Disclaimer |©Shingeki no Kyojin/進撃の巨人, sus personajes y trama son propiedad de su autor, Hajime Isayama. La trama de este Fic pertenece a ©Coorp. CharlyLand. Creación sin fines de lucro sólo recreativos.
Notas| Es la primera Calabaza —historias de un quinteto de recopilaciones—, para la fecha. Hallowen es una época especial para mí y he decidido dedicárselo al Riren y este tipo de temáticas.
El duende de la rendija
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En la primavera de 1930, un sábado por la mañana, mientras yo preparaba el desayuno en la cocina, mi esposo se suicidó.
Con su muerte el velo de fantasía de la que alguna vez creí era mi vida perfecta, cayó, volviéndose añicos, tal cual lo hicieron los bonitos detalles de cristal del candelabro en el que se colgó.
Cuatro meses atrás nos habíamos mudado de casa, después de haber sido extirpados con violencia de nuestra cómoda y lujosa vida por la Gran Depresión que se había llevado casi todo nuestro capital.
Fue así como con un par de maletas y todos los sueños rotos pasamos de vivir en la urbe de Detroit a la zona rural de Maine.
La casa nueva que logramos adquirir era irónicamente dos veces más grande que la que alguna vez tuvimos. Pero era esa casa, una enorme estructura de tres pisos que se estaba cayendo a pedazos. Un lugar en el que la madera siempre crujía bajo cada paso que se daba, con moho y manchas de humedad en muchas partes de las paredes que conformaban los eternos pasillos que —en la mayoría del tiempo, pues tampoco había electricidad —permanecían a oscuras, cargando cada rincón con un aire siniestro.
Tal vez por eso, aunque era lo mejor que pudimos obtener en la situación en la que nos encontrábamos, la odiamos desde el primer instante. El único que pareció conforme con el cambio y sus implicancias fue Eren, nuestro hijo de siete años. Que de todos modos, no es como si hubiese podido quejarse. No él, nuestro pequeño quien había sido diagnosticado con esquizofrenia infantil severa a los cinco años, razón por la cual permanecía sumergido en una nebulosa de alucinaciones que le impedían conectarse y comprender que la situación que había llegado a nuestras vidas, era la más terrible que tendríamos que enfrentar.
Al principio, en los primeros tiempos cuando la condición de nuestro hijo devastó nuestros corazones, mi esposo y yo aceptamos la medicación para controlar sus episodios de desequilibrio, pero luego de ver como en vez de mejorar solo empeoraba, decidimos retirar completamente el tratamiento y dejar que se sumergiera en un mundo ambivalente en donde a veces era un gran aventurero de tierras lejanas y reía y ría sin parar hasta que los mofletes le dolían, a otras en donde podía pasar largo rato llorando sin control porque según decía, las pirañas que salían de la tierra lo mordían sin piedad y tenía que manotearse de una manera tan venenosa el cuerpo, para sacarse de encima aquellas criaturas imaginarias.
Los días que permanecí en aquella casa, fueron para mí los más grises y agónicos de mi vida. Encerrada en aquel enorme edificio, deambulando como un fantasma, entre los quehaceres interminables y el pensamiento del futuro incierto y precario que nos aguardaba, seguida de vez en vez por los pasitos de Eren, me convertí en alguien taciturno y hasta egoísta hacia el sentir ajeno.
Para Grisha, creo que algo similar le sucedió, agobiado por el aislamiento y el hecho de no poder encontrar trabajo ni siquiera en los campos de patata de la zona —pues estos estaban tan secos como nuestras esperanzas— y ver como cada vez más la escasez nos alcanzaba, hizo mella en él de tal manera que pasó de ser un padre y esposo cariñoso y comprensivo, a ser un hombre de humor irritable, que podía ponerse a gritar con violencia por cualquier nimiedad que le llegase a parecer molesta.
En parte, si he de ser honesta, debo decir que yo tuve parte de culpa en que las cosas se fueran poniendo más y más tensas entre nosotros, hasta que terminaron por deteriorarse y cayeron a un punto de quiebre. Pero es que yo estaba más preocupada por mi propia tristeza y desesperación al ver como las alucinaciones en mi inocente hijo se volvían tan virulentas que temía que terminarán por hacerle cometer un daño irreparable a su persona.
Eren había sido desde el primer instante de su vida, mi mayor tesoro, la luz de mi vida, que mi amor por él hizo que yo me olvidase de mi otra persona amada.
Hundido en su propia miseria, hecho a un lado del calor de familia, Grisha acabó por refugiarse en el alcohol barato que lograba conseguir de las malas migas que había hecho en el pueblo.
Para cuando me di cuenta de lo que nos había sucedido, ya era tarde, habíamos dejado de ser una familia para convertirnos en extraños que se encontraban de vez en cuando bajo el mismo techo, y se herían con los pedazos de corazón de cada uno. Todo entre nosotros se pudrió y la vida se volvió una tortura llena de gritos, reclamos, llantos y remordimientos.
Fue también para esa época en que Eren empezó a encerrarse en su habitación por horas y horas, ahogado en sus alucinaciones que le llevaban a crear interminables monólogos, que a veces podría jurar, me sonaron a sollozos atemorizados.
En ese entonces atribuí su comportamiento como un efecto de que él había concebido —influenciado por las palabras de su padre— en su infantil y enferma mente que era él el culpable de todos los males que estaban ocurriéndonos.
Cavilaciones mías que el desacreditaría con su voz de pajarito desparpajado una tarde que, después de haber sido atraído por el olor dulzón de las manzanas acaramelas que preparé en una ocasión para cenar —pues no me alcanzaba para más—, sentado con los pies colgantes sobre una de las sillas del desayunador, lamiendo la cuchara embadurnada en dulce, al decirme que no era así, que el hecho de que permaneciera metido en su cuarto era porque el duende de ojos plata y voz musical que vivía bajo su cama, entre la rendija de un par de tabloncillos de madera, y que siempre le regalaba dulces de colores, solía consolarlo durante esas horas, después de que el feo y perverso hombre con cabeza de calabaza que llegaba desde el bosque, lo hubiese visitado en la noche para arañarlo y sentarse encima suyo hasta dejarlo sin respirar a la vez que le decía cosas feas, cosas malas.
Ciertamente había notado rasguños en su estómago y brazos así como cardenales en su pecho, además de las manchas de sangre en sus ropas de dormir, pero Eren a lo largo de su enfermedad siempre se había auto lastimado, por eso no preste atención a sus palabras, atribuyéndola a que era otra faceta de sus crisis, respaldando así otra vez mis razonamientos anteriores de que todo era parte de las repercusiones de la desgracia que colgaba como un nubarrón de tormenta amenazante y cruel sobre nuestras cabezas.
Debí haberlo escuchado, ahondar detrás de cada una de sus palabras. Pero no lo hice. Si tan solo lo hubiese hecho, tal vez y solo tal vez, las cosas no hubieran llegado hasta ese desenlace.
La mañana en que la tragedia acaeció, era el cumpleaños número ocho de Eren y yo me había despertado más temprano, dispuesta a prepararle un escaso pero delicioso desayuno para celebrar tal fecha. El lado que Grisha ocupaba en la cama estaba vacío, pero el pensamiento que a como había sucedido en muchas noches anteriores, él había quedado tirado, completamente ebrio en algún punto de la vereda del camino, lo dejé pasar sin darle tantas vueltas y abrigada hasta el cuello —pues en esa zona del país a pesar de ya haber cambiado de estación, el frío del invierno aún seguía presente— bajé a la cocina, planeando que sería lo mejor, sí una carita sonriente de huevos y tiritas de manzana o un panqueque sonriente.
Fue el eco lejano de gritos y el sonido estridente de algo cayendo, lo que me hizo dejar toda mi labor y salir corriendo directo al vestíbulo, hacia aquel lugar en donde la funesta imagen me recibió.
Allí, con los ojos abiertos, su cuerpo hecho solo un bulto sin piernas, ni brazos, colgando del cuello estaba Grisha.
No fue tanto su estado, ni la sangre que escurría fresca cayendo como riachuelos carmesí hacia el piso, deslizándose hasta casi alcanzar mis pies, lo que me dejó de piedra, no, en realidad fue verlo a él.
Él, el duende del que Eren me había hablado y que según decía, vivía bajo su cama en la rendija entre los tabloncillos de madera. Ese ser que no era tan imaginario como yo creí.
Pues él, pequeño, envuelto en ropajes sucios y harapientos, de ojos plata, piel de un tono blanco mortecino, cabello enmarañado, con garras por manos, desde el muñón inicial del candelabro, sostenía con fuerza el otro extremo de la cuerda de la cual pendía mí esposo, tirando de vez en vez para ejercer más presión, asegurándose de que toda posibilidad de respiración se agotara.
Yo no pude mover ni un ápice, ni siquiera gritar cuando él dejó caer el cuerpo mutilado e inerte de quien fuese Grisha como si de un saco de basura se tratase, para después deslizarse por el candelabro y llegar al suelo de un brinquito, y ponerse frente a mí.
Observándome con ojos tristes y meneando la cabeza en un gesto de negación terminó de cerrar las distancias entre nosotros y prensar gentilmente una de sus garras—empapadas en sangre— en los bordes de mi vestido para susurrarme con voz de octavas placenteras y rítmicas, casi como si fuesen una canción, pero moteadas de cierto desgarro, aquellas atropelladas palabras.
—El hombre con cabeza de calabaza hacía daño a Eren. Yo no pude, no podía, no podría…—me dijo, luego pasó de mí y procedió a subir con dificultad las escaleras para perderse por los pasillos. Seguramente para meterse a la habitación de mi hijo.
A unos cuantos pasos míos, en medio de un charco pegajoso de sangre, yacía Grisha. Y enredado a su cuello, jirones de tela naranja se encontraban.
Me di cuenta entonces, que los verdaderos mounstros yacen encima de las camas, no bajo ellas.
Esa misma tarde después de pedirle disculpas una infinidad de veces en medio de un llanto ardiente a Eren, quien abrazado a mí permanecía quieto, con los ojos fijos en las sombras bajo la cama, desde donde podía escuchar al duende murmurarle extraordinarias historias de mundos con soles de colores y lunas desperdigadas de confeti, cosí con precisión las partes mutilados de mi ex-esposo y limpié minuciosamente cualquier rastro de sangre para luego enfundarlo en una muda de ropa casual y volver a colgarlo nuevamente del candelabro, para finalmente partir hacia la destartalada comisaría del pueblo en el que informé lo que había sucedido.
«Mi esposo se suicidó. Atribulado por la decadencia en la que nuestra vida había caído no pudo más y simplemente lo hizo. Nos abandonó enteramente» Eso fue lo que le dije a los oficiales y sería la versión que contaría y mantendría incluso muchos años después, con la muerte pegada a mis ojos.
Nadie hizo preguntas, nadie investigó nada, de todos modos, muchos casos de suicido debido a la misma razón estaban sucediendo a lo largo y ancho del país.
Una semana después de aquel suceso, habiendo construido una careta de viuda adolorida y atormentada, armé las mismas maletas con las que habíamos llegado a ese lugar y partimos sin rumbo fijo.
Un par de meses después llegamos a Road Island, en donde nos instalamos en una diminuta casita con vista a la costa, desde donde el océano se pinta de colores tornasoles cada amanecer y atardecer.
Es un lugar hermoso, en donde sé, los tres seremos muy felices.
Cada día bajo a la costa, en donde conseguí el modesto trabajo de ayudar a los hombres a vender su pesca diaria. No me preocupa dejar a Eren a solas, sé que estará bien cuidado. El duende de ojos plata y voz musical que se encariño con Eren y habita entre la rendija bajo su cama, sabrá protegerlo.
Notas finales:
Sé que la temática puede no ser muy innovadora, que incluso está algo trillada y que hay montonales de iguales a ella, pero lo especial en esta narración es que la madre termina por convertirse es una gran encubridora de una relación —pasional a futuro (?)— sobrenatural.
¡Carla es vida y amor! (lol)
Espero sin embargo, haya sido de su entrenamiento y no me la dejen desamparado. Regaladme un review contándome que les ha parecido el relato.
Próxima Calabaza: La gallina degollada.
Con amor
Charly*
