harás más que un favor. Lo dije en serio, quiero irme.
El sonido de las sirenas de la policía, no muy lejos de allí, distrajo a los hermanos. Francis aprovechó la ocasión y sacó una pequeña pistola. El primer disparo le pasó silbando a la derecha de su oído a Ludwig. El segundo le dio en el muslo izquierdo a Gilbert.
- ¡Hermano! -gritó la voz profunda del silencioso alemán.
- Au, au, au... Esto no es nada increíble. -sacó una pistola y evitó la intentona de Francis, que se había escudado tras un buzón después de poner distancia entre ellos, de volarle los sesos.
- ¿Lo seguimos? -preguntó su hermano viendo que el francés se perdía doblando la esquina.
- No, me duele la pierna. Vamos a buscar a un doctor. Ahora está aterrado y pensará que vamos a por él. Quizás en horas volvamos a encontrarlo por aquí, debilitado. Además, llueve. No quiero mojar el traje, me ha costado una pasta.
No pudo correr demasiado, la herida de la pierna y el torso sangraban demasiado si lo hacía. El dolor era tan intenso que veía borroso a ratos. Le dieron ganas de llorar cuando se dio cuenta del lugar al que había ido a parar. Una calle del mismo estilo que la anterior pero de aspecto aún más decadente. En el lugar donde hacía largos años había habido un supermercado ahora se encontraba lo que parecía un locutorio abandonado. Casas vacías, otras ocupadas por jóvenes de pintas andrajosas y que no tenían otro lugar en el que dormir, y finalmente llegó. Dos casas aparejadas con una sucia fachada y las ventanas rotas. Se le oprimió el pecho, como cada vez que venía por el lugar. Eran tantos recuerdos, tantas cosas (agradables y tristes), tanto que ya no tenía... Aquella vida se había ido alejando de él hasta convertirse en algo prácticamente desconocido. Era como si su infancia y su más temprana juventud hubiesen sido un sueño, una película, un recuerdo de una persona con la que había hablado hacía ya mucho tiempo, un recuerdo de alguien a quien había matado. Seguramente a él mismo.
Se apoyó contra la pared mohosa que daba acceso a la casa y con esfuerzo sobrehumano se abrió paso al interior. Era una locura quedarse allí, pero no le importaba.
- "¿Acaso deseo morir? Debo ser estúpido." -pensó mientras dibujaba una mueca en su rostro.
Su ropa y su pelo estaban mojados. Se dejó caer al suelo, apoyado contra la pared y suspiró pesadamente. Aquel sitio era ahora más deprimente que cuando lo había abandonado. Desde que Ana no estaba que había ido inevitablemente en declive. Suspiró de nuevo. El dolor era tan constante que ya a duras penas lo sentía. Su mente se nublaba y se le hacía difícil pensar con coherencia. Cerró los ojos. Dormiría. No era la idea más brillante pero su cerebro no colaboraba en la tarea de pensar en una mejor. Si despertaba de nuevo sería la señal de que debía salir de aquel agujero de mala muerte y, quién sabe, ver a un médico. Se encontraba ya casi en los brazos de Morfeo cuando escuchó una voz. Era una voz masculina que no supo asociar a nadie pero, aún así, tenía algo familiar. No sintió miedo. No tuvo la urgencia por salir corriendo de aquel sitio.
- ¿Francis?
"Sí, ya estoy en casa"
No sabía por qué continuaba visitando aquel lugar. Hacía demasiados años que se habían mudado y no podía desligarse del todo de aquel sitio. Cuando tenía fiesta o cuando no se sentía de humor, se paseaba por el lugar, aunque aquello le hacía después sentirse solo.
Su vida había dado muchos tumbos y ahora vivía en un piso en el centro de Lyon. Veintisiete años, cuatro parejas y dos ligues esporádicos. No tenía tiempo, o esa era la justificación que él le daba a todos sus amigos. Tenía otra teoría, pero mejor se la guardaba para sí mismo.
Cuando dirigió la mirada hacia las dos casas apareadas, le pareció ver durante medio segundo a una figura alta y de cabellera rubia. El corazón le latió de repente con violencia, como si hubiese visto un fantasma. Sacudió la cabeza, no podía ser. Hacía años que no veía a aquel tipo. La misma cantidad de años que hacía que se había mudado. En realidad un año más. A pesar de estar tan seguro de que no era posible, no podía despegar la mirada de la puerta. ¿Y si era él? ¿Querría verle? Ya no se refería sólo a que Francis quisiera verle. ¿Mantendría la serenidad si le veía? La última vez que hablaron había sido extraño.
En su interior había una vocecilla que le decía que se marchara de allí. Si esa persona que había entrado era realmente Francis, no tenía por qué ir a saludarle. Y, si no era él, era posible que fuese un vagabundo que no tuviera dónde dormir, así que tampoco era plan molestarle. A pesar de todo aquello, sus pies se movieron hacia la casa y sus manos se aferraron con más fuerza al paraguas. Saltó la valla rota y pasó por los escalones llenos de hojas resecas y botellas de plástico vacía que algún desgraciado había tirado allí dentro. En el rellano de la puerta se detuvo y observó el suelo, había unas motas rojizas que eran recientes. Se inclinó y pasó el dedo por ellas, la sangre fue arrastrada por la yema de los mismos. Volvió a mirar hacia dentro. Bueno, ahora sí que no podía echarse atrás.
No tuvo que andar demasiado. El hombre, de su edad aproximadamente (o eso calculaba), se encontraba sentado sobre el suelo, apoyado contra una pared. Respiraba pesadamente, como si le costara trabajo y su mano izquierda se apoyaba contra el pecho. Estaba mojado, aunque seguramente eso era porque fuera llovía y no llevaba paraguas alguno. Había cambiado bastante pero aún podía reconocer algunos rasgos del que había sido su amigo: El cabello rubio, los ojos azules, algún deje en su expresión. Pero todo lo demás... Era como una persona diferente. Bueno, viendo la situación en la que se encontraba juraría que era una persona completamente diferente. Vio que cerraba los ojos y le asaltó una leve preocupación. Se acercó y lo examinó. No parecía que fuese demasiado grave pero aún así era importante que dejase de sangrar.
- ¿Francis? -inquirió Antonio.
Aún no estaba del todo seguro. ¿Y si le ayudaba y era un vagabundo que esperaba la ocasión para apuñalarle y llevárselo con él a la tumba? No sería la primera vez que locuras como esas ocurrían. No contestó, pero vio que dibujaba una sonrisa tenue y que sus miembros se relajaban. ¿Se moría? Tiró el paraguas al suelo y corrió hasta estar a su lado. Le puso el índice y corazón sobre el cuello, donde la sangre pulsaba con más fuerza. Tenía pulso. Suspiró pesadamente y volvió a mirarle. Estaba seguro, era Francis. Esa sonrisa era su confirmación. No tenía la certeza de que hubiese reconocido quién era pero al menos había reaccionado. Examinó las cosas que llevaba y nada le servía para hacer un vendaje.
Estuvo a punto de coger su propia camiseta y romperla para improvisar algo pero entonces se paró a pensar. El francés también llevaba ropa (y bien cara, además), si tenía que romper alguna sería esa. Le quitó la americana y después de pedirle permiso (sin propósito alguno porque Francis estaba inconsciente y no podía dar su visto bueno) le quitó la camisa y con fuerza tiró hasta romperla en jirones. Suerte que sabía de primeros auxilios. Iba a ponerle la americana pero estaba empapada, aquello bajaría su temperatura corporal. Suspiró pesadamente mientras se quitaba su chaqueta de algodón de color marrón y se la ponía. Si se constipaba más tarde, le iba a cantar las cuarenta.
Cuando pasó el brazo del francés por encima de su hombro le vino un fuerte aroma dulzón. Sería de una marca cara de perfume, aunque empalagaba bastante. Era como tener dentro de una misma esencia el olor de diez tipos de dulces distintos. El esfuerzo que tuvo que hacer para levantarle fue inmenso.
- M-mucha ropa cara pero pesas bien, gabacho... Un poco de dieta, n-no te vendría mal...
Antes de caminar se quedó pensativo. ¿Adónde lo llevaba? No sabría cómo explicar esto en un hospital. Es más, si hubiese podido ir a un hospital, ¿no hubiese Francis ido en primer lugar hacia allí? Tampoco podía dejarlo tirado. Le miró de soslayo mientras cavilaba qué hacer.
La calle era una de las más bonitas de la zona. Alejada de las céntricas y bulliciosas de Lyon, donde había mucho vagabundo y personaje extraño como para dejar que fuese a dar una vuelta. Carlos y Maria Luisa eran unos españoles que habían tenido que abandonar su tierra natal por falta de recursos. Todo lo que habían ahorrado vendiendo la pequeña casita que Carlos había heredado por sus padres lo gastaron en viajar hacia Francia. Esa casa en la que ahora estaban acomodando sus cosas era de unos familiares de María Teresa. Se la habían prestado mientras a ellos no les hiciera falta. Durante ese tiempo, encontrarían un trabajo, ahorrarían dinero y se mudarían a otro sitio en el que llevar una mejor vida. Todo parecía bonito, idílico, como de película de fin de semana para toda la familia. Pero había un problema que sucedía con mucha frecuencia y que les volvía locos y les producía dolor de cabeza.
- ¡No me gusta este sitioooo! -exclamó la voz infantil de Antonio.
Su hijo de seis años había estado berreando durante todo el camino. No dejaba de decir que quería ver a sus amigos, que quería estar en casa, que quería dormir en su habitación, que quería jugar con sus juguetes y así una eterna lista de quejas que no se terminaron cuando llegaron a Francia. Era bajito para su edad, con unos enormes ojos verdes y esa cabellera indomable que traía a María de cabeza.
- Da igual cuántas veces te quejes, Antonio. No vamos a volver a casa. La vendimos y ahora pertenece a otra familia. Es imposible que volvamos porque hay otro niño viviendo en tu habitación.
¡Ay qué locura fue a decir! Menudo berrinche se pilló el niño. Al final, harta de sus gritos, lo mandó a la calle. Durante el camino Antonio expresó en voz alta que "Francia apesta", "el francés es un idioma feo" y que "voy a irme a casa andando si hace falta" Salió a la escalera y allí se sentó, con la comisura de los ojos humedecida y los orbes enrojecidos de tanto llorar. Se echó hacia delante y cruzó los brazos sobre sus piernas, adoptando una pose de niño incomprendido y que odia el mundo por ello.
Atraído por los gritos del nuevo vecino, el niñito rubio de preciosos ojos azules se asomó a la puerta de casa. No le había visto nunca pero Francis había escuchado muchísimas veces al niño llorón que ahora habitaba en el adosado contiguo. Le había preguntado a su madre en muchas ocasiones por qué lloraba tanto ese niño. Ana, de raíces españolas, trató de explicarle que cuando te marchas de tu hogar a otro país es una cosa triste. La tierra llama a la gente y cuando estás fuera de casa no puedes evitar echarla en falta. Francis no entendía un concepto tan complicado, pero fue más fácil cuando su madre puso de ejemplo el sentimiento de añoranza que él sentía cuando se iban de vacaciones y no podía estar con sus juguetes y sus amigos todo el tiempo que quisiera. Analizándolo fríamente, el niño galo obtuvo un sentimiento de pena tremendo. Ahora comprendía por qué el vecino lloraba y gritaba tanto.
Silencioso como un gato, Francis se deslizó, bajó los escalones y se quedó a cubierto del muro que separaba las entradas de ambas casas. Le inspiraba lástima aquel niño. Lo observó durante minutos, fue testigo de aquel sentido puchero y de sus ojos verdes ahora más acuosos.
- Bonjour. -dijo finalmente el galo.
Antonio pegó un respingo al darse cuenta de que no estaba solo. Ladeó el rostro y su mirada se posó en el niño que asomaba tímidamente por el muro que daba a la casa contigua.
- No. Bonjur no. Odio ese idioma tonto.
- No es tonto. -respondió con un disimulado acento francés- Tú eres el tonto por llorar tanto.
Pero ese último insulto no fue siquiera escuchado por el chiquillo. Francis se quedó desconcertado por esa expresión de admiración que tenía el de cabellos castaños. ¿Qué? No había dicho nada para que le mirase de esa manera.
- Hablas mi idioma... -dijo aún con esa expresión anonadada.
- Mamá es española y me hablaba en castellano desde que era un bebé. ¿Por qué lloras tanto? Siempre te escucho. Vas a lograr que yo también me ponga triste de tanto oírte.
- Quiero volver a casa. No entiendo este idioma raro, no tengo mi habitación, no están mis amigos tampoco. Me dicen que haga nuevos en el colegio pero no me gustan. Me miran raro porque hablo en castellano. Son tontos.
- Pues ya es extraño. A mí me gusta mucho cómo lo hablas. Suena como el de mamá. ¿Vas al colegio que está subiendo la calle? -vio que afirmaba con la cabeza- ¡Está bien! ¡Yo seré tu protector! Te ayudaré con el francés y le sacaré la lengua a todo el que te mire mal por hablar el castellano.
Ahora sí que parecía desconcertado. La idea parecía magnífica pero no sabía por qué motivo alguien prometería algo así a alguien que acababa de conocer. El francés rió y su cabello rubio, corto, se movió al mismo ritmo que su carcajada suave.
- Tienes una cara de bobo muy divertida. La única condición es que dejes de llorar. ¿Podrás hacerlo?
Antonio afirmó con la cabeza y una sonrisa se había instalado en su rostro. Era cierto que le habían inculcado la norma de: "los niños son fuertes y no lloran" pero ahora no se veía capaz de soportar aquello. Estaba demasiado solo y la perspectiva de ser su amigo era muy tentadora.
- Decidido pues.
- Me llamo Antonio.
- Yo soy Francis, encantado.
Y le dedicó una cálida sonrisa por primera vez.
Aquí estoy porque he venío~ *posa triunfal* Nuevo fiic ovo. Este, comparado con Mi odiado vecino, es bastante más corto. Yo diría que la mitad o así. Últimamente no paro de escribir AUs. Creo que es porque no tengo tiempo para documentarme y hacer algo que no sea de ese modo. Espero que no os cansen mis historias y que os gusten. Sep, Francis es un mafiosillo. No sé qué más contaros. Pierre ya os aviso que no sale más XD. Tiene una aparición fugaz pero bueno. Siempre me gusta sacarlo aunque sea un poquito ;v; Lo adoro~
Gracias a mi querida Uadyet por ayudarme a encontrar el título. Brainstorming épico. Os recomiendo que leáis su nueva historia Frain, porque ella también los escribe bien adorables. Después de le agregáis s/8196272/1/No_son_celos y podréis leerlo :)
Nos vemos la semana que viene~
Miruru.
