Luego me di cuenta de que siempre hay una puerta hacia el infierno, incluso en la entrada del cielo.
Sheril Crow.
Seis Meses.
Es
tan frío e injusto que cree que va a vomitar en ese pasillo. No hay
fondo ni punto de partida. No es lo adecuado pero no le importa nada lo
que es correcto o no. ¿Acaso eso es correcto y justo? No tiene tiempo
para pensar y aunque así fuera, no podría emplearlo bien. Acaba de
descubrir con espanto que la planta de maternidad es el lugar más
desquiciante y aterrador de todo el hospital.
Su hospital es la casa de los horrores.
Las
paredes son monstruos que se echan sobre su cuerpo tembloroso, que
quieren morderla y arrancarla hasta la última gota de esperanza.
Enseñan sus dientes afilados dispuestas a rasgar su piel pálida y
sudorosa. Está empapada en él, y es frío y recorre los poros de su piel
saltando con cada palpitación de la sangre que nutre sus venas.
Apenas
puede caminar. Las piernas no responden y su cerebro no es capaz de
enviar órdenes coherentes a su cuerpo. Todo está en estado de shock.
Puede ver las luces rojas a su alrededor girando sin parar. Tal vez es
su propio cerebro mandando señales de socorro.
Es muy pronto, es muy pronto. Seis meses no son suficientes. Es demasiado pronto.
Es
su voz, una y otra vez, sin descanso. Se lo dice a las enfermeras,
grita a los médicos. Le ruega al anestesista que no lo haga. Aún cuando
está perdiendo el conocimiento saca fuerzas de sus propias entrañas
para gritarlo. Ella es médico y conoce las consecuencias. Conoce los
riesgos.
Ella no está preparada para eso. Nadie lo está. Porque no es natural. Es inhumano.
Puede que ella también lo sea.
No
debería estar levantada, pero tampoco es algo que la importa. Siente
que todo es una burla. Un caramelo puesto en su boca que la han hecho
escupir a quemarropa. Si cierra los ojos con fuerza y los abre de nuevo
quizás todo sea una pesadilla. Lo intenta unas cuantas veces pero el
olor a anestesia y desinfectante que desprende ella misma es tan fuerte
como la realidad. Se la clava en el cerebro como alfileres. Es
demasiado real. La pared es real, el suelo que pisa, la gente que pasa
a su lado lo es. La forma en que la miran, como si fuese una loca lo
es. Todos lo son.
Es muy pronto. Es muy pronto.
Se
lleva la mano a la boca. Siente las náuseas, como la mezcla de bilis y
saliva choca contra el paladar. Traga con amargura. Sabe que no es
dueña del tiempo, el espacio, de nada. Ni siquiera es dueña de si misma
ahora.
Lo ve en esa incubadora. Un pequeño cuarto de cristal que lo
mantiene apartado de su realidad. Se dice a sí misma que no es él. Él
aún está en su vientre. Pasa las manos por su vientre y aún lo nota
abultado y sonríe nerviosa, casi desquiciada.
Apoya las manos en el
cristal que le cubre. Es la criatura más bella e indefensa que ha visto
jamás. Es un milagro pero no logra llenarla. El mismo día que supo que
él formaba parte de ella se juró quererle eternamente. Le amaba antes
de que él existiese. Acaricia el cristal y en un hilo de voz
imperceptible, canta una nana. Apoya la frente y el frío parece
traspasarla y la cuesta respirar.
Se pregunta a si misma que ha
hecho mal para que esto ocurra. En que momento falló tanto. Se echa en
cara no haber guardado reposo, no haber sido más responsable.
Ya era una mala madre antes de que tú nacieras. Yo lo sabía. Tú lo sabes ahora.
Llora
contra el cristal y sus ojos se empañan entre las lágrimas. Lo ve
borroso. ¿Y si es una pesadilla? Lo desea con fuerza, más ansias de la
que puso en él.
Una enfermera la sujeta por los hombros y la siente
en una silla de ruedas. No es capaz de luchar contra esa mujer que la
aparta de él. Acaba de desperdiciar su energía en rezar.
El camino
en esa silla de ruedas hasta su habitación es como una bajada a los
infiernos. No debe separarse de él. No quiere ni puede. Pero no
responde de ninguna manera. Se deja llevar. Siente las pequeñas
puñaladas en su vientre, los puñetazos. Se lo han arrebatado demasiado
pronto.
Ya no es ella misma. No sabe por qué se levanta y se tumba
en la cama. Tampoco sabe por qué cierra los ojos y siente su cuerpo
flotar ingrávido. Como si no tuviese peso, como si solo fuese el peso
de su alma. Siente los calmantes entrar en su cuerpo, abrirse paso
entre la sangre y aletargar las pocas fuerzas que la quedan.
Ha perdido el control.
Abre
los ojos apenas para ver su bastón. Los parpados pesan y no tiene claro
por qué pero la da igual. Nota su cuerpo sentado en la cama, a su lado.
Alarga la mano. Tiembla, presa del pánico y del llanto que rompe en su
garganta. La muerte debe parecerse a eso. Debe ser la absoluta
sensación de desesperación que te aprisiona en una celda creada a base
de todos los sueños que tenías.
Él la coge la mano y la apoya con la
mayor suavidad posible en la cama. Siente el contraste del frío y el
calor de sus manos entrelazadas. De algún modo debe de estar muerta
porque nota un frío helador en su cuerpo.
La aprieta con fuerza.
Toda
su cara se humedece entre las lágrimas y cierra los ojos rendida. Se
maldice por volver a pensar que si los abre, será una pesadilla de la
que habrá despertado.
Pero de vuelta, todo sigue siendo real. El
sabor salado en sus labios lo es, la aspereza en sus mejillas lo es.
Sobre todo la mano que la sujeta y la mantiene alejada de la locura. La
mano que la sostiene y no la deja caer en las cloacas de su alma.
Era pronto. Seis meses.
