Dos mundos, un amor

Adaptación de la historia "A tres metros del cielo" de Federico Moccia

Capitulo 1

«Cathia tiene el mejor trasero de Europa.»

El grafitto rojo brilla con toda su desfachatez sobre una columna del puente de la avenida Francia. Cerca, un águila real, esculpida mucho tiempo atrás, seguramente ha visto al culpable pero no hablará nunca. Algo más abajo, como un pequeño aguilucho protegido por las rapaces garras de mármol, está sentado él. El pelo corto, casi a cepillo, rebajado en la nuca como el de un marine y una cazadora Levi's de color oscuro. El cuello levantado, un Marlboro en la boca y las Ray-Ban en los ojos. Aspecto de duro, aunque no lo necesita. Tiene una sonrisa preciosa, a pesar de que son pocos los que han tenido oportunidad de poder apreciarla.

Tras el paso de cebra, algunos coches se han detenido amenazadores en el semáforo. Ahí están, en fila, como en una carrera, si no fuera por su variedad. Un Cinquecento, un New Beatle, un Micra, un coche americano sin identificar y un viejo Fiat Punto. En el interior de un Mercedes 200, un delgado dedo con las uñas mordidas da un leve empujón a un CD. En los altavoces Pioneer laterales, la voz de un grupo de rock cobra vida repentinamente. El coche se pone de nuevo en marcha siguiendo la marea. Como dice la canción, ella también quisiera saber ¿Dónde está el amor? Pero ¿existe realmente? De una cosa está segura, prescindiría gustosa de su hermana, quien desde atrás sigue repitiendo con insistencia: «Pon a Eros, vamos, quiero escuchar a Eros.»

El Mercedes pasa precisamente cuando el cigarrillo, ya terminado, cae al suelo, empujado por un impulso certero y ayudado por un soplo de viento. Él baja por la escalera de mármol, se acomoda sus Levi's 501 y después se sube en la Honda azul VF 750 Custom. Como por arte de magia, se encuentra de pronto entre los coches. Su Adidas derecha cambia las marchas, embraga y deja ir el motor, que, potente, lo empuja entre el tráfico como una ola.

El sol está saliendo y es una bonita mañana. Ella se dirige a clase; él aún no se ha acostado. Un día como otro cualquiera. Pero en el semáforo se encuentran el uno al lado del otro. Y a partir de ese momento, ya no será un día cualquiera.

Rojo.

Él la mira. La ventanilla está bajada; un mechón de pelo castaño cenizo descubre levemente su cuello suave. Un perfil amable pero decidido, los ojos chocolate, dulces y serenos, escuchan soñadores y entornados una canción. Tanta calma le impresiona.

— ¡Eh!

Ella se vuelve hacia él, sorprendida. Él sonríe, inmóvil junto a ella, en aquella moto, los hombros anchos, las manos tempranamente bronceadas, pues están a mediados de abril.

—¿Te apetece dar un paseo conmigo?

—No, tengo que ir a clase.

—¿Y por qué no finjes que vas y te recojo delante de la escuela?

—Perdona —ella exhibe una sonrisa forzada y falsa—, pero me he equivocado de respuesta: no me apetece ir a dar un paseo contigo.

—Pues te divertirías...

—Lo dudo.

—Resolvería todos tus problemas.

—Yo no tengo problemas.

—Ahora soy yo el que duda.

Verde.

El Mercedes 200 se pone en marcha dejando que la sonrisa segura de él se desvanezca. El padre se vuelve hacia ella:

—Bella ¿quién era ése?, ¿un amigo tuyo?

—No, papá, sólo un cretino...

Algunos segundos después la Honda se sitúa de nuevo junto al coche. Él se agarra a la ventanilla con la mano izquierda y con la derecha da un poco de gas, para no hacer demasiado esfuerzo, aunque con ese pedazo de brazo no debería suponerle muchos problemas.

El único que parece tener alguno es el padre.

—Pero ¿qué hace ese inconsciente? ¿Por qué se pega tanto al coche?

—Tranquilo, papá, yo me ocupo...

Se vuelve decidida hacia él:

—Oye, ¿es que no tienes nada mejor que hacer?

—No.

—Pues búscatelo.

—Ya he encontrado algo que me gusta.

—¿Y se puede saber qué es?

—Ir a dar un paseo contigo. Vamos, te llevo a la calle Olimpica, corremos un poco con la moto, te invito a comer y luego te devuelvo a la salida de clase. Te lo juro.

—Me temo que tus juramentos valen poco.

—Eso es cierto —sonríe—. ¿Ves?, ahora que sabes tantas cosas de mí, confiésalo, ya empiezo a gustarte.

Ella se ríe y sacude la cabeza.

—Vamos, ya basta —dice, y abre un libro que ha sacado de la bolsa Nike de piel—. Ahora debo concentrarme en mi verdadero y único problema.

—¿Cuál es?

—El examen de latín.

—Creía que era el sexo.

Ella se vuelve, molesta. Esta vez ya no sonríe, ni siquiera de mentira.

—Quita la mano de la ventanilla.

—¿Y dónde quieres que la ponga?

Ella pulsa un botón.

—No puedo decírtelo: mi padre está presente.

La ventanilla eléctrica empieza a subir. Él espera hasta el último

instante y después aparta la mano.

—Nos vemos.

No le da tiempo a oír su seco «No». Tuerce ligeramente hacia la derecha, toma la curva, escala con las marchas y desaparece veloz entre los coches. El Mercedes prosigue su viaje, ahora más tranquilo, hacia el colegio.

—Bella ¿tú sabes quién es ése? —La cabeza de Alice asoma repentinamente entre los dos asientos—. Lo llaman Matrícula de Honor.

—Para mí es sólo un idiota.

Después, abre el libro de latín y empieza a repasar el ablativo absoluto. De repente, deja de leer y mira hacia afuera. ¿Es ése realmente su único problema? Por descontado, no es el que dice ese tipo. Y de todos modos, no va a volver a verlo. Retoma la lectura decidida. El coche gira a la izquierda, hacia la escuela Falconieri.

«Sí, yo no tengo problemas y no volveré a verlo nunca más.»

En realidad, no sabe lo mucho que se está equivocando. Sobre ambas cosas.