Los personajes no me pertenecen, la historia si.
Only Goodbye.
Whitlock.
Y su respiración agitada era todo lo que escuchaba. Los jadeos de ella y los chillidos de Naraku, que había caído destrozado a su alrededor hecho trizas por su ataque, y luego le había perforado el abdomen con uno de sus tentáculos, envenenándolo, evitando así que tuviera cualquier esperanza de seguir viviendo. Agradeció que Miroku y Sango no estuvieran ahí para ver ese espectáculo. Ninguno lo hubiera soportado.
El gemido de Kagome lo alertó. Ella estaba ahí, tirada a su lado con una profunda herdia en su lado izquierdo, con sangre que brotaba a mares, con los ojos dilatados por el dolor y el horror y los cabellos desordenados. El uniforme manchado y, por qué no, algunos huesos rotos. Sudada y aterrada.
A pesar de ello, hermosa.
Al querer acercarse a ella sintió de verdad por primera vez en su vida el peso de su propio cuerpo, era doloroso. No podía moverse, como si lo hubieran dopado o algo por el estilo. Pero no iba a rendirse; si iba a morir, lo haría al lado de ella.
Y así, se arrastró hasta quedar a su lado.
Kagome no percibió el movimiento, agonizando en su propio dolor, consumida por el propio peso de su cuerpo, no sintió a Inuyasha acercarse hasta que estuvo ahí y le tomó delicadamente y sin fuerzas alguna la mano. Y lo volteó a ver, viendo sólo en sus ojos dolor y culpa.
—Lo... Lo s-siento Kag-home—hizo una mueca de dolor y se agarró una costilla—no pude protegert...
—Cállate—le ordenó y él así lo hizo. Lo que no pudo decirle con palabras se lo dijo con la mirada: "no fue tu culpa" ¿o tal vez le dijo "te amo"?
La abrazó, con las pocas fuerzas que le quedaban. Se miraron a los ojos y el pequeño momento fue roto por el grito estremecedor de Naraku al desaparecer purificado por la flecha de la chica azabache que se encontraba moribunda en sus brazos.
—Lo... logramos, Inuya-sha.
—No hables.
Sólo quedaba un problema. No podían morir, no todavía: ¿qué pasaría con la perla? ¿desaparecería al morir ellos dos?
—Kikyô sabrá qué hacer—Kagome era adivina.
Y su cuerpo automáticamente se relajó. Si así era, podían ir en paz.
Una combulsión atacó el débil cuerpo de Kagome y el hanyô supo que había llegado la hora. Cuando sus estremesimientos se hicieron más fuertes se acercó a su oído.
—Te amo—susurró con su último aliento, y en el último segundo de la chica, sintió como sus cuerpos decaían al mismo tiempo.
—Yo también—aclanzó a contestar.
Y luego: silencio.
Fue así como los dos saludaron a la muerte como a una vieja amiga.
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