Uno
por Karoru Metallium
Capítulo I: Lleno de esperanzas
Bueno, heme aquí otra vez en la sección de Slayers. Primero advertirles que esto es figmenta de mi imaginación, es probable que a muchos al comienzo les parezca que no tiene mucho sentido, o más bien poco que ver con la serie, pero en fin, je m'amuse xD.
Es una historia con un poquito del estilo y la idea mi viejo one-shot "Imagíname sin ti", pero planeada para extenderse y llegar a ser probablemente un AU; se me ocurrió una vez escuchando el tango Uno, que al igual que los personajes de Slayers, no me pertenece. Una vez aclarado el asunto, tengan pa que se entretengan, si gustan ^^.
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Uno busca lleno de
esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias
El espacio se extendía ante sus ojos, único, infinito. Siempre había sentido afinidad con las estrellas, por eso le gustaba tanto mirar el cielo nocturno; le brindaba una sensación de paz que no era capaz de lograr en ningún otro momento.
Sin embargo, no era ése el único motivo por el cual salía del templo en las noches, ocultándose en las sombras, a hurtadillas como un ladrón... al menos, ya no lo era más.
"Primer amor, primer dolor".
¡Cuánto de verdad había en esa simple frase!
Tenía sólo cinco años cuando llegó al templo. Había llegado al orfanato siendo un bebé de meses, de origen desconocido; pero cuando un sacerdote del templo del Dragón del Mar vio al pequeño y percibió su potencial, decidió hacerlo su aprendiz.
Así ingresó al templo como novicio, interno; de allí sólo podía salir acompañado por alguno de sus maestros o de sus compañeros mayores. Pero quien elaboró las reglas que decían regir a los novicios aspirantes a sacerdotes, evidentemente no conocía al hermoso y extraño niño de cabellos negros y ojos color violeta...
De día era el novicio perfecto, consagrado tan sólo al estudio y a la oración; de noche era una sombra ágil que se escurría por los pasillos y que encontraba salidas, pasadizos secretos, formas de salir al exterior para observar el cielo nocturno. Si lo descubrían se arriesgaba no sólo a una severa reprimenda con el consecuente castigo, sino que podía enfrentar la posibilidad de la expulsión, con lo cual sería execrado de la comunidad.
Y así durante casi trece años, los que llevaba en el templo. A diferencia de muchos aspirantes, este novicio en particular había mostrado interés no sólo por la magia blanca y el poder de la oración, sino que había procurado abordar el aspecto práctico de la lucha contra el mal ejercitando su cuerpo hasta convertirlo prácticamente en un arma letal.
Ahora estaba a punto de ser ordenado sacerdote. Se había convertido en un joven extremadamente hermoso, de una belleza soberbia y fría como el hielo que parecía inalcanzable, inasible, casi etérea. Pero bajo esa armadura de frialdad, que no dejaba entrever nada, latía un corazón lleno de fuego, un corazón rebelde, apasionado... un corazón que ansiaba el poder, y que estaba determinado a luchar para lograrlo.
El escalar el camino hacia la cumbre del poder en el templo del Dragón del Mar era todo en su vida, el sitial máximo era su objetivo, y ninguna otra cosa era capaz de distraerlo de lo que anhelaba.
Educado para mantenerse casto hasta el final de sus días, en la creencia de que los placeres carnales eran una forma impura e inútil de malgastar el tiempo que debía ser consagrado a la oración, el más hermoso de los novicios del templo jamás había mirado con interés a las pocas mujeres con las cuales se había cruzado en su camino.
Tanto aldeanas como grandes damas habían dirigido sus ojos esperanzados y hechizados al joven, pero él ni siquiera las miraba. Su mente estaba concentrada en su meta, llegar a ser el sumo sacerdote, concentrar en sí todo el poder mágico y terrenal que concedía el dragón del mar a quienes lo servían. Eso era lo único que le importaba.
Hasta que la conoció a ella...
Como cada noche, tendido en la hierba, mirando las estrellas, había escuchado su voz suave, ronca e irónica.
- ¿Mirando las estrellas, sacerdote?
Se puso en pie de un salto, la túnica de novicio revoloteando en torno a su cuerpo ágil. Pero le bastó ver su rostro para saber que estaba perdido, perdido para siempre.
Era alta, casi tan alta como él, y probablemente de su misma edad, quizás un poco mayor; vestía de azul, un vestido largo de mangas amplias que parecían flotar a su alrededor, y cuya elegancia indicaba que su poseedora no era una simple aldeana. La débil luz de la luna iluminaba su cabello, de un tono gris claro que parecía casi plateado, cayendo hasta su cintura en largas y sedosas ondas.
Los ojos, de un gris muy claro y con un brillo extraño, velados por largas pestañas negras que resaltaban contra la palidez casi traslúcida de su piel, parecían reírse de su sorpresa y confusión. Unos labios rojos sonreían con ironía.
Era la mujer más bella que había visto en toda su vida, y se reía de él. ¡De él, a quien todos en el templo y en los pueblos miraban con admiración y respeto!
- Eso es obvio - apuntó, casi groseramente, arrepintiéndose al instante de sus palabras. Pero la joven pareció no tomarlo en cuenta, su sonrisa sólo se hizo más amplia.
- Pues perdona por interrumpir tu meditación, sacerdote. ¿Quieres que me vaya?
- No, ¡espera! - avanzó hacia ella, que no dejó de sonreír ni retrocedió un solo paso.
- Espero...
- ¿Quién eres?
- ¿Para qué quieres saberlo?
- No es común ver a una mujer andando sola en estos parajes, y menos a estas horas. Tengo curiosidad - alegó el joven, sin dejar de mirarla.
- Oh, ¿es eso? - su sonrisa irónica se acentuó - Bueno, es que yo no soy cualquier mujer. No le temo a la soledad, a los bichos, a la noche, a los demonios... ni a los hombres.
- Una mujer especial... ¿y cómo es que nunca te había visto, si vengo aquí casi todas las noches?
- Haces demasiadas preguntas, sacerdote.
- Y tú eres demasiado misteriosa, mujer.
- Eso te gusta, ¿verdad? - repuso la bella mujer con un brillo extraño en sus ojos claros, cuyas pupilas parecían destellos de plata entre la seda negra de sus pestañas.
Él la miró, sorprendido. Ella iba directa y al punto, algo francamente raro incluso entre hombres, y que resultaba casi impensable en una mujer.
- Me desconcierta - admitió, un poco a regañadientes.
- Creí que a los sacerdotes se les entrenaba para no ser sorprendidos por nada ni nadie - sin esperar a que él contestara, se sentó en la hierba y lo miró desde abajo, su boca sonriente incitándole a la confianza - ¿Porqué no me cuentas un poco de lo que aprendes en ese templo? Tengo curiosidad.
- ¿Para qué quieres saber eso?
- Para hacer conversación. Me parece que mi compañía no te resultará desagradable. Vamos, siéntate y cuéntame...
La desconfianza y la atracción que la bella desconocida despertaba en él lucharon a brazo partido en su corazón... y la última ganó por una cabeza. Si bien sentía vibraciones extrañas provenientes de ella, no alcanzaba a clasificarlas como malas o buenas; vamos, que ni siquiera podía identificarlas, y por el momento al menos ella no parecía una amenaza para él ni para nadie.
No era como ninguna persona que él hubiera conocido jamás, y le hacía sentir cosas que jamás había sentido; pero eso no la hacía necesariamente una enemiga... y le atraía tanto...
Era verdad que le gustaba estar solo, pero algunas veces sentía la necesidad de compañía, de alguien con quien pudiera compartir sus pensamientos y que le entendiera. Y esta desconocida parecía la persona ideal, quizás por eso... porque no sabía nada de ella, y de pronto quería saberlo todo.
Se sentó junto a ella y así nació la costumbre del encuentro, casi todas las noches, a la misma hora, en el mismo lugar. Hablaban de todo un poco, pero principalmente de él, casi nunca de ella. Aparte de su nombre y algún que otro detalle aislado que se escapaba en las conversaciones, no había llegado a saber realmente nada de ella: quién era, de dónde venía, si tenía familia... pero poco le importaba eso ahora.
La confianza dio paso a una tormenta de sentimientos, y pronto descubrió que estaba enamorado de aquella mujer. Una noche dejaron de conversar, y bajo la luz tenue de las estrellas, el joven sacerdote recibió su primer beso, un beso suave que pronto se hizo apasionado. Los labios de la misteriosa mujer eran como pétalos de rosa, oscuros como el vino e igual de embriagadores, tan suaves e intensos a la vez como toda ella.
Quiso reír, quiso llorar cuando aquella boca que tanto lo había fascinado, se adhirió a la suya con fuerza... quiso saborearla con su lengua, pero temió romper el hechizo del momento; sólo pudo abrazar aquel cuerpo exquisito con delicadeza, como si estuviera hecho de porcelana y pudiera quebrarse si apretaba demasiado.
Sin embargo, fue ella la que profundizó el beso, apasionadamente, para luego apartarse de él y desaparecer en la noche dejándole allí, estremecido, feliz y angustiado. Todo a la vez.
Desde aquella noche no tuvo paz, no podía tenerla si estaba lejos de ella. Todas las fibras de su ser se estremecían con pasión cada vez que la recordaba, y aquel beso prohibido que había quebrantado los cimientos de su castidad ardía en su boca con la intensidad del fuego, salvaje y desatado.
Su ambición había pasado a segundo plano, y ahora era la pasión el sentimiento que dominaba su vida... el amor por ella, intenso y real, más real que la vida que había llevado hasta ahora. Todo era más claro, los colores eran más vivos, el aire más puro.
Todo lo que necesitaba para vivir estaba en ella, ella era su vida. Todo lo que le importaba era verla, tenerla por unos instantes que de día revivía una y otra vez, mientras a los ojos de todos parecía entregado al ejercicio de su deber. Su deber, la oración.
¿Pero la oración a quién? ¿A quién podía pedir, a quién podía orar, a quién podía suplicar? ¿Por quién iba a suplicar, por quién era capaz de llorar el joven sacerdote de belleza de hielo? Ella era su diosa.
Los nuevos sentimientos lo torturaban, pero era una tortura dulce y deliciosa. Por eso salía ahora en las noches. A mirar el cielo nocturno y a esperarla a ella...
- ¿Mirando las estrellas, sacerdote?
La voz suave y ronca estremeció cada centímetro de su cuerpo, y se sentó en la hierba para verla avanzar hacia él con el paso seguro y lleno de gracia que la caracterizaba, con aquella sonrisa irónica en el rostro que tanto amaba.
- Creí que no vendrías...
- Yo siempre cumplo lo que prometo.
- Lo sé, pero siempre temo que algo, o alguien, te impida cumplir tu promesa...
- Esperemos que nunca ocurra.
Ella se sentó en la hierba a su lado, y le besó lenta y dulcemente. Él suspiró.
- Alba... mi Alba.
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N.A.: OK, está un poco corto, puede que algo confuso, pero me parece que como intro está razonable. El personaje es obvio tratándose de mí, aunque momentáneamente esté bastante fuera de carácter xDDDDDD. ¿Les gusta Alba? Pues les aviso que yo no doy pistas ^__~.
Admito que puedo haberme pasado algo con el lado poético del asunto, pero le echo toda la culpa de eso a una maravillosa autora cuyas obras leí hace poco y me conmovieron mucho ^_~.
