Poco tiempo después de ver a Michelleto llevarse a rastras y como prisionero a César, Ezio no creyó que todo acabara en aquel instante. Estaba sentado en una silla y con los brazos apoyados en una mesa de madera con la compañía de su buen amigo Leonardo Da Vinci. Entre ambos hubo un breve silencio que Ezio utilizaba para pensar en las palabras de César antes de desaparecer. Leonardo sabía qué era lo que le pasaba por la cabeza a su amigo, así que rompió el corto silencio en el interior de la guarida de los Asesinos en isla Tiberina.

-¿Sigues pensando en lo que dijo César? – Preguntó Leonardo a Ezio.

Ezio asintió.

-Fue la forma en que lo dijo: Ninguna cadena me detendrá –contestó él repitiendo las palabras de César mientras era arrestado-. Creo que todavía está libre, aunque no puedo asegurarlo.

-Si tanto te preocupa, hay un modo de averiguarlo.

Leonardo agarró el Fruto del Edén que estaba sobre la mesa y lo arrastró hasta dejarla al alcance de la mano de Ezio.

-No. Es demasiado poderoso –repuso Ezio-. Debe quedar fuera del alcance del hombre.

-Qué lástima –dijo Leonardo con un ligero tono de tristeza. Apoyó su cabeza en su brazo derecho-, esconder una obra maestra donde no pueda verse.

Por un momento, Ezio sintió la tentación de usar el Fruto para descubrir el paradero de César. Se quedó en la duda.

-Pero… ¿Y si lo que decía es cierto? –hubo un breve silencio entre los presentes. Al final, fue Ezio quien dio un paso al frente-. No puedo arriesgarme.

Y tocó el Fruto.

El artefacto de los que vinieron antes se encargó de llevarse a Ezio fuera de la escena en la que mantenía conversación con Leonardo con la intención de contestar sus dudas. Lo que Ezio desconocía era que el Fruto no soltaría las respuestas así como así. Antes tendría que ser merecedor de saberlas.