La muerte de un Rey
Parte I
Su capa roja ondeaba tras él mientras caminaba, despacio y solemne, zarandeada por el suave viento que soplaba en la ciudad. El Rey de los Piratas alzó la mirada, el sol brillaba desde lo alto calentando su piel. Respiró hondo disfrutando del momento.
Una mano tiró de sus cadenas, arrastrándole hacia adelante.
Un paso, luego otro. Relajado y sin prisa. Una amplia sonrisa en su rostro. Nada en sus determinadas facciones podría revelar que ese hombre se dirigía hacia su propia ejecución.
Caminaba con la cabeza alta y mirada firme. A su alrededor, miles de personas observaban expectantes cómo aquel que había sido su vecino se dirigía ahora hacia el centro de la ciudad guiado por la Marina, traspasando la gran muralla.
El Rey de los Piratas había sido capturado, esa era la gran noticia que los periódicos habían anunciado apenas unos días antes, dando a los reporteros la titánica labor de tener que resumir en pocas páginas lo que supondría la muerte del hombre más fuerte de los mares.
De un momento a otro, el mundo entero había quedado totalmente sobrecogido, a la espera, intrigado por las consecuencias que ese acto significaría para el equilibrio de su peculiar sociedad.
Todo había sido demasiado repentino.
Las gaviotas aún volaban por los cielos, esparciendo la primicia por todos los mares. Ni siquiera les había dado tiempo a llegar a la mitad de las islas que poblaban el planeta cuando el barco había atracado en el puerto, con su valioso prisionero en su interior.
El ciclo llegaba a su fin, la Era cambiaría tras su muerte. El mundo daría un giro de nuevo y nadie sabía qué dirección tomaría esta vez.
Aquel día, el sol irradiaba implacable sobre los presentes, cegándolos con su resplandor. El hombre del que todos hablaban se pasó distraídamente una de sus esposadas manos por el pelo, apelmazado por el bochorno de la mañana. Echaba de menos su sombrero.
Sin embargo, el pirata no estaba preocupado por la ausencia de su preciada posesión; él mismo la había puesto a buen recaudo antes de que todo ocurriera, sobre unos cabellos pelirrojos.
Paso a paso, iba atravesando las abarrotadas calles por las que había corrido sin parar durante su infancia. Recordaba con claridad cada callejón de ese lugar, cada esquina, cada pasadizo. Toda esa ciudad había sido su territorio hacía ya muchos años.
Levantando la mirada hacia la gente que le rodeaba les observó, era posible incluso que alguno de los que le seguían le resultase familiar. Había crecido allí con todos ellos, después de todo.
No pasó mucho tiempo hasta que se rindió. Su sonrisa se hizo más amplia al reconocer que, de todos modos, su memoria nunca había sido su fuerte.
La cadena que envolvía sus pies repiqueteaba contra los adoquines del suelo con un tintineo alegre y despreocupado. Tan solo esperaba que sus nakamas no estuvieran demasiado enfadados con él. El pirata se preguntó por un instante dónde estarían sus compañeros, pero borró rápidamente esos pensamientos de su mente; seguramente todos se encontraban muy lejos de allí, tal y como les había ordenado.
Y como consecuencia de ello, su capitán estaba solo ahora, rodeado de miles de desconocidos deseosos de que su problemática vida llegase a su fin.
Un sonido se escuchó en el tenso silencio que gobernaba en la ciudad. Las tripas del condenado a muerte rugieron de hambre. Como había supuesto, las escasas raciones que la Marina le había ofrecido durante su estancia en los calabozos del barco no habían sido suficientes para saciar su enorme apetito.
La risa de unos niños al escuchar sus quejas llamó su atención. Sin dejar de sonreír, les saludó; justo antes de que sus preocupadas madres los sacasen del camino.
Eso era lo que él quería para sus últimos momentos, nada de lágrimas, gritos o llantos. Risas; las de esos niños, las de sus nakamas, las de su familia.
Su familia…
Mientras navegaba de aventura en aventura, en busca de la verdadera y eterna libertad, el hombre no había tenido demasiado tiempo para pensar en ellos. Por lo menos no hasta ese momento.
Los soñadores como él nunca se preocupaban en mirar hacia atrás. Había vivido siempre con la mirada puesta en el futuro, en sus metas, en la próxima isla a la que se dirigiría, en la siguiente batalla que lucharía.
Pero sin dudarlo, un hueco especial en su interior siempre había estado reservado para todos esos momentos vividos, para sus voces, sus sonrisas, sus miradas, sus abrazos, su calidez… para su familia. Ellos vivían en su corazón y formaban parte de él. Incluso los que ya se habían ido.
En lo más profundo de su alma, deseaba que ninguno de ellos estuviera presente cuando todo sucediera. No quería que tuvieran que pasar por aquello que él había vivido hacía ya tanto tiempo. Su sonrisa decayó levemente cuando ese fatídico recuerdo acudió a su memoria.
Sacudió la cabeza para despejarse, el capitán pirata sabía que no debía engañarse a sí mismo; conocía los suyos, los encontraría a todos en primera fila, observando y acompañándole hasta su último aliento.
La localización de la ejecución, además, les facilitaría el estar allí. Los marines se tensaron y alzaron sus armas cuando el prisionero al que custodiaban resopló y tiró de sus cadenas molesto. Ejecutar al Rey Pirata en su isla natal no era de buen gusto. La gente de ese lugar le conocía, le habían visto crecer y le habían cogido cariño. No era su culpa que aquel niñito revoltoso hubiese seguido su propio camino.
Además, no era como si hubiera funcionado bien la primera vez.
La Marina ni siquiera había hecho correctamente toda su investigación. Era cierto que, en su niñez, el Rey de los Piratas había pasado mucho tiempo por esas calles, pero no era allí donde se había criado. Ese tan solo era el lugar del que su hermano mayor había tenido que huir, cambiando sus vidas para siempre. De hecho, la entrada a esa pomposa ciudad siempre había estado incluso vetada para chiquillos como él y su otro hermano, pese a que eso nunca les había impedido campar a sus anchas por allí, atemorizando a la población y robando toda la comida que pudiese caber en sus enormes estómagos.
Probablemente esa fuera la razón por la cual no podía reconocer a ninguna de esas personas.
"Personas no, solo nobles" pensó el joven. No merecían ser consideradas personas después de lo que le habían hecho a Sabo.
Echaba de menos a sus hermanos, a sus nakamas, y a la comida de Sanji también. Pero ninguno de ellos estaba allí.
Luffy levantó la vista hacia donde sentía al mar, llamándole. Su profunda voz llegaba hasta su pecho, suplicante. Las olas, bramando embravecidas, llenaban sus oídos sobre el silencio de la ciudad. Desde allí, tan sólo él podía escuchar sus rugidos desconsolados, que no hacían más que gritar rogando que los humanos no le arrebatasen a su soberano de nuevo.
La brisa marina arrulló su pelo en una caricia, en un adiós.
Y mientras se despedía, las imágenes de aquel funesto día acudieron a su mente.
El pirata respiró hondo, recordando el momento en el que todo su mundo se había congelado, el momento en el que todo se había estropeado, el momento en el que el láser había atravesado el abdomen de Usopp de lado a lado, apartándole de él para siempre.
Los marines habían rodeado el cuerpo ensangrentado de su nakama, ocultándolo, de forma que ni siquiera se les había permitido comprobar si seguía con vida. Todos apuntaban con sus armas al hombre caído y, mientras tanto, su capitán no podía hacer nada. Tan solo observar y gritar su nombre al mismo tiempo que intentaba esquivar al almirante que le cortaba el paso.
El mejor espadachín del mundo estaba también demasiado lejos como para servir de ayuda, luchando contra los miles de marines que se habían abalanzado sobre ellos.
Sanji y Chopper tampoco llegarían a tiempo, y Nami y Brook tenían sus propios problemas; ambos estaban siendo obligados a retroceder cada vez más, acercándose peligrosamente al borde del gran barranco que se alzaba a sus espaldas.
La situación en el Sunny era todavía más caótica; Franky y Robin hacían lo que podían por proteger su hermoso hogar, pero les habían tomado por sorpresa, muchos de los daños pronto serían irreparables.
Ninguno de ellos podía luchar con toda su capacidad, no estando pendientes del destino de su francotirador.
Luffy era consciente de todo esto, pero no podía hacer más que contemplarlos desde lejos, impotente. Había sido su error, había bajado la guardia y, sin previo aviso, todo se había descontrolado.
Ahora estaba obligado a descubrir por la fuerza las consecuencias de su descuido.
Kizaru ordenó a sus hombres amenazar al herido de nuevo. Esta vez, todos los piratas se quedaron inmóviles. Bajo los pies del círculo de marines que rodeaban a su amigo, el charco de sangre se hacía cada vez más grande.
Y entonces, le propuso el trato.
Y Luffy aceptó de inmediato.
El joven rey suspiró cansado, las esposas tiraban de sus brazos debilitándole. Era consciente de que habían sido sus constantes faltas de juicio las que le habían llevado finalmente hasta esa situación, pero el arrepentimiento no se había pasado ni una sola vez por su cabeza; la carne de mamut que había comido en aquella isla que su navegante había tachado de "la más peligrosa del Nuevo Mundo, Luffy, y probablemente esté llena de marines", fue la mejor que había probado en mucho tiempo. Además, estaba seguro de que Usopp se recuperaría, no sin razón Chopper se había convertido en el mejor médico del mundo.
Pronto se había decidido que la opción de encerrar al capitán Mugiwara en Impel Down quedara descartada automáticamente; "alto riesgo de fuga" habían alegado los almirantes. En lugar de ello, el fortificado barco le transportaría directamente hacia Goa… para su inmediata ejecución.
Los lugareños habían sido los primeros en sorprenderse ante la noticia, el Rey de los Piratas había nacido en su reino.
No muchos eran capaces de asociar al famoso Monkey D. Luffy con uno de los pilluelos que hacía años vivían en el bosque y revolucionaban el reino entero cada vez que hacían acto de presencia. Pero los que sí que lo hacían, ahora abrían los ojos desmesuradamente al verle pasar; ese mocoso de goma que siempre se había dedicado a causar problemas junto a su inseparable hermano, se había convertido en el hombre que ahora caminaba entre ellos con el porte digno y confiado de un auténtico rey.
En el hombre que iba a morir ese día.
Luffy se enderezó al doblar la última esquina. Al fondo de esa calle ya podía ver el enorme patíbulo que habían construido solo para él. Allí arriba le esperaba la muerte, una vieja amiga que no le robaría la sonrisa.
También allí arriba podía ver a los que serían, sin lugar a dudas, sus verdugos. Dos hombres con largas espadas y, detrás de ellos, su abuelo.
El chico pestañeó al verle, y su sonrisa se hizo más amplia cuando le saludó efusivamente.
Sin poder evitarlo, Garp rehuyó su inocente mirada y apretó los puños contra su costado. La vergüenza y la culpabilidad se marcaban en las ancianas facciones del marine.
Luffy rio y negó con la cabeza. "No, no es lo mismo que aquella vez", quiso decirle.
Su despreocupada risa retumbó en el sepulcral ambiente. Un escalofrío recorrió las espaldas de los presentes al escuchar un sonido tan alegre proveniente de un criminal que se encontraba a punto de cruzar las puertas del infierno.
Monkey D. Luffy siempre había sido distinto a todos los demás. Había logrado encontrar el One Piece, había ayudado a sus nakamas a convertirse en el mejor médico, en el mejor espadachín del mundo y en un bravo guerrero de los mares. Había recorrido el mundo entero en su grandioso barco, incluyendo el mítico y maravilloso All Blue, acompañado siempre por una fiel ballena. E incluso sabía de una misteriosa historia que al parecer era la clave para el hundimiento del Gobierno.
La vida de ese muchacho, aunque corta, estaba completa. Estaba preparado para partir. Agachar la cabeza perdía todo su sentido cuando se miraba de ese modo; no había cabida para los remordimientos.
"No es lo mismo."
El hombre que se alzaba firme ante todos ellos, envuelto en cadenas, era el Rey de los Piratas. Un hombre que había cumplido su sueño y disfrutado de la vida. Luffy no sería arrancado de ella de forma repentina y dolorosa, ni dejaría atrás promesas incumplidas y corazones rotos.
A diferencia de su querido hermano.
Los ojos de Garp se encontraron con los de su nieto aún en la lejanía y se abrieron sorprendidos. Un destello de orgullo iluminó su rostro antes de echarse a reír a carcajadas. Metiéndose la mano en un bolsillo, sacó una gigantesca galleta y, dándole la espalda, procedió a comerla con parsimonia sin parar de reír, desconcertando todavía más a los asistentes de aquella insólita ejecución.
Luffy sonrió de nuevo, asintió para sí y siguió avanzando. Las escaleras se hallaban cada vez más cerca, dándole la bienvenida. El metal que las formaba brillaba nuevo y reluciente. Apenas faltaban unos metros para que el hombre para el que habían sido forjadas las subiera para encontrarse con su destino.
Pero justo en ese momento, el Rey de los Piratas se detuvo.
La multitud aguantó la respiración, los marines sacaron sus armas.
No era miedo a la muerte lo que se describía en las facciones del pirata, ni voluntad de huir, ni siquiera eran dudas las que lo habían paralizado. Tan solo desconcierto.
Los soldados que le escoltaban tiraron de sus cadenas para hacerle caminar, pero el hombre de goma simplemente dejó que sus brazos se estiraran en el trayecto que él se negaba a recorrer.
Sin dificultad, pese a la extraña postura que su cuerpo había tomado, se giró para mirar hacia una zona determinada del público que le rodeaba.
Un niño.
Un niño de quizás cinco o seis años, de cabellos pelirrojos.
El pequeño le miraba ferozmente, con el rencor y la promesa de la muerte grabados en la mirada.
No era algo extraño para el Rey de los Piratas que la gente que no le conociera personalmente sintiera un intenso odio hacia él. Era consciente de que venía con el título, su propio hermano se lo había enseñado.
Probablemente toda esa gente que había ido a presenciar su muerte le aborrecía. Les había avergonzado; el peor de los criminales había nacido entre ellos, eso mancharía su reputación.
Aquellos ciudadanos ya habían incendiado una vez una parte entera de la ciudad por proteger esa reputación, no dudarían un instante en hacer lo mismo con el hombre que les había profanado de cara al mundo exterior... Pero la mirada de ese niño era distinta, era algo personal.
Luffy levantó la cabeza con el ceño fruncido.
Y de pronto, la vio.
Y su corazón palpitó con rabia.
Y descubrió por qué el Gobierno insistía en que las grandes ejecuciones se llevaran a cabo en la ciudad natal de los condenados.
Por esa mirada.
Por esas lágrimas.
Era parte de su castigo. Para él y para los suyos.
Por esos bellos ojos encharcados en lágrimas.
Esos amables ojos… que no deberían llorar jamás.
Ella no era pirata, no estaba hecha para esa vida, no estaba hecha para sufrir.
Ella era valiente. Pero también era compasiva, bondadosa, dulce y comprensiva. Merecía una vida tranquila y pacífica, con todo el amor y el agradecimiento que pudiese recibir de todos aquellos a los que había cuidado y amado con cada fibra de su ser.
Ella no debía llorar.
Él mismo se encargaría de acabar con cualquiera que le hiciera derramar una sola lágrima. Su mirada se oscureció de golpe, haciendo temblar a todos los que le rodeaban.
Pero entonces, esos grandes ojos se encontraron con los suyos… y el pirata se desinfló como un globo. Su dura mirada recobró en un instante su calidez habitual cuando se dio cuenta… de que esa mujer, lloraba por su causa.
No era extraño que aquel niño quisiera matarle, estaba haciendo llorar a su madre.
Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro mientras miraba a la dulce señorita que le había criado. No había vuelto a verla desde aquella breve visita, hacía unos años, cuando le había presentado a su tripulación y pagado su enorme "deuda del tesoro".
Seguía tan bonita como siempre.
- Hisashiburi da na, Makino*- saludó el Rey de los Piratas alegremente. Antes de irse debía borrar esas lágrimas. Si no, Shanks le mataría también.
La joven camarera esbozó una tierna sonrisa, y pequeñas gotas de agua salada se deslizaron por sus mejillas. En un delicado movimiento, se recompuso y secó su rostro suavemente con la manga de su chaqueta.
Sin dejar de mirar a los ojos al hombre al que había querido y visto crecer, puso una mano sobre el hombro de su pequeño y se agachó hasta colocarse a su altura.
- Mira, cariño- dijo alzando la voz, permitiendo que el mundo entero escuchase sus palabras llenas de orgullo- ahí va nuestro Rey de los Piratas. (N. A.:LLORO MUCHO Y MUY FUERTE)
Un sollozo quebró su voz en la última sílaba, pero su cariñosa sonrisa no desapareció.
Los ojos del chiquillo cambiaron radicalmente, llenándose de admiración, y Luffy no pudo hacer otra cosa más que reírse sinceramente al recordar que esa era la misma mirada que él siempre le dedicaba al hombre del que había heredado ese color de pelo.
No pasó mucho tiempo hasta que el anciano que le llevaba de la mano, le diese al pobre niño un bastonazo en la cabeza y le reprendiera; al igual que siempre había hecho con aquel travieso muchacho que había vivido feliz en su pueblo, gritando que un día se convertiría en un gran pirata. El Alcalde, fingiendo severidad, amenazó también con su bastón a ese otro niño, ya crecido, que por fin había logrado ser el Rey. Una lágrima furtiva se deslizó bajo sus gafas.
Luffy les dio la espalda, aún riendo, y dejó que sus brazos volvieran a su posición original derribando algunos marines a su paso. El pirata los saltó por encima y siguió caminando.
En esos instantes, encarando a la muerte, tan sólo había una cosa que preocupaba al chico, pero tenía fácil solución. Miró de nuevo hacia arriba, hacia su abuelo, que no le negaría nada en ese momento. El ex -Vicealmirante asintió, con el brillo de una promesa en su mirada.
Franky le había hablado de ello una vez. Del gyojin que le había adoptado allá en Water 7; había sido condenado simplemente por construir el barco del Rey de los Piratas, por hacer su trabajo. El joven no quería ni pensar en qué podría llegar a sucederles a ellas.
Sus nakamas también se ocuparían de protegerlas por supuesto, pero por el momento, lo dejaría en manos de su abuelo.
Luffy miró hacia los lados, buscando a su otra madre adoptiva entre la multitud silenciosa.
Las campanas sonaron tras él, la hora había llegado.
Sin embargo, aquellos a los que encontró fue a quienes menos deseaba ver en ese momento; los padres de Sabo. Ellos también estaban allí, para regodearse en su muerte. El pirata no tenía muy claro si ellos le reconocían, si sabían que era el hermano del hijo que una vez habían tenido. Sea como fuere no los quería allí. Le fue fácil, una mirada suya bastó para que se escabullesen avergonzados y aterrorizados.
El tañido de las campanadas que anunciaban su muerte acompañaba sus pasos, firmes desde el primer momento.
"Es mejor así", pensó el capitán Mugiwara mirando de nuevo hacia el frente, probablemente fuera mejor que ella no estuviera presente, no quería hacerla llorar también.
Sus pies se posaron enérgicamente sobre el primer escalón.
Y de pronto, un estruendoso bullicio comenzó.
Algo atravesaba a gran velocidad la masa de gente que se hallaba a su espalda. Cientos de nobles salían volando por los aires mientras una persona se abría paso ferozmente entre ellos como un toro embravecido.
Nerviosos, los marines se pusieron en guardia. Garp pasó una mano cansada por su rostro.
La enorme mujer llegó hasta él, hasta el joven al que había acogido en su casa durante más de diez años y que después había decidido abandonarles en busca de aventuras. De sus brazos y su espalda, todavía colgaban los bandidos que habían intentado retenerla. Agarraba con su mano un gigantesco garrote de madera que rápidamente fue a parar al cráneo del Rey de los Piratas.
- ¡Imbécil!- bramó furiosa- ¡¿Cómo has podido dejarte atrapar?!
Ahora, tanto bandidos como marines luchaban por frenarla y apartarla del chico, sin conseguirlo.
-¡Yo, Dadan!*- La mujer cerró su puño en torno a los cuellos de su camisa. La camisa del pirata más poderoso de los mares. Y, bajo las asustadas miradas de todos los presentes, comenzó a zarandearle con fuerza.
Su cuello de goma rebotaba una y otra vez. Las sacudidas provocaban que las cuentas rojas del colgante que ella siempre llevaba le golpearan en el rostro.
Ese collar era más corto que la primera vez que el chico lo había visto, o quizá no. Quizás su hermano no le había robado parte de él, quizás esas perlas no eran las mismas que las que reposaban sobre su tumba. Quizás, solamente era uno parecido.
-¡No saludes tan casual, idiota!- esta vez, los bandidos lograron tirar de su jefa lo mínimo para que el garrotazo no le alcanzase. El flequillo moreno del muchacho se agitó con violencia, pero el pirata ni siquiera pestañeó.- ¡¿Cómo puedes hacerme esto?!
Luffy rio y se dio media vuelta. Despacio, sus pies enfundados en sus inmortales sandalias empezaron a subir las escaleras.
- ¡No me ignores!
La avalancha de marines que se precipitaban sobre ella impidió que se arrojase de nuevo hacia delante. El muchacho avanzó un escalón más. La mujer blasfemó mientras intentaba zafarse del agarre de sus captores.
El Rey de los Piratas se paró entonces en su ascenso.
Girando únicamente su cabeza, la miró y le dedicó la más radiante de sus sonrisas.
-Ne, Dadan… Arigato*.
Su cálida voz retumbó en el tenso silencio de la plaza. Esas tres fueron las palabras que él pronunció. Tres simples palabras. Tan solo tres. Pero en ese eterno momento, su sonido hizo que el mundo entero de la bandida de montaña frenara de golpe su vertiginosa marcha.
Toda su fuerza la abandonó súbitamente.
Con los ojos inundados en lágrimas, se vio obligada a observar, a cámara lenta, cómo el más pequeño de sus niños subía a encontrarse con la muerte.
El zumbido en sus oídos se hacía mayor a cada paso que él daba, cada paso que la alejaba de ella, de su vida, de su reino, de sus sueños… La mente de la bandida zozobraba en una caótica tempestad, intentando evitar la dolorosa realidad de lo que estaba viendo.
La mujer no pudo evitar preguntarse… cuándo era que ese niño había crecido tanto… Preguntarse… por qué esa enorme capa, confeccionada para un hombre hecho y derecho, le sentaba tan bien… si para sus ojos seguía siendo un desgarbado chiquillo de siete años. Un chiquillo que ahora trotaba, riendo, de escalón en escalón.
Preguntarse… dónde demonios habría dejado el maldito sombrero que siempre le había acompañado…
Preguntarse por qué… por qué no podía hacer nada para cambiar la suerte de su idiota hijo.
Y recordó el día en que había llegado, un mocoso maleducado que les había dicho que les odiaba… y el día en que se había ido, el mismo mocoso, más maleducado que nunca, que les había dicho que les quería.
"Ace, cuídale"
Con un brusco movimiento que hizo salir disparados por el aire a algunos marines, se dio la vuelta y comenzó a llorar.
-¡Imbécil!
Dogra y los demás la sujetaron del brazo y la apartaron del camino.
Luffy cerró los ojos y sonrió.
La culpa de Garp, la tristeza de Makino, la ira de Dadan; eso era lo que el Gobierno había querido mostrar a su prisionero, por eso se habían tomado la molestia de llevarlo hasta allí. Querían que el Rey Pirata viera cómo todas sus decisiones habían acabado por hacer daño a sus seres queridos. Querían que se arrepintiera, para que el mundo entero aprendiera la lección de una vez.
Sin embargo, Monkey D. Luffy no tenía arrepentimientos, ni los tendría nunca. Se lo había prometido a sus hermanos hacía mucho, mucho tiempo; y no pensaba incumplir esa promesa.
Culpa, dolor, ira, miedo, pero bajo todo ello… orgullo, amor. Eso era lo que veía en los corazones de esas personas a las que tanto quería. El pirata no tenía absolutamente nada de lo que retractarse. Alzó la vista hacia arriba, preguntándose de quién serían las miradas que Roger habría visto en sus últimos momentos, en su propia ciudad, con su propia gente.
El muchacho se hallaba ahora en la cima del cadalso y sonreía ampliamente, feliz de haber vivido.
La brisa agitó sus cabellos. Desde allí arriba, podía contemplarlo todo. Respirando profundamente, recordó aquel fuerte que unos pequeños diablos habían construido en lo más profundo del bosque, desde donde se veía la ciudad, y también su pequeño pueblo, y el mar. Justo igual que ahora.
Notaba los ojos de sus viejos amigos, de sus familiares, clavados sobre él. Luffy siempre había sido un niño de mar. La libertad de su oleaje siempre había sido una voz susurrándole al oído, reclamando su atención. El Océano siempre había querido que Monkey D. Luffy surcara sus aguas; y todos lo habían sabido desde el principio. Todos los que le habían conocido, sabían que un día zarparía y que probablemente nunca volvería. Todos habían asumido que un día, su viaje llegaría a su final.
Pero aun así, cuando el momento llegó, tanto él como los suyos se alegraron de haber podido despedirse una última vez. De poder participar, con él, en esa última aventura que sería su muerte.
La gran sonrisa que había desafiado al mundo iluminaba de nuevo sus determinadas facciones. Una vez más, un portador del misterioso apellido se iría al otro lado sin un ápice de miedo.
El Rey Pirata se sentó con las piernas cruzadas, de cara a su público, como había hecho su predecesor. A sus espaldas, ofreciéndole un apoyo que probablemente no necesitaba, Garp le miraba, apenado, apretando de nuevo los dientes para reprimir las lágrimas de impotencia que llegaban a sus ojos mientras se cuestionaba, por millonésima vez, qué era lo que había salido mal para tener que presenciar la muerte de sus dos nietos. Y si en verdad se había equivocado al darles la libertad de escoger su propio camino.
La expresión del chico le dio su respuesta.
- Monkey D. Luffy, Segundo Rey de los Piratas, ¿unas últimas palabras?
El joven miró hacia abajo, a todos aquellos que habían ido a verle morir, a los que lo verían mediante el enorme den-den mushi que se encontraba en mitad de la plaza, a los almirantes que lo supervisaban desde su tribuna, a Makino y al Alcalde, a Dadan y a los bandidos, y a su abuelo. Rio y contestó.
- ¡Ha sido divertido!
Garp sacudió la cabeza con una débil sonrisa y apartó la vista.
Los verdugos alzaron sus armas, las espadas destellaron bajo el sol de la calurosa mañana. Luffy cerró los ojos, sin dejar que su sonrisa se borrara.
El mundo entero contuvo la respiración.
Una voz irrumpió en el silencio.
- ¡Oye, Rey Pirata!
Luffy alzó la cabeza. La Marina entera palideció.
Los verdugos dudaron, con el sudor cayendo de sus sienes, y dirigieron su mirada hacia el alto cargo que tenían más cerca. Pero Garp estaba ocupado, la risa salía a borbotones desde lo más profundo de su abdomen, al que se agarraba con fuerza.
-¡Rey de los Piratas! ¿Qué has hecho con él?
La voz continuaba, en un eco del pasado.
-¡Encontradle!- los soldados comenzaron a moverse- ¿Quién está hablando? ¡No permitiremos que se vuelva a repetir!
La figura encapuchada volvió a gritar, su larga nariz sobresalía bajo su manto.
-¡Rey de los Piratas! ¿Dónde has escondido tu tesoro?
La sonrisa de Luffy se hizo más amplia.
- ¿Mi tesoro?- rio encogiéndose de hombros- Me lo comí.
El alboroto desconcertado y escandalizado de los presentes llenó todo el lugar.
Y de pronto, el característico silbido del acero al cortarse resonó por la ciudad. La estructura sobre la que se apoyaban comenzó a caer.
Dos figuras aparecieron tras el patíbulo que se desplomaba ruidosamente, de espaldas a él. La primera enfundó sus espadas, la segunda se encendió un cigarrillo.
- Pues habrá que ir a por más, ¿no crees, senchō *?- dijo el rubio.
Los verdugos tropezaron sobre la tambaleante plataforma. Garp no podía parar de reír. Una mano con una llave apareció frente a las esposas de su capitán.
-¡Son los Mugiwaras!
Los almirantes se levantaron de golpe de sus asientos. Entre ellos, el recientemente nombrado Almirante Coby limpió sus lágrimas con el dorso de su mano, esbozando una sonrisa.
Entonces el jaleo comenzó. La marabunta de nobles intentaba escapar del lugar, corriendo y pisándose los unos a otros, impidiendo el paso a los refuerzos de la Marina que luchaban por entrar en la plaza.
Un rayo cayó sobre todos ellos. Sobre todos los que habían osado desear la muerte del Rey.
- El clima puede ser muy impredecible en esta zona, ¿no creéis?- la voz de una hermosa joven resonó desde las alturas. La navegante de los Sombreros de Paja apareció de pie sobre uno de los tejados.
Un esqueleto salió de la nada en mitad de la plaza y delicadamente, tomó la mano de Makino, sacándola de la muchedumbre por la que estaba siendo arrastrada.
- Disculpe señorita, ¿podría mostrarme sus bragas?- dijo, y acto seguido hubo un cadáver más en el suelo, con el pie de un niño malhumorado sobre su cabeza. La mujer se tapó la boca con la mano para ocultar su sonrisa.
Nami les observó y suspiró, negando con la cabeza.
- ¿Nos vamos ya, capitán?
La plataforma de ejecución se derrumbó totalmente por fin, dejando tan solo humo, arena y trozos de metal de los que sobresalían verticalmente un par de piernas vestidas de pantalón blanco, que aún se agitaban a causa de las carcajadas de su propietario.
El Rey de los Piratas se alzaba ante los restos, su capa roja ondeó de nuevo tras él. Levantó la cabeza, sonrió y asintió.
-Hai.*
Y echó a correr hacia la marabunta.
*Hisashiburi da na: no hay traducción en castellano, es más bien "Long time no see". Lo más parecido sería "Hace mucho tiempo que no nos vemos."
*¡Yo!: Saludo muy (demasiado) informal.
*Ne… Arigato: Oye… gracias por todo.
*Senchô : capitán
*Hai: ¡Sí!
Probablemente muchos de vosotros queráis asesinarme por haberos hecho sufrir tanto durante esta historia... os ruego que esperéis un poco más, por lo menos hasta que acabe las dos partes más que me quedan por publicar jaja. PD: Le dedico esta historia a mi pequeña duendecilla lunar, a mi querida lectora beta poco objetiva, a mi fan número uno que a ver si por fin se pasa por mi página ;) Love u hele.
6 meses más tarde...
He reescrito estos dos primeros capítulos, en el primero apenas he cambiado nada, solo algunas erratas; en el segundo bastante más... no me llegaba a gustar del todo.
Siento haber estado tanto tiempo fuera de combate, la carrera me consume. Prometo compensároslo, tengo un par de sorpresas preparadas respecto a esta historia... ;)
Por cierto ya la he acabado, voy a ir publicándola a lo largo de estas semanas. Nos vemos! No os olvidéis de comentar!
