Autobús

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Edward, médico adinerado y acostumbrado a los lujos, se ve atrapado dentro de un autobús, luego de que robaran su deportivo.


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Es algo natural que exista el transporte público, aquél dispuesto para la sociedad en general.

Pero también es algo natural que no todas las personas lo utilicen. Sería una tontería que un hombre rico, agasajado; de alta alcurnia viajara en un autobús sucio y, probablemente, con algún delincuente en él… nunca se sabe.

El hospital NewYork-Presbyterian estaba colmado, como siempre. La gente ocupaba todas las sillas habilitadas en la sala de espera y otras cuantas puestas en los pasillos improvisadamente.

Enfermeras y doctores corrían luego de llamar a aquellos que estaban en la sala.

Todas las ambulancias estaban desaparecidas, a excepción de una en la que había dos técnicos ya en los asientos delanteros y una mujer ataviándose de los implementos necesarios a toda prisa, parada en la parte trasera.

De un segundo a otro las luces de la parte inferior del vehículo se encendieron y el estruendo de las llantas contra la calzada hizo que varias personas se voltearan asustadas.

La ambulancia partió mientras la puerta trasera era cerrada simultáneamente. Y al instante se sintió la sirena que acompañaba a las luces rojas y blancas.

— ¡La señora Tucker! — A pesar del llamado de aquel doctor de pie al lado de una puerta con el letrero urgencias menores, la algarabía continuó; niños llorando, otros corriendo de una esquina a otra, el ruido de las noticias en la televisión, las personas entablando conversaciones unas con otras… — ¿¡Señora Tucker!

¡Señor Gordon! ¡Señor Gordon!

¿Brecker? ¡Brecker, por acá!

Otras dos enfermeras se sumaron a los llamados provocando la irritación del doctor cuya voz había sido mitigada por los gritos de las dos mujeres.

Se vio en la obligación de dar un par de pasos con premura hasta llegar a los asientos atiborrados.

— ¿Señora Tucker? — inquirió posando su mirada en las mujeres que murmuraban con asombro de un momento para otro, observándolo sin reparo, Se había acabado el griterío de hacía unos momentos.

— Acaba de marcharse una vieja, no sé si habrá sido ella… — murmuró un hombre calvo, de aspecto menesteroso.

El doctor frunció la boca con desagrado por la forma en la que el hombre había dicho vieja.

— Bien… — se rascó una ceja, poniendo la otra mano en su cadera, dando una vuelta innecesaria. Se giró nuevamente — Bien, que pase alguna otra.

Apenas terminó la frase se pararon sincrónicamente al menos diez mujeres, corriendo hasta él.

¡Yo! ¡A mí, doctor! ¡Estoy más grave que ella! ¡Tengo un hematoma! ¡Me siento mareada, doctor, doctor!

Por eso no le gustaba caminar hasta la sala.

Las mujeres se iban cada vez más encima de él y cuando ya iba por la desesperación tomó una de las manos que trataba de tocarlo y caminó con ella hasta la puerta, cerrándola de un portazo poco educado.

— Siéntese ahí, por favor.

Tomó el cuadernillo y arrancó la hoja del paciente anterior.

Se volteó pasando la mano por su cabello y dejó el lápiz en suspensión, mirando a la mujer que estaba en completo silencio sentada en la camilla.

— Su nombre.

—…Sarah Jules — murmuró mirando hacia abajo.

Hizo las horas de urgencia meticulosamente, aunque de forma rápida. Lo más rápido que pudo. Y tratando de no enfurecerse mucho.

Estaba acostumbrado a que la mitad de las mujeres en urgencias no tuvieran nada.

— Doctor Cullen, han llegado tres pacientes.

Se paró con pesadumbre aflojándose la corbata, sacando el primer botón de su ojal.

No llevaba más de diez minutos descansando en la cafetería cuando la enfermera le llevó la información. Sólo esperaba que no fuesen mujeres…

Cerró los ojos y por primera vez en el día esbozó una pequeña sonrisa. Porque de verdad le parecía absurdo que las mujeres se prestaran para semejante juego.

Si bien no era un amargado, su alegría se había visto perturbada y ya no sonreía tanto como antes.

Las horas de urgencias menores, que eran cuatro cada noche para él, después de las urgencias mayores, las pasaba rogando porque no llegara alguna mujer a decirle lo atractivo que era. Y para variar, luego darse cuenta de que estaba perdiendo su tiempo porque aquella mujer no estaba enferma.

Caminó metiendo las manos en su delantal y cuando pasó por la sala de emergencias agradeció que hubiera una anciana con un niño pequeño y dos hombres sentados en el otro extremo.

Se metió en la pieza de urgencias y en seguida llegó otra enfermera con los nombres y el orden de llegada de las personas que lo esperaban afuera.

Después de terminar las horas respiró tranquilo, negándose a recordar que al otro día tendría otras dos más, a diferencia de las cuatro de aquel día.

Era feliz cuando trabajaba particularmente.

Porque la gente valoraba su trabajo y no su cuerpo.

Además amaba ser doctor y aunque no lo admitiera entre sus colegas que lo molestaban diariamente por tener que soportar mareas de señoras tratando de coquetear con él, le agradaba provocar eso en ellas, pero sólo hasta cierto punto.

Edward Cullen tenía veintiséis años y acababa de terminar sus estudios. Especializado en cardiología, el hospital no se había detenido a considerar su incorporación en el personal.

Sus altas calificaciones le permitían regodearse al elegir trabajo. Y el hospital presbiteriano era excelente.

A las once de la noche terminó su jornada laboral de ese día y cuando estuvo ya fuera terminó de desabotonar los otros dos botones y bajar un poco más su corbata.

Caminó con lentitud traspasando las puertas electrónicas del hospital cuando vio a dos chicas riendo escandalosamente, caminando hacia el centro médico. Iban pegadas la una a la otra, como si de una confidencialidad se tratara, aunque sus sonrisillas y gritos indicaban totalmente lo contrario.

Bufó levemente cuando pudo verlas más de cerca. Había una razón por la que un sentimiento de familiaridad lo recorrió; ya había estado cerca de ellas, muy cerca, recordó con un estremecimiento.

Aquella oportunidad había sido lo más cercano a una violación que había tenido. Un intento de violación un tanto bizarra.

Siguió caminando con el maletín y la chaqueta armani en la misma mano, la otra en el bolsillo del pantalón.

Las observó presuntuoso cuando pasaron por su lado. Deseó abrir la boca y decirles 'Ya ven, han llegado tarde, cuánto lo siento', pero le bastó un segundo para pensarlo dos veces y darse cuenta de que aquello habría sido bastante infantil.

Las chiquillas lo miraron, deteniéndose vacilantes, con una expresión de sorpresa. Edward caminó sonriente, mostrando cuánto le agradaba que hubieran llegado cuando ya había terminado su turno. Porque no habría soportado otra media hora tratando de encontrarles la supuesta enfermedad que las había llevado hasta el hospital.

Y por supuesto, tampoco habría soportado ser víctima del problema de proximidad que tenían aquellas chicas. Porque definitivamente, estar pisando el metro cuadrado del afamado doctor, y más aún, cuando él había demostrado su inquietud ante ello, era un problema.

Edward Cullen volteó el rostro completamente sonriente cuando vislumbró el disgusto en el de las chicas.

Te dije que llegaríamos tarde ¡Tú tienes la maldita culpa!

¡Tenía que arreglarme, Lauren!

Estuvo tentado de soltar una risotada cuando oyó, a lo lejos, los griteríos histéricos de las muchachas ¿Cuántos años tendrían? Podía apostar que no pasaban de los veinte.

Y esa era otra razón por la que le había fastidiado su intento de coqueteo extremo —lo llamaba así porque prácticamente se habían lanzado sobre él—, no estaba interesado en chiquillas hormonales. Había aprendido bien en la universidad todo sobre hormonas y cuánto provocaban.

No. Aquello era algo que no estaba dispuesto a tolerar, dejarse llevar por colegialas alteradas. Definitivamente, no iba a pasar.

Aunque haya salido recién de la universidad, se recordó con diversión.

A menudo le decían que parecía más un viejo de cuarenta, que un joven de veintiséis.

¿No había nada malo en eso, verdad?

Llegó hasta el estacionamiento particular, apuntó distraídamente hacia su audi r8 y a la par con el sonido y el encendido de luces que siguió a aquél movimiento, se subió al carro y lanzó sus pertenencias al asiento del copiloto.

Se regodeó con el sonido suave que le siguió a la puesta en marcha del motor.

Gracias a su padre y la fortuna que eso significaba, había adquirido casi todo lo que tenía. Y ya le faltaba poco para terminar de pagárselo de vuelta.

Condujo a cien kilómetros por hora, agradeciendo, en cierta forma, a su turno, que le permitía viajar por la ciudad a una velocidad mayor de la permitida, cuando había menos tráfico, si es que a aquello se le podía llamar menos tráfico, se dijo observando las calles.

Llegó a su departamento, tiró las llaves al mismo recipiente donde la dejaba todos los días, aquél que estaba al lado de la puerta de entrada y siguió hasta su majestuosa habitación. Colgó la chaqueta, se quitó los zapatos presuroso y luego los pantalones.

Se dirigió al equipo de música que tenía en su cuarto mientras se quitaba la camisa y la corbata.

Se tocó el cuello soltando un suspiro. Si no fuera porque su jefa le había obligado a abrocharse hasta el último botón, no tendría que soportar aquel sofocamiento que sentía cuando se la quitaba.

Y no es que me moleste, Edward. Claro que no... En la última semana el hospital ha estado atiborrado durante tus turnos. Te haría llevar máscara y gorro de no ser porque podrías demandarme debido a que es ilegal; atenta contra los derechos del trabajador, claro… y porque me quitarías la única entretención que tengo durante el día.

Aquella mujer era tremendamente desfachatada. Le divertía su sentido del humor y, afortunadamente, sus palabras quedaban en eso, en bromas.

Así pues, debía abrocharse la camisa y subir su corbata para evitar que llegaran aún más pacientes que no eran pacientes.

No ha servido de mucho. Pensó con desaliento.

Se paseó por el lugar sólo con aquellos bóxers de color rojo sangre que alguna vez le había regalado su hermana Alice.

Es el nuevo rosa. Le había dicho con una sonrisa cómplice. Además, había agregado con desinterés, en la pretina dice Calvin Klein, eso les gusta a las chicas, la ropa interior cara.

La sensación del aire acondicionado por su piel le agradaba lo suficiente como para que andar semi-desnudo por el lugar se hiciera una rutina cuando estaba solo.

Y de no ser porque dejaba los grandes ventanales desprovistos de las cortinas que descansaban a cada lado, se habría quitado la última prenda que quedaba en su cuerpo sin sentirse culpable. A pesar de que vivía a una gran altura, los edificios contiguos no estaban a demasiada distancia y los excelentes binoculares que tenía en algún lugar de la casa olvidados le habían indicado que no era aconsejable aquello de la total desnudez.

Luego de tomar una refrescante ducha con la música al volumen máximo posible volvió a cubrir su viril masculinidad con otros ajustados bóxers y se dirigió a la cocina para sacar un pote de pasta para uno y una bolsa de salsa de champiñones lista. Sólo había que calentar aquello y conseguiría el menú que se encargaría de quitarle el apetito casi monstruoso que llevaba desde que había salido de la cafetería del hospital, sin poder probar bocado.

Debo aprender a cocinar, se dijo mientras dejaba el tenedor y la cuchara en la mesa. Se pasó la mano por el cabello mojado y se lo movió hacia atrás para evitar que le cubriera los ojos y pensó que ya estaba aburrido de repetirse aquello cada vez que comía en su departamento.

Tal vez, deberías casarte ya.

Movió la cabeza levemente con una sonrisa tratando de que la frase de su madre se esfumara de su mente. Casado a los veintiséis. Qué manera de arruinar mi perfecta vida.

Jamás había conocido a una mujer a la que quisiera tanto como para pedirle su mano. Jamás había tenido una relación que hubiera durado más de un año.

Y al pensar en eso se dijo que no lo necesitaba.

Casi todas sus experiencias le habían convencido de que las mujeres lo querían por su gran atractivo o por su dinero.

Se apresuró a encender el equipo de música que se hallaba en su cocina sin recordar qué CD era el que había dejado la última vez que había comido en la ahí. Casi nunca lo hacía. La mayoría del tiempo se recostaba sobre el sillón de cuero largo que tenía en la sala y disfrutaba de la música y sus cenas rápidas y atrasadas, aletargado completamente. Más de alguna vez se había quedado dormido con el plato sobre su abdomen.

Edward Cullen lavó el plato y el tenedor. Tiró a la basura los dos envases que había vaciado al preparar su cena y apagó el equipo de música.

Pensó en ir a ejercitarse un poco pero al ya haberse duchado, y no estaba de humor para hacerlo de nuevo, se dijo que las pesas las dejaría para cuando tuviera el turno más temprano aquella semana.

Y sin más preámbulos se fue a dormir luego de pasar por el baño una última vez.

— No me importa en lo mínimo. No quiero saber qué—

Edward miró con los ojos como plato, como si aquella imagen se le presentara en cámara lenta, a la mujer que había hecho callar a Tanya e Irina, doctoras del área de cirugía coronaria y cardíaca. Casi deformó su rostro en una mueca de evidente asco al ver que su saliva salía disparada en todas direcciones mientras depositaba un dedo sobre sus labios. La saliva no le daba asco… era su aliento, el que desafortunadamente había sentido luego de las constantes insinuaciones de aquella mujer.

Al parecer las doctoras también se dieron cuenta y cesaron su discusión quedándose atónitas frente a Jane.

— Sus constantes chismes y cotorreos me tienen aburrida ¡Trabajen! — luego envió una mirada cargada de lujuria hacia Edward y se marchó presurosa.

— Se cree nuestra jefa.

Edward decidió ignorar la nueva cháchara que se había iniciado entre sus compañeras de trabajo y siguió moviendo las fichas de sus pacientes, mientras la encargada de recepción de la planta lo miraba de reojo cada dos segundos.

El doctor le dirigió una sonrisa educada cuando la descubrió mirándolo por quinta vez.

Se estaba tomando con humor las cosas aquella mañana.

Eran las nueve y había llegado hacía ya media hora a cumplir su turno en la clínica.

Estaba ordenando las fichas de los pacientes que tenía para aquél día mientras cantaba para él, a una intensidad muy baja como para ser oída.

Se distrajo mientras las ordenaba por horario y pudo ignorar las miradas de la recepcionista ahora que en su nuca, al haberse volteado para afirmar sus codos sobre el mesón.

— Hasta luego, Kate. Nos vemos a las dos — le sonrió una vez más y se metió en su consulta privada cerrando la puerta detrás de él.

Por suerte nadie había tomado la primera hora de la mañana por lo que tenía media hora de ocio. Se dijo que iba a poner un poco de música en el equipo que descansaba en la esquina de la sala. Sí, tenía bastantes equipos. Pero después de estirar las piernas un poco, pensó que estaba dejando al sedentarismo lentamente gobernar su vida y no estaba dispuesto a perder aquellos músculos que tanto le había costado mantener durante sus años de universidad.

Salió de su amplia oficina y cerró la puerta observando, sin ponerle real atención, la inscripción que tenía su nombre acompañado de la palabra cardiólogo.

Caminó por el largo pasillo lleno de puertas e inscripciones como la suya, evitando tropezar con médicos y pacientes, llegó hasta el ascensor y se encontró con Rosalie, una de las pocas amigas que tenía en el trabajo.

— Veo que resplandeces de alegría — comentó con cargada sensualidad.

— Veo que eres un metomentodo — bufó ella quitando aquella sonrisa — no sé cómo le haces para saber todo, Edward. En serio.

— Con esa expresión hasta Mike podría suponer acertadamente — respondió sintiéndose un poco culpable por burlarse del enfermero Newton.

— Calla. Haces que olvide su voz.

Edward sonrió divertido, introduciendo las manos en los bolsillos de su delantal sin mácula.

— ¿Y bien?

— A que ya sospechas todo y sólo me hablas para molestarme.

— Por supuesto que algo sospecho. Te ves bastante acalorada — afirmó alzando una ceja — Y no lo hago para molestarte, sólo tengo curiosidad.

Ella lanzó una carcajada suave. Y finalmente se bajaron en la segunda planta.

— Edward… ni por asomo podrías acertar de alguna forma.

Se sentaron en una de las mesas que colindaba con el imponente ventanal que daba hacia el parque que se encontraba en el centro del hospital. Pidieron dos cafés y un pastel para dos.

— Comienzo a sospechar que no dices nada sólo para irritarme.

— ¡Dios! Pero qué impaciente…. Es sólo que hoy me llegó un paciente que estaba de lo más bueno, de esos que nunca esperas ver en tu consultorio, bueno, en mi consultorio — agregó divertida — y me dijo que no tenía ningún problema, luego de estar repantigado en el sofá un rato, observándome mientras yo le hacía preguntas en vano…

— ¿Y qué? ¿No me digas que ahora la clínica se te está llenando de bribones también…? — inquirió sin poder creérselo.

Si bien las chicas lo seguían en las horas de emergencia porque eran gratuitas, nunca había llegado alguien a la clínica a darle la lata. A Rose también le sucedía lo que a él, sólo que en menor grado, los hombres tenían un poco más de escrúpulos y vergüenza que las mujeres. Pero… ¿Alguien se había atrevido a pagar ochenta dólares sólo para ver a Rosalie?

Aquella mujer se había ganado la fama de indiferente y recatada, a pesar de su vestimenta que provocaba a cualquiera pero sin caer en vulgaridad.

¿Y algún tipejo se atrevía aún así a presentarse en su consulta privada, sin tener problema alguno?

Rosalie le había comentado que aquello lo consideraba una burla. Por eso, si tuviera actitud de marimacho, según ella misma le había comentado, habría sacado a patadas a cada uno de los mentirosos que iban a parar a emergencias en su turno, sólo para observarla.

Edward salió de su ensoñación.

— No, absolutamente no. Nunca me había ocurrido, por eso llegué a pensar que él sí tenía un problema, sólo que no quería decírmelo por vergüenza. A menudo sí me pasa eso.

— ¿Entonces sí tenía un problema?

— No, por supuesto que no.

Edward digirió aquellas palabras junto con la expresión de ella y no tuvo que preguntar dos veces para darse cuenta de que…

— ¡Te has acostado con él!

— No literalmente ya que en el sofá no cabíamos, tuvimos que—

El doctor soltó una risotada que hizo voltearse a varias personas.

— Cállate, maldición — murmuró entre dientes llevándose el tenedor a la boca.

—De todas las burradas que he escuchado en mi vida, ésta ha sido la más hilarante e increíble de todas.

Ella rodó los ojos, sonriendo un poco, a pesar de su irritación.

— Todavía no consigo comprender cómo es que soportas tu trabajo — murmuró él.

— Simple vocación.

— Claro. Como si ver penes todo el día fuera muy agradable.

— Te aseguro que no te molestaría ver vaginas todo el día.

Edward no contestó. Y Rosalie lo miró con una sonrisa petulante.

— ¿No hay más detalles acaso?

— Sólo que sus músculos eran tan grandes como los de aquél actor que te mostré en la película que vimos.

Él resopló sabiendo que aquella era la debilidad de su amiga.

— ¿Es por eso que te has enredado con él?

— ¡Por supuesto que no! — Casi chilló, golpeándolo en una pierna con uno de sus tacones.

Edward aulló de dolor.

— Destilaba sensualidad por cada poro y además sabía cómo utilizar las palabras exactas, cómo moverse, cada gesto, Dios. No podía dejarlo sin nada luego de que se hubiera tomado tantas molestias en ir a la clínica ¿No? Y de todas formas, me invitó a cenar al Cher. Sabes que la comida saldrá más del doble de lo que le ha costado mi consulta — sonrió complacida mientras Edward se sobaba la pierna dolorida.

— ¿Puedo saber al menos el nombre del afortunado? — El doctor Cullen la miró con el ceño fruncido aún sintiendo las olas de dolor por el hueso de su pierna.

— Emmett. Y ya han pasado más de veinte minutos. Debo irme.

— Como yo — respondió él, tomando los vasos y el plato para luego tirarlos al recipiente de reciclaje de plásticos.

Se despidieron cuando el ascensor se detuvo en el ala de Cardiología y Rosalie continuó su camino hasta la sexta planta de Andrología y urología.

Las horas transcurrieron como si fueran minutos para él. La mayoría de los pacientes llegaron a la hora, sin embargo tuvo un problema con una joven que llegó treinta minutos después de su turno y atrasó a todos los demás, que para mala suerte de ella, eran la mayoría ancianos y se tuvo que enfrentar a sus alegatos mientras el doctor Cullen trataba de calmar a todo el mundo.

A menudo las personas menores de cuarenta años que llegaban a la clínica llevaban consigo enfermedades congénitas y sólo por eso, se permitió que la muchacha pasara sin problemas a la hora que había llegado. Sabía lo difícil que debía ser para aquellos vivir con una enfermedad desde que tenían memoria.

Almorzó con Rosalie y Jasper, psicólogo clínico del ala de Psicología y Psiquiatría I, como hacía la mayoría de las veces y terminó las horas de clínica sin mayores atrasos por parte de sus pacientes.

En Emergencias se vio en la obligación de operar dos veces y en una ocasión volver a poner en su sitio un tabique nasal desviado por un golpe.

Afortunadamente, cuando tuvo que pasar por la sala de espera de Emergencias menores, para cumplir su último turno del día, pudo respirar más tranquilo al notar que no había veinte mujeres inclinadas en su asiento para captar el momento justo en que él entrara por aquella amplia entrada hacia la sala de espera de emergencias.

Sólo debía cumplir con dos horas los miércoles. Tendría tiempo de acudir al gimnasio y tal vez, ver un poco de televisión.

— ¿Y el agua de ipecacuana?

Edward observó a la anciana que se hallaba sentada en la camilla, observándolo con curiosidad. Reprimió un jadeo de desesperación y se agarró el cabello tratando de calmarse.

— Ya le he dicho que no. Que el agua de aquella hierba sólo serviría para hacerla vomitar nuevamente — respondió por quinta vez — Señora Hudson. No vuelva a tomar agua de esa hierba si siente dolor de estómago ¿Entendió?

— ¡Sí! ¿Cree que soy tonta? — vociferó la viejecita tambaleándose al bajar de la camilla.

— Bien. Venga conmigo. Le administrarán una pequeña dosis de propofol y después le recetaré un antiácido, ya que a juzgar por su descripción de quemazón luego de comer, lo más seguro es que tenga acidez estomacal. No había necesidad de tomar hierbas que la hacen vomitar — agregó más para él que para la señora que caminaba a su lado bufando enojada.

— ¡Se supone que las hierbas quitan el dolor! ¿¡Cómo carajo iba a saber que justo esa hierba me provocaría náuseas y vómitos?

Edward soltó una risilla histérica sin decir nada. La derivó hasta la enfermera más próxima que encontró y se libró de aquella testaruda y gritona mujer. No acostumbraba a ser así de irritante pero aquella era la mujer más insoportable que había conocido mientras llevaba trabajando allí.

A las ocho y diez se dispuso a subirse a su coche y a las ocho con once la retahíla de palabrotas que dirigió al aire se escuchó por todo el estacionamiento.

— ¡Joder!

— Será mejor que llames a la policía de inmediato.

— Por la jodida mierda de— Se calló abruptamente y siguió ignorando a Jasper que intentaba calmarlo — ¿¡Y qué mierda pasó con el jodido guardia!

— ¡Reporta el robo ya, Edward!

Casi le pegó a la oreja el móvil luego de haber marcado el número.

Edward gruñó la información que le pedían mientras caminaba de un lado para otro. Finalmente cortó con un escueto 'gracias' y se metió el teléfono al pantalón luego de haberse calmado un poco.

— No puedo creer que me hayan robado el coche.

— Tranquilo. Lo encontrarán, tiene GPS y no hay muchos de aquéllos, así que, ya sosiégate, Cullen.

Soltó un gruñido en respuesta.

— Vete, te regañarán.

— ¿Cómo te irás? Te llevaría pero mi turno acaba a la doce.

Edward se rió por primera vez, un sonido tenso y forzado.

— ¿Sabes que conozco el transporte público, no?

Jasper le respondió con un golpe juguetón en el hombro, se despidió y volvió al hospital después de haber sido llamado por un perturbado Edward.

Se marchó del centro médico caminando apresurado y airado por completo, pensando mil formas de matar a los ladrones de su preciado y costoso coche. El que aún no terminaba de pagarle a su padre.

Quiso seguir soltando maldiciones pero se abstuvo al ver que la gente a su alrededor lo miraba más que a otros, como siempre le sucedía. Compuso su rostro en una mueca pasiva, para evitar malos pensamientos y siguió caminando hasta la esquina abarrotada de gente que esperaba taxis.

Se pasó una mano por el rostro, con impotencia.

Había sentido placer, como siempre lo sentía todos los miércoles, ya que era el único día que podía llegar temprano a su departamento. Y ahora estaba completamente jodido.

Llegaría como mínimo a las diez a su casa.

Se movió inquieto detrás del gentío que no hacía sino aumentar con el paso de los segundos.

Miró los taxis que llegaban y se iban y luego observó la siguiente esquina a la lejanía.

Luego de debatir internamente qué era lo mejor, se dispuso a caminar rogando porque no fuera la decisión equivocada.

Llegó casi corriendo y se paró detrás de la cortísima fila que subía al M103. Respiró agradecido de que al menos no se hubiera equivocado en si debía subir al autobús o a un taxi que seguramente habría demorado dos horas en tomar.

Eso habría sido la jodida guinda del pastel de mierda que le había tocado aquél día.

Se movió entre la gente que se empujaba para tomar los asientos vacíos. Y se paró en el lugar más vacío que encontró en el reducido pasillo.

Observó su reloj lamentándose y después alzó el rostro justo para ver a una mujer que casi lo desvestía con la mirada.

La ignoró por completo y más tarde se dio cuenta de que hasta los hombres lo miraban, sin embargo lo hacían con recelo y desconcierto.

Pensó que tal vez se le había olvidado quitarse el estetoscopio o algo. Después siguió la mirada de uno que estaba sentado a su lado y su vista se topó en el reloj que le había regalado Alice.

Le bastaron unos pocos segundos para darse cuenta de que era el único en el autobús con traje de marca y maleta de cuero.

Cuando el semáforo estuvo en rojo aprovechó de aflojarse la corbata y desabrochar los primeros tres botones de su camisa, dejando entrever aquél vello rojizo de su pecho.

Frunció el ceño levemente cuando su vista periférica captó a una señora observándolo más de la cuenta y suspirando de vez en cuando.

Aquél sería un viaje largo.

Pasaron algunos minutos y la situación continuaba casi igual. Sólo la mayoría de los hombres habían dejado de observarlo por el rabillo del ojo. La mayoría de mujeres se limitaba a observarlo sin pudor y el resto de reojo.

El autobús se fue vaciando a medida que avanzaba y finalmente pudo sentarse cuando encontró un asiento libre. Estuvo ahí dos segundos y se paró por voluntad propia para cederle el asiento a una chiquilla que caminaba lentamente y agarrándose de todo lo que encontraba.

No se dio cuenta cuando algunos de los hombres que viajaban sentados bufaron ante su accionar.

La muchacha murmuró un gracias sin siquiera alzar la vista y se sentó con cuidado mientras el vehículo se movía con ímpetu de vez en cuando.

Edward sujetó con fuerza el mango, intentando por todos los medios no caerse, aferrado a su maleta.

Sólo tuvo que esperar hasta la próxima esquina para poder sentarse frente al asiento que había ocupado antes.

Subieron algunos pasajeros, aunque al haber bajado más, quedaron sólo unos pocos de pie.

Edward suspiró sintiendo el sofocamiento que le estaba provocando el hombre que iba parado a su lado, casi rozándolo.

Llegó a la conclusión de que odiaba viajar en autobús y que odiaba a los delincuentes que habían tomado su coche.

Su coche. Se repitió en su mente. Sintió ira nuevamente, deseando la velocidad y el viento que se colaba por las ventanas de su deportivo mientras conducía a su casa.

Apretó los dientes y cerró los ojos tratando de calmarse nuevamente. Casi lo logró recordando cuando Alice le sacaba de un manotazo la mano que se llevaba a su nariz cuando estaba irritado. Sólo casi ya que el hombre que iba a su lado le pegó con el codo y ni siquiera se dignó a ofrecerle una disculpa. Sólo lo observó con antipatía, de arriba abajo ¡Cómo si tuviera la culpa de que fuera un fracasado y no pudiera llevar trajes caros cómo él!

Resopló con hastío y volvió a cerrar los ojos alzando la cabeza hasta que su cabello tocó el asiento totalmente.

Se mantuvo así por un momento y abrió los ojos para ver el techo del autobús.

Bajó la cabeza con lentitud y sus ojos por primera vez se toparon con la persona sentada frente a él.

Se le despejó la mente de inmediato, olvidándose de la furia que sentía hacía algunos segundos, sintiendo cómo las arrugas de su frente se estiraban de a poco.

La chiquilla a la que le había cedido el asiento.

No había tenido la oportunidad de observar su rostro, pero ahora lo podía ver con total claridad ya que afortunadamente ella no lo miraba como el resto en aquel reducido espacio.

Su pálido rostro de corazón estaba dentro de los cánones de lo que se consideraba normal y aún así sentía una fuerza aplastante que lo obligaba a mantener sus ojos en ella.

Su presencia en cualquier lugar atiborrado habría sido ignorada por cualquier persona, era pequeña, delgada y su postura indicaba todo menos desplante. Su sola imagen podía definir la palabra timidez o retraimiento.

Tenía los ojos cerrados, lo que le permitía observar aquellos amplios párpados casi transparentes sin necesidad de hacerlo a escondidas.

Su cabello castaño caía en ondas sobre sus hundidos hombros y sus brazos abrazaban sus piernas recogidas en el asiento.

Edward pudo percatarse de que iba escuchando música y de que sonreía levemente. Una sonrisa casi imperceptible.

Se sorprendió cuando por fin se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo observándola. Y no obtuvo respuesta cuando se preguntó el por qué.

Simplemente siguió contemplando sus femeninos rasgos, oyendo el torbellino de pensamientos en su mente, recordando cuántas veces había rechazado invitaciones y proposiciones de chicas muy jóvenes y ni siquiera se había sentido muy culpable.

¿Cuántos años debía tener aquella muchacha?

A juzgar por sus sencillas ropas y aquel informal bolso, no debía pasar de los diecisiete, pensó con desaliento. La diferencia de edad para él era abrumante.

De pronto se vio atrapado por un par de ojos cafés. Y con sorpresa estuvo a punto de tocarse el pecho porque apenas ella lo miró por casualidad al abrir sus ojos, su corazón latió desbocado.

Desconcertado siguió oyendo sus latidos sin dejar de mirar a la chica que ahora también lo miraba a él, con asombro.

Su rostro se enrojeció completamente y ella desvió la mirada. Edward podía palpar su incomodidad.

No sintió nada aparte de su corazón martillearle en los oídos cuando se vio descubierto.

Aunque aquello era algo. Algo grande.

La chica se atrevió a mirarlo nuevamente, de reojo, pero lo lamentó al verse atrapada por la intensidad de la mirada del doctor.

Casi podía sentir la presión que aquellos ojos del color de la esmeralda ejercían sobre ella.

Se sintió confusa y acalorada. Y aterrada. Aunque se dijo que no tenía por qué estarlo, aquél hombre tenía toda la pinta de 'hombre de negocios importantísimo y adinerado'.

Observó con lentitud y tratando de que él no se diera cuenta, sus zapatos brillantes y aquellos pantalones que se apegaban a sus piernas. Continuó por la chaqueta desabrochada, la camisa blanca inmaculada y la corbata delgada de color carmesí.

Sintió la contrariedad apoderarse de ella cuando vio que su camisa y corbatas lucían totalmente desordenadas sobre su pecho donde podía ver una leve capa de vellos como el color de su cabello rojizo.

Se mordió el labio completamente cuando observó su cuello y su mandíbula sorprendentemente cuadrada. Y desvió la mirada nuevamente, evitando centrarse en aquel rostro de una belleza abrumadora.

Porque no sólo se había sonrojado por haberlo descubierto escrutándola con interés, sino que la gracia de su rostro la había dejado perpleja y avergonzada.

Los hombres no solían mirarla como él lo estaba haciendo. Muchísimo menos aquellos como aquel imponente y a simple vista magnate hombre.

Apretó sus brazos alrededor de sus piernas y apoyó la mejilla sobre sus rodillas. Aunque aquella curiosidad que la caracterizaba no le permitió seguir ignorándolo.

Volvió a observarlo con ganas, llevándose una mano hacia el cabello que le cayó sobre la mejilla derecha.

Se sonrojó nuevamente y se le acaloró el cuerpo cuando se percató de los ojos verdosos del hombre sentado frente a ella. No abandonaban su labor ni por un segundo.

Su desfachatez le causó un revuelo en el estómago que la hizo estremecerse.

Se imaginó a ella misma en otra realidad. Donde tenía la personalidad de Jessica, una de sus compañeras de la universidad. Y entonces se paraba con agallas y se acercaba con lentitud al masculino hombre frente a ella y lo besaba con ganas sin decir nada. Sin preámbulos ni contemplaciones.

Pero aquello jamás iba a suceder, se dijo mientras observaba los labios pálidos de él.

Observó cada parte de la cara y volvió a fijarse en sus ojos.

Alicaída, dejó de mirarlo para cerrar los ojos y tratar de olvidarse de que había ocurrido ese extraño intercambio de miradas.

Seguramente le recordaba a alguien o había alguna otra explicación completamente racional, contraria a la que ella creía creer, para que él la estuviera mirando con tanto detenimiento.

Se amedrentó por su porte cuando se atrevió a abrir los ojos por un segundo y al final, se convenció de que debía dejar de hacerse ilusiones aún cuando él la estuviera escrutando de aquella forma.

Debes dejar de leer tanta comedia romántica, Bella Swan.

Se concentró en escuchar el piano, subió el volumen al máximo y tamborileó los dedos en su rodilla, hundiéndose lo más posible en su asiento.

Edward Cullen frunció el ceño cuando percibió la mueca de desconsuelo que cruzó por un milisegundo el rostro de la chica.

Un repentino deseo casi irrefrenable de abrazarla le recorrió todo el cuerpo cuando ella agachó más la cabeza y dejó de mirarlo definitivamente.

Su sola imagen le daba la sensación de estar mirando a un desamparado chico de la calle.

Como si alguien hubiera roto una burbuja, volvió a la realidad y fue consciente de que iba en un autobús y de que su coche había sido robado, echó un vistazo alarmado por la ventana.

Respiró levemente cuando se dio cuenta de que tenía que pararse porque ya habían pasado al menos cuarenta minutos desde que se había subido a aquel mugroso medio de transporte, y porque debía bajarse ya que su edificio estaba a una cuadra del semáforo donde estaban detenidos.

Tomó con fuerza su maletín y antes de comenzar a caminar miró por última vez a aquella chica, que al detectar movimiento frente a ella también miró con curiosidad hacia arriba.

Edward miró sus ojos castaños y grandes antes de voltearse y caminar hasta la puerta del medio. Oprimió el botón y ésta se abrió cuando el vehículo se detuvo.

Miró hacia las escaleras y si no hubiera sido porque sus reflejos eran excepcionales, se hubiera ido de frente al piso cuando se dio cuenta de que detrás de sus pies había otro par pequeño.

Aquellas zapatillas las había visto con anterioridad.

Se le escapó una sonrisa y cuando estuvo en la acera se volteó rápidamente y alzó la mano dejándola suspendida en el aire.

Bella se le quedó mirando con la boca abierta pero atinó a posar su mano sobre la de él y terminar de bajar la escalera.

Parados sobre una superficie plana, la diferencia de estatura era abrumadora. Ni siquiera al hombro le llegaba ella.

A Edward se le apretó la garganta al pensarlo, sin embargo, aquello pasó al olvido cuando oyó a la chica.

— Gracias, señor — musitó echándose el bolso a la espalda.

— De nada — respondió incapaz en pensar nada más.

Estuvo casi seguro de que ella se había sonrojado nuevamente, aunque no lo podía decir con certeza ya que la oscuridad de la noche le impedía verla con claridad.

La chiquilla se volteó y comenzó a caminar hacia los edificios más antiguos de la calle.

Él la observó hasta que entró a lo que parecía ser una pequeña pensión y luego cruzó la calle opuesta para entrar al recinto por el portón de peatones. El guardia lo miró mientras él introducía la tarjeta para poder abrir.

— ¿Señor Cullen? ¿Es usted? ¡Creí que había salido en coche!

— Un infortunio. Me lo han robado — respondió sin que aquello le afectara mucho más de lo que ya lo había hecho.

Él pequeño hombre pareció atónito.

—P-Pero… su a-auto.

— Sí, era un buen carro — murmuró caminando — Lo veo mañana, Mark, buenas noches.

Más tarde aquella noche cuando se disponía a dormir y tratar de olvidar aquellos angustiosos ojos cafés, recibió una llamada de Rose.

— Puedo ir a buscarte, Edward.

— No es necesario. Tú y Jasper están convencidos de que no puedo moverme sin el coche, tengo piernas y tarjeta para el servicio público ¿Sabías?

Ella se carcajeó.

— Tan sólo estaba siendo amable.

— No te preocupes. Llegaré a la hora y a salvo. Si es que no me roban en el autobús, claro…

— Exagerado, ni que fueras a un gueto, Cullen.

Él sonrió y luego de desearle buenas noches, cortó.

Se negaba a pensar que había rechazado la oferta de su amiga por la esperanza de volver a ver a la castaña al día siguiente y luego de dar mil vueltas en la cama se durmió.

Al despertar se duchó con sus pensamientos fijos en el par de ojos castaños, odiándose por eso, se sintió como un estúpido, como un adolescente desviviéndose por una chica.

Se preparó un café y se quemó la lengua debido su impaciencia por salir a….

Maldición.

Agarró sus pertenencias y se negó a terminar la oración que estaba pensando.

Salió al frío de la calle y tuve suerte al atrapar un taxi que iba pasando por fuera del edificio.

El día pasó sin muchas novedades para Edward… aunque….

Pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada, que se estaba volviendo loco, tal vez, o que el cansancio y el dolor en sus músculos luego de haber hecho pesas el día anterior le estaban pasando factura peligrosamente.

Porque cuando estaba en emergencias mayores, a las cinco de la tarde volvió a ver aquél rostro con forma de corazón. Y pensó que se lo estaba imaginando.

Se dio cuenta de inmediato de su error. Porque en su mente no la habría imaginado con aquella cara retorcida de dolor.

Caminó rápidamente ignorando con quién estaba hablando y llegó a su lado, convenciéndose finalmente de que no era una fantasía.

La chiquilla caminaba agarrándose una muñeca con los ojos fuertemente cerrados y a su lado iba un técnico sosteniéndole el brazo sin daño.

Le indicó al hombre con un dedo y en silencio que lo siguiera.

Se metió a una de las tantas salas intercomunicadas de emergencia que había en la primera planta y el técnico depositó a la chica en una camilla provocando un quejido por parte de ella. El hombre se retiró cerrando la puerta.

Edward caminó entre las enfermeras y doctores que se acopiaban de vez en cuando, buscando lo necesario para tratar a los heridos, y llegó hasta el depósito que buscaba.

— Ten. Para el dolor — le dijo cuando estuvo a su lado. Más tarde se reprendió por haberla tuteado, jamás hacía eso con sus pacientes, por muy jóvenes que fueran.

Finalmente ella lo miró con cierta fascinación por el sonido de su voz y su rostro se descompuso evidentemente cuando reconoció al hombre que la miraba nuevamente con aquella intensidad que tanto había extrañado.

— U-usted es… — atinó a decir con voz rasposa, se avergonzó ante el sonido y se calló de inmediato.

— Edward Cullen — respondió él con una sonrisa, obviando la respuesta real de aquella pregunta, sintiendo la necesidad de que ella supiera su nombre — ahora, toma la pastilla — le tendió un vaso con agua y ella lo recibió soltando su muñeca con el mayor cuidado posible.

Soltó un audible quejido provocando la alteración del médico.

— Permíteme.

Tomó su pequeña diáfana mano, admirando su suavidad y claridad. La movió con sumo cuidado dándose cuenta de que le faltaba piel en la palma y tenía resquicios de sangre.

— ¿Una caída?

— Me tropecé con mis propios pies y me arañé con el cemento — murmuró sintiéndose una tonta, con los cachetes colorados.

Edward estuvo a punto de acariciarle aquella porción de piel rosada, en cambio, se dedicó a desinfectarle la herida con suavidad.

— ¿Sucede muy a menudo? — inquirió luego de unos minutos en silencio, levantó el rostro alcanzando a ver sus ojos antes de que ella mirara hacia otro lado.

— Siempre. Sólo que nunca había sido tan grave y la enfermería de la universidad bastaba.

La palabra universidad se repitió en los pensamientos del doctor, sintiendo una inusitada felicidad. No iba al instituto como había pensando.

— El radio está fracturado — admitió recorriendo, casi sin tocarla, la parte del antebrazo más cercana a la muñeca — se llama fractura de colles y sólo hace falta una radiografía para confirmar el diagnóstico. Es leve, ya que no hay mayor desplazamiento, unas cuantas semanas de yeso y un buen cuidado bastarán.

Ella lo observó con admiración mientras él seguía tocándola. Sintió una intensa atracción hacia el masculino hombre parado a menos de un metro de ella.

Su aroma la aturdía por completo.

Edward.

Murmuró el nombre en sus pensamientos, sin necesidad de usar la palabra señor que ella misma se había impuesto. Porque si bien era mayor que ella, no era viejo, sus rasgos eran aún jóvenes.

— Tengo que llenar tu ficha — informó el doctor, alejando de ella aquel aturdidor deseo de tocarlo.

Edward esbozó una sonrisa al darse cuenta de que podría saber su nombre y no tendría que hacerle saber cuánto lo deseaba. Era una exigencia del hospital.

— Bella Swan — murmuró la muchacha luego de que él se lo preguntara.

— ¿Es ése tu nombre?

— Isabella — respondió de mala gana a lo que el doctor rió levemente.

Escribió el motivo de la consulta y se detuvo expectante esperando a que respondiera cuando le preguntó su edad.

— ¿Veintidós?

Ella frunció el ceño cuando Edward le preguntó aquello con desconcierto y desconfianza.

— Veintidós — afirmó esperando a que la frente del hombre volviera a ser la superficie lisa que solía ser.

Edward se repuso, carraspeando un poco avergonzado.

— Siempre me ocurre.

Él la miró comprensivamente.

— Pareces de diecisiete — murmuró mientras seguía con su tarea de escribir.

Bella se encogió en la camilla, apabullada, sintiéndose muy poca cosa.

Edward se dio cuenta por su expresión y la culpabilidad lo invadió lentamente.

— Ven conmigo, Bella — sin saber cómo disculparse le ofreció su mano y ella se acercó con cuidado, la puso sobre su espalda baja y la guió hasta la sala de radiografía.

— Yo vuelvo en seguida. El radiólogo te ayudará.

Sonrió rápidamente y se marchó apresurado.

Salió de la sala de emergencias rogando por un poco de aire fresco. Se tropezó en el camino con Rosalie que lo observó con una ceja alzada.

— Pareces alterado…

— No sabes cuánto — respondió agarrándose el cabello con la mano izquierda, posando la otra sobre su cadera — Dios…

— ¿Qué te ocurre? ¿Se te ha lanzado alguien encima? — preguntó la rubia con humor.

— Todo lo contrario — soltó sin detenerse a pensar lo que decía. Ella lo observó interrogante.

— ¿Te lanzaste sobre alguna chica?

— ¡No! — respondió alzando la voz levemente. Comenzaba a enfadarse y no tenía motivo para ello.

Deseó ardientemente que Bella fuera una de aquellas chicas que lo seguían para pedirle citas, aunque probablemente la habría rechazado por eso mismo, porque odiaba que lo hostigaran.

Deseó poder saber lo que pensaba, porque se le hacía extremadamente difícil el comportarse como lo hacía usualmente estando alrededor de ella.

— Me resulta difícil comprenderte, Edward. Y si no fuera porque nunca te he visto detrás de una mujer, diría que ahora mismo está pasando.

Él se removió inquieto, completamente mudo. Rosalie abrió la boca, formando una 'o' y Edward arrancó del lugar dejándola estática y con una sonrisilla de altanería por haber adivinado lo que le sucedía.

Entró nervioso en la sala de emergencias y se dirigió a radiología.

Bella lo observó con el corazón martillándole en los oídos. Estaba ávida por saber de él, pero lamentablemente no era posible, quería saber cuántos años tenía, lo sentía como una necesidad desquiciante, pero como siempre, su timidez no le permitía conseguir lo que quería.

— Te enyesaré el brazo y… estarás lista para irte — pronunció las palabras con lentitud y desánimo.

Se negó a entregarla a una enfermera para que fuera vendada, aunque hizo lo posible para que Bella no se diera cuenta. Sentía la anhelante necesidad de aprovechar los últimos minutos que ella estaría en el centro médico.

— ¿P-puedo preguntarle… a-algo? — musitó Bella luego de que Edward la presionara por unos segundos para que le dijera lo que quería decirle.

Anda, tu rostro te delata, sé que quieres decir algo. Le había dicho.

— Por supuesto — respondió con una sonrisa — aunque…

— ¿Qué? — preguntó asustada.

— Primero deberías dejar de decirme señor, no soy mucho más viejo que tú, sólo tengo veintiséis.

Bella se mordió el labio alegre cuando se enteró de aquello que llevaba ansiando saber. Y se sintió un poco más valiente cuando intercambiaron miradas y él sonreía.

— ¿Por qué… — vaciló — ibas en autobús? Digo… debes tener un coche — terminó murmurando avergonzada ante la alusión al tema, recordando su mirada.

— Sí, uno muy bueno. Uno robado — confesó con un ápice de molestia.

Ella lo miró sorprendida. Edward siguió acomodando el yeso sin decir nada, sintiendo los ojos de la castaña sobre él.

Bella no supo qué decir. Se quejó cuando sintió una punzada en la muñeca y Edward se disculpó con vehemencia.

— ¿Qué estudias?

— Literatura inglesa.

— Eso debe ser muy interesante y… distinto.

Bella rió.

— Bastante distinto a medicina, sí. Pensé en ser doctora, pero… tengo problemas con la sangre y… lo asqueroso — agregó arrugando la nariz — admiro a los doctores por soportar aquello.

— Así que me admiras — respondió Edward con diversión. Le pareció adorable el sonrojo que cubrió las mejillas de la muchacha y no se abstuvo de pasar el dedo índice por su rostro.

Bella aguantó la respiración mirando los rasgos del hombre, sintiéndose como una esponja. Su vista, irremediablemente, se ancló en los labios de él.

— Vaya — exclamó Edward — te he manchado con yeso, lo siento — agregó parpadeando para quitarse la imagen de Bella sonrosada — Terminé — anunció abatido, dejando prolijo el pequeño yeso en su muñeca. Se lavó las manos con rapidez y tomó una toalla desechable — espera un segundo.

Llevó su mano derecha a la mejilla de Bella y le limpió el yeso que había dejado ahí. Se demoró más de lo debido, contemplando cada porción de su rostro.

Sintió la mano de Bella, al lado de la suya, la que tenía apoyada en la camilla y miró hacia abajo.

— Estás temblando — musitó pasmado.

Ella se hundió en su lugar, alejando su mano temblorosa, rogando porque su corazón no fuera escuchado por Edward, aunque sabía que aquello era imposible.

Y él no pudo resistirse ante su postura encorvada, se sintió casi desfallecer cuando abrazó aquellos escuálidos hombros de la chica. Ella se envaró casi al instante, sin saber cómo proceder. La lógica le decía que le devolviera el abrazo, pero al pensarlo un poco más, se dio cuenta de que todo en cuanto a Edward no era lógico.

Partiendo por cómo se habían conocido.

Estuvo a punto de tocar la amplia espalda del doctor cuando él se alejó de ella y con él se llevó el olor de su cabello y el de su cuello.

— Lo siento, no sé qué estaba pensando — se disculpó con torpeza.

¡Por Dios! ¡Parecía un chiquillo! ¡Jamás se había comportado así desde la secundaria!

Y tal vez fue por eso mismo, porque ya había hecho una locura, se apresuró a cometer otra.

Deslizó una mano por debajo de su oreja y besó los labios de Bella, con la dulzura que pensó que ella se merecía.

Bella movió los suyos con lentitud y pánico, al ritmo de los labios de Edward.

Llevó su trepidante mano hasta el mentón de Edward y la dejó algunos segundos, tomó pequeños mechones de su cabello y se maldijo por ser tan torpe y no poder usar la otra mano.

Se alejaron vacilantes sin decir nada. Edward se disponía a hablar cuando un joven rubio entró apresuradamente a la sala.

— ¡Aquí estás, maldición! Llevo buscándote por medio hospital.

Bella se sonrojó y bajó el rostro. Edward lo mató con la mirada.

Jasper se calló y al darse cuenta de la cercanía entre ellos dijo un atolondrado lo lamento antes de seguir hablando.

— La policía encontró tu coche, a salvo. Están esperando afuera el hospital para que vayas a dejar constancia de que lo has recibido.

Jasper se retiró de la sala y Edward lo siguió. Se dio media vuelta y observó a la muchacha que se agarraba el yeso ausentemente.

— Espera un momento, por favor — suplicó dejándola sola.

Isabella se bajó de la camilla, moviéndose por el lugar con nerviosismo.

¡¿Pero qué acababa de hacer? Se dijo mientras la abrumaba la realidad.

Le tiritaba el cuerpo y no podía pensar con claridad.

Recordó con desconcierto la noche anterior, mientras rodaba en su pequeña cama tratando de olvidar al hombre del autobús, tratando de eliminar las fantasías que se iban plantando en su mente, una tras otra.

Sin embargo, no había imaginado que sucedería en serio, eso que tanto anhelaba y creía que nunca iba a conseguir; atraer su atención.

Con desaliento se sentó en la camilla nuevamente, tratando de encontrar alguna razón por la que él la hubiera besado. No tenía sentido alguno.

Se paró y salió hasta llegar a la sala de emergencias. Quizá podría escapar y hacer como que aquello no había sucedido. Como una cobarde.

Vislumbró a Edward cuando pretendía salir y se escondió tras un pilar.

Venía sonriendo. Seguramente por haber recuperado su carísimo coche, se dijo. Porque definitivamente era carísimo, sólo había que mirar a aquel hombre y al instante cualquiera se daría cuenta de que era exitoso y adinerado. Ese aura que lo rodeaba intimidaba a cualquiera.

Guió sus ojos hasta la mujer que lo acompañaba, también reía, juntos parecían la pareja perfecta, de ensueño.

Por primera vez sintió envidia de alguna mujer, porque ella era perfecta, con su cabellera platinada, sus largas piernas, si estrecha cintura.

Se volteó, y quiso pasar desapercibida cuando ellos iban a casi tres metros de ella, pero no lo consiguió.

— Bella.

Se tensó al oír su voz. Tuvo que enfrentarlo, no podía darle la espalda toda la tarde…

— Doctor Cullen — murmuró sujetándose el brazo.

— Buenas tardes. Soy la doctora Hale — la mujer le sonrió con calidez y le fue imposible ignorar su mano extendida. También le sonrió con dificultad diciendo su nombre.

— Bien, Edward, nos vemos mañana, entonces.

Rosalie le guiñó un ojo descaradamente y Edward reprimió las ganas de gritarle un improperio por su inoportunidad.

— Creí haberte dicho que me esperaras — le recordó con afabilidad, agarrando su pequeño brazo, guiándola hasta los asientos de la sala de emergencias.

— Ya me estaba sofocando en ese lugar — respondió enfrentando sus ojos, casi con insolencia al recordar el guiño de la rubia.

— Bien. Ya que tengo coche nuevamente, te llevaré hasta tu casa.

— ¡No! — Chilló, atormentada ante la idea de que él viera donde vivía — me refiero a que… bueno, estás trabajando, yo puedo irme… sola.

— Ya me encargué de mi turno, no te preocupes. Vamos.

Se quedó en silencio amedrentada, porque su tono de voz era tan autoritario como atrayente.

Ella lo siguió en silencio, mirando lo lleno que estaba el lugar, con gente corriendo de un lugar para otro.

Se quedó estupefacta cuando Edward abrió la puerta del coche más lujoso que había afuera del hospital.

No encontró las palabras para describir la sensación que le recorrió la espina al pensar cuan diferentes eran ellos dos.

Salió de su ensimismamiento cuando sintió la risa de Edward.

— Podría esperar toda la noche a que subas.

Se disculpó avergonzada y se subió al coche. Edward cerró su puerta y en menos de tres segundos estuvo sentado a su lado.

— Vaya… coche que tienes — dijo tratando de romper el silencio que tanto le incomodaba — dijiste que tenías un buen coche — recordó con humor.

— Es un buen coche — dijo acariciando el salpicadero.

Bella rió como no lo había hecho en todo el día.

— No consigo entender el amor de los hombres hacia los coches.

— No hay nada como un buen coche — respondió él mientras ponía algo de música.

Bella, al escuchar la melodía se sorprendió. No porque a él le gustara ese tipo de música, de un doctor tan refinado como él no podía esperar menos, sino porque aquella coincidencia era tan extraña como ir en su auto y que la hubiera besado y la aparente no alusión a ello.

— Me gusta este jazz — murmuró cerrando los ojos.

Edward abrió la boca intrigado por los gustos musicales de la chica. Inusual en alguien con sus años. La cerró cuando se dio cuenta de que tal vez la podría ofender nuevamente al mostrar su desconcierto, como lo había hecho con su edad. En cambio, lo observó sonriendo cálidamente aunque ella tenía los ojos cerrados.

— Bella.

Sus ojos se abrieron de golpe. La voz de él rompiendo su burbuja, su mundo lleno de fantasías, aquél que comenzaba siempre que oía música, no cualquier música. Aquella que idolatraba, que amaba.

Con un espasmo de terror se dio cuenta de que estaban estacionados afuera de la pensión donde vivía.

— ¿C-cómo…? — Se trabó con su propia lengua, encogiéndose en el asiento — ¿Cómo sabías… dónde vivo? — escupió la última palabra con un odio inimaginable.

Su plan, aquél en el que Edward debía dejarla lo más alejada posible de su lugar de residencia, se había ido por una cañería ¿Cómo iba a imaginar que él sabría dónde vivía? Se maldijo mil veces por no haber abierto los ojos antes.

Él se encogió de hombros sin responder aunque ella supo de inmediato la respuesta. Maldijo haberse subido justo en el mismo mugriento autobús que él…

Tragó con angustia y observó la mano de Edward vacilar en el aire. Finalmente se posó en su mejilla sonrojada como si fuera una pluma.

— Sé que… no eres igual a las demás chicas que he conocido — murmuró observando aquellos grandes ojos cafés — Eres tan frágil. Tan… pequeña.

El corazón de Bella Swan latió con fuerza y seguía incrementando su velocidad a medida que Edward acariciaba su rostro y su cuello con la máxima suavidad posible.

— Lo siento — dijo sorprendido y avergonzado — Debes pensar que tengo algún problema mental… — admitió con diversión, para alivianar un poco el ambiente.

Ella negó moviendo la cabeza con arrebato y luego sonrió débilmente.

— Nadie… me había dicho nada parecido — admitió colorada, sintiendo que aún estaba en su cama, soñando con amores imposibles, y atrasada para ir a la universidad.

— Deben ser unos tontos, entonces.

Volvió a negar con la cabeza.

— Soy tan — se detuvo para encontrar las palabras adecuadas y continuó: — normal ¿Por qué alguien debería interesarse en mí?

Él observó su rostro afligido y se dio cuenta de que hablaba muy en serio.

— Nadie se ve a sí mismo con claridad, ya sabes — dijo con un poco de rabia por sus palabras — Y hablas tonterías.

— ¡No son tonterías! — exclamó sombría.

— ¿Acaso debería demostrártelo? ¿No te es suficiente con lo que te he dicho? — inquirió empleando aquel don de la persuasión que le había servido en más de una ocasión.

Ella tartamudeó un par de veces. Sólo hasta que él se arrojó a sus labios una vez más. Sin embargo, se permitió usar la mano buena y apegarse cuanto pudo a su pecho, sintiendo el magnífico aroma que parecía emanar de cada parte de su masculino cuerpo.

Sintió que una vez más su cuerpo cambiaba de estado para quedarse en aquél gelatinoso, cuando Edward la apretó más hacia él y la sentó en su regazo, con las piernas abiertas, a cada lado de sus caderas. Ignoró el volante en su espalda, concentrándose en sentir a Edward adherido a su pecho.

Sintió un éxtasis desconocido para ella, al darse cuenta de la real situación.

Siempre había imaginado que algún chico lindo mostraba interés hacia ella, pero aquello traspasaba los límites con creces.

Aquel chico no era lindo ¡Aquél no era un chico!

Era un hombre… y el más atrayente que había tenido la oportunidad de conocer ¡No! ¡Qué va! Atrayente no era una palabra para describirlo. Más allá de lo humanamente hermoso. Aquella frase servía, aunque aún no alcanzaba para describir su belleza masculina, su porte perfecto.

Bella se alejó de él jadeante, con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas.

Edward se rió encantado ante su aspecto.

— Tal vez me inspiré mucho en el beso — dijo con desfachatez, sin un ápice de cansancio.

— N-no todos tenemos la capacidad de aguantar la respiración por un minuto — rezongó mordaz — O tal vez tengas bastante experiencia — agregó en un susurro.

Edward se carcajeó al escuchar.

— ¿Cómo va tu muñeca?

— Bien — respondió con simpleza, frunciendo el ceño ante el cambio de tema tan drástico de Edward — ¿Y hablando de las chicas…? — no tenía derecho para nada al preguntarle sobre ello pero la curiosidad la estaba consumiendo.

Él volvió a reírse con ganas.

—… puede que haya tenido algunas admiradoras… nada importante, y Rosalie no fue una de ellas— acarició su cabello, moviéndolo hacia atrás para observar su diáfano cuello.

— Algunas… — repitió con sorna — Apuesto a que han sido más de algunas — después suspiró con una sonrisa. Trató de sentarse nuevamente en el asiento del copiloto, Edward se lo impidió.

— ¿Qué haces? — inquirió con un tonillo escandalizado. Se abrazó al delgado cuerpo de Bella, apoyando su rostro en el cuello, sintiendo el irresistible aroma de la chica.

— Pretendo bajarme de tu coche, para irme a… mi casa.

— ¡No! — Se apresuró a responder — Recoge tus cosas si tienes que estudiar, vamos a mi casa.

— ¿E-estás bromeando?

— No — respondió — Por supuesto — besó sus labios fugazmente — que no — y volvió a besarla.

Huraña y pasmada corrió hasta la posada, sacó los pocos libros que tenía en su escritorio y recordó con irritación que todo lo demás había quedado en la universidad.

Condujo dos cuadras y se metió a un estacionamiento amplio, saludando al guardia.

— ¡Qué bien, señor Cullen! ¡Ha recuperado su coche!

— No sé que habría hecho de lo contrario — respondió muy ufano, acariciando el volante. Bella rodó los ojos y se despidió tímida del anciano.

Edward llevó sus libros y tomó su mano, guiándola hasta la recepción. Bella entrecerró los ojos, sintiéndose incómoda ante tanta distinción.

— Qué bonito — murmuró con tono neutro.

Debió imaginarse que vivía en un lugar como ese. Volvió a sentir esa abrumadora sensación de incomodidad.

Edward la metió al ascensor y se dispuso a besarla nuevamente. Era imposible resistirse a él. Le devolvió el beso con entusiasmo, como si lo conociera de toda la vida, como si aquello no fuera completamente extraño.

— Otra vez con lo de ahogarme — repuso con burla.

— Entonces ya no te besaré más — respondió él ultrajado.

— ¡No! Quiero decir… bueno… eh.

Edward se burló, presuntuoso. Abrazándola por detrás.

— Aún no comprendo — admitió ella, dejando de lado la vergüenza que había sentido unos segundos atrás — Cómo se me hace tan fácil estar contigo. Quiero decir… he hablado con tal incoherencia cuando estoy con chicos lindos que… bueno, se van luego de darse cuenta de que soy una rarita.

Se sonrojó intensamente luego de su confesión.

— Otros chicos lindos — murmuró Edward, pensativo.

— Nunca tan lindos como tú…C-claro — Se le revolvió el estómago cuando dijo aquello, golpeándose mentalmente al no pensar antes de hablar.

Él le respondió, besando su rostro, su cuello, debajo de su oreja.

— ¡Vaya! ¿Vives en el piso ochenta?

— En el quince.

Edward pasó la mano por el yeso de Bella.

— Te haré el primer recuerdo — anunció muy sonriente — para que lo vea todo el mundo.

Se le volvió a revolver el estómago cuando se imaginó la cara de Alice. Y como si hubiera sido algo telepático, sintió su móvil vibrar en el bolsillo de su pantalón.

— ¿Alice?

¡¿Cómo estás? ¿Ha sido muy grave?

Sintió que Edward murmuraba algo sobre su mejilla, pero lo ignoró.

— No, sólo una pequeña fractura. Por suerte me ha enyesado el mejor doctor del hospital.

¡No me han dejado salir de la universidad! Este viejo gordo y bigotudo ¡Ya verá!

— Calma, mujer. Ya tengo que colgar — dijo cuando se abrieron las puertas del ascensor.

¿Por qué? — inquirió Alice, bufando — ¿No quieres que vaya a acompañarte? Ya terminaron las clases, recién, lo sabes… Además, podríamos ir al centro comercial y…

Edward se carcajeó sonoramente, mientras caminaba abrazando a Bella por detrás, como iba en el ascensor. Ella frunció el ceño, haciéndolo callar.

¿¡Edward! ¿Eres tú?

La línea se cortó abruptamente e Isabella se dio cuenta de que Edward había colado un dedo por su oreja y cortado la llamada.

— Darle explicaciones a Alice es insoportable — argumentó cuando Bella lo miró críticamente — ¿Son compañeras? Qué coincidencia más bizarra… Somos hermanos — agregó, al ver el rostro de Bella, aún inconforme — Cullen… Cullen — terminó con una sonrisa.

— ¡Claro! — Murmuró — aunque, la conozco hace dos semanas… Edward — dijo susurrando su nombre.

— Vamos, entra — le sonrió cambiando de tema por la emoción que sintió al ver que Bella conocería donde vivía.

— ¡No! — la carcajada de Bella resonó por la habitación.

Luego de que se recuperase del pasmo ante la magnificencia de la estancia, Edward la obligó a ir a su habitación con sus libros para que estudiara a su lado. El dolor de estómago que sintió Bella al imaginarse a ambos en la cama, dada su total inexperiencia, la hizo tambalear.

Estuvo tratando de estudiar por al menos diez minutos, pero Edward se encargaba de desconcentrarla cada vez que podía, riendo como un adolescente cuando ella bufaba y lo miraba con enfado.

— Ahora tienes con qué extorsionar a Alice cuando te obligue a ir de compras — respondió él mientras Bella se calmaba de su ataque de risa.

Edward se apegó más a ella en la cama que a esas alturas ya no estaba prolija como la dejaba todas las mañanas. Las cosquillas y los pequeños juegos habían terminado por desamarla.

— Y esa es la historia de cómo Bella Swan reprobó la universidad.

— Yo no te obligo a nada. Ahí están tus libros.

Ella se indignó de mentiras.

— ¡Entonces suéltame! — gritó riéndose, sintiendo los brazos y las piernas de Edward alrededor de ella.

— No, ahora eres m-í-a— respondió con regocijo, ronroneando en su cuello — Adoro tu cuello. El aroma logra aturdirme.

Bella soltó una risilla nerviosa y se le hizo un nudo en la garganta.

— Ya, hablemos — dijo él sintiendo la vergüenza de la chica. Se sentó en la cama y Bella lo imitó.

Pasaron el resto de la noche hablando, sin parar, contándose cosas, riendo, jugando, conociéndose.

Bella jamás imaginó que alguien como Edward iba a hacerla sentir tan especial y querida. Estaba acostumbrada a su vida normal y monótona.

Y Edward jamás pensó que le agradaría que hubieran robado su auto. Pero se dio cuenta de que si aquellos delincuentes no hubieran perpetuado el robo, jamás hubiera reparado en Bella, aunque vivieran a dos cuadras.

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Esta idea se me ocurrió mientras viajaba en bus, imaginando que subía un apuesto hombre y se sentaba a mi lado y... bueno, algo así.

Primero que todo; originalmente, la historia era un OneShot. Me gustan los Oneshot, por eso me dedico a ello. Nunca se me ha dado bien lo de las historias largas ya que mi respondabilidad deja mucho que desear. Además, me aburro rápido de las cosas. Se convirtió en un TwoShot cuando me di cuenta de que ya llevaba treinta hojas de Word... sí, me inspiré bastante, normalmente tiendo a alargar tanto las conversaciones o situaciones que tengo que volver al principio y eliminar diálogos.

Segundo; En la próxima semana estaré escribiendo el próximo y último capítulo, que espero no sea tan extenso como ésto, que se me alargó hasta un punto insospechado, y menos serio, también. Quiero ponerle un poco más de humor, eso es lo que me gusta, y un adelantito, tiene que ver con aquél hombre que le hizo una visita un tanto agradable a Rosalie. Sí, ese que no tenía necesidad alguno de ir al urólogo.

Tercero; Rated M, además de lo obvio en cuanto a Rose y Emmett, veré la posibilidad de incluir algo de Edward y Bella.

Hope you liked it, gurls! :)