Disclaimer:
Yo, la autora original de éste fanfic no realizo ningún escrito con ánimo de lucro a costa de infligir los derechos de autor de Harry Potter que corresponden a su autora, J.K. Rowling y, en caso de las películas, a Warner Bros Entertainment Inc.
ADV:
El fanfic está clasificado como M por contenidos de violencia, gore y sadismo no aptos para mentes con mucho escrúpulo. El lenguaje de Draco es bastante grosero (aunque éso es lo que le hace verdaderamente despollante XD) y además, en próximos capítulos, habrá escenas de sexo explícito, no recomendadas a menores de 18 años. Bajo estas advertencias, os invito a disfrutar del fic.
Espero provocar un par de carcajadas y un par de escalofríos también. Hacédmelo saber con reviews.
11'17 PM. Once de Febrero. Sábado.
Hay ciertas cosas por las que uno puede pasar. Ya sabéis, cosas que el pasan a todo el mundo. Que te estés cambiando en un probador y que tu madre abra de repente, que un gilipollas se coja la última birra.
Luego están las cosas por las que uno no pasa. Que insulten a tu madre, que tu mejor amigo te eche de tu cuarto porque se está trabajando a su novio, esas cosas.
Supongo que se habrá adivinado bastante perfectamente el motivo por el cual yo, Draco Malfoy, me encontraba a las once de la noche buscando cómoda y segura localización en los –déjame decirte- considerablemente desgastados corredores de Hogwarts, esquivando prefectos. Cual huroncillo al que no le toca ésa semana hacer rondas. Sí, lo sé, una mierda. Y más aún siendo yo quien era. Afiliado de ése engendro embutido en rosa. Cual chorizo. Brigada Inquisitorial. Los muggles también tenían Inquisición pero no era como la nuestra, no señor. Iban vestidos de rojo y usaban cachivaches de aspecto muy poco amigable.
En fin, que la bisexualidad de Blaise y –déjame decirte- su muy probable híper sexualidad era lo que ahora mismo me hacía estar chupando del cigarrillo cerca de la sala común de Hufflepuff, muy cerca, por cierto, de las cocinas. (¿Casualidad? No lo creo…)
Con ésta idea precisamente en mente, descendí un poco más con las escaleras, oyendo pasos de zapatos de alumno. Bueno, es que a aquellas horas, o sonaba a gata, o sonaba a su apestoso, mugriento e inquietante dueño (¿recordáis lo de la inquisición muggle? Bueno pues… inquietante digamos de ése tipo), o sonaba a prefecto amargo de otra casa que no era Slytherin muy pero que muy dispuesto a quitar puntos a alguien como yo. O a mí directamente. Al fin y al cabo yo era el buque insignia de mi casa. Quitarme puntos a mí era quitárselos al orgullo del mismísimo Salazar Slytherin. Cual hereje.
Ya había llegado casi al cuadro que daba acceso a las cocinas. Cocinas de Hogwarts repletas de elfos domésticos en todo su laborioso y miserable esplendor toqueteando, manipulando y horneando nuestra deliciosa comida con sus sucios deditos. Lo digo porque lo sé, comparados con los que hay en mi casa, los elfos domésticos de Hogwarts presentaban un aspecto bastante roñoso. Por otra parte la gran mayoría, eran acogidos por ser unos inútiles, lo cual, -déjame decirte- daba que pensar. No por el hecho de que fueran ellos los que le daban al mocho por todo Hogwarts (lo cual explicaría su degradante aspecto), sino por lo de la comida y todo eso. Puaj.
A medida que los pasos se acercaban, el cigarrillo se consumía y mi mente se negaba a tan siquiera barajar la idea de meterme en la cocina y codearme con seres bastante indignos para huir de la ninfomanía homosexual de Blaise, encontré una esquina cuya sombra estaba en penumbra, y se encontraba en un ángulo y posición perfectas para que Draco Malfoy saliese impune y sin daños. Cual jefe. Sin duda, estaba hecho para esto. Bueno. Para esto y para todo. Unas voces se acercaban lentamente, mientras el ritmo de paseo se evidenciaba. Estaban terminando las rondas, se habían encontrado y en cuanto identifiqué sendas voces, me costó mucho no vomitar. Oh, maldito Blaise. Las cosas que me obligaba a presenciar por su dichosa manía de echarme del cuarto. Y a toda pregunta, no iba a bajar a la sala común y arriesgarme a: uno, encontrármelo despierto, o dos, encontrarme por el pasillo a su puta de la semana. O puto. O como se diga. No señor. No. Ya me había pasado.
Weasley, (de los chopocientos que había en el colegio de las narices, el amigo de Potter) y Granger, la niña complejo de superioridad neuronal, más conocida como arbusto andante, My little Castor y la mujer del posible TRÍO de oro, coqueteaban juntos, sin ni siquiera ellos notarlo. Ojos, oídos, sangre.
-Vamos, Ron, admítelo. Harry está loco por tu hermana, quítate el velo.
-Ella está con otro, ¿no? Dejemos el tema.
-Claro, es tan fácil simplemente ignorarlo… ¡te arrepentirás en el futuro de no escucharme!- Se hizo un intercambio muy poco atractivo de gestos hoscos, que no me gustó nada. No porque discutieran, si no porque se habían parado peligrosamente cerca de mí.
-¡Yo no digo nada de tus relaciones!
-¡Ni yo de las tuyas, estamos hablando de Harry!
-¡Harry es como mi hermano!
-¡Igual pronto sois cuñados!
Se hizo una vorágine de insultos propios de un matrimonio en plena crisis de los cuarenta, y, déjame decirte que debe de ser como un beso de dementor, sufrirlo, malo, pero presenciarlo, terrible. En pos de mi salud mental, me di cuenta de que no podría jactarme de haber huido de ésta situación sin daño alguno a no ser que esperase dentro de la cocina. Tan discretamente como me permitieron las bisagras de la puerta, penetré en las cocinas, intentando que mis ojos se adaptasen a la penumbra.
Había estado antes, pero solo en pleno ajetreo. Durante los trabajos, los elfos se dividían de una forma suficientemente eficiente como para tener el sitio más o menos presentable, y al tiempo manejar todos los pucheros ardientes, sartenes, flambeados, salsas, frituras, horneados…
No era excesivamente tarde, pero era una hora suficiente como para que se estuviera terminando la limpieza de tan ingente cocina.
Por eso me fue tan extraño no oler el familiar pestuzo a desinfectantes y jabón de lavanda u otra cosa igual de vomitiva y neutra, sino el acre de algo totalmente distinto.
Para cuando pude discernir lo máximo posible a la suave luz de la luna, que se colaba por las, más que ventanas, respiraderos de cristal, supe que el ambiente era inquietante.
Las mesas, usualmente alineadas como las del gran comedor, estaban apostadas contra los laterales de la sala. La chimenea en calor tan ligero, que parecía tan solo que las brasas se extinguía con tristes chispas. El suelo, cubierto de una sustancia negra y viscosa que se me pegaba a los zapatos. Olía mal. Muy mal. A carne podrida, a óxido. A quemado. El suelo que no estaba cubierto de aquel fluido pastoso, tenía manchas de madera carbonizada. Era muy extraño. Una cosa es que los elfos fueran incompetentes y otra que se fueran sin limpiar. Fui a dar un paso para adentrarme más en la estancia, cuando oí un ruido. Uno distinto, jadeante: una respiración. Pero una muy excitada.
Como quien está en éxtasis. Mi primer instinto fue pensar fríamente. Tenía que ser un elfo, o alguien comiendo, o Flich, o alguien dándose un descanso. Hasta que oí algo más y entonces de mí se apoderó el miedo.
Había ido con mi padre de cacería docenas de veces. Mi padre llevaba siempre consigo una daga muy hermosa, regalo de mi abuelo, que usaba para desguazar la pieza cazada. Por lo que el sonido que acompañaba a ésas extrañas exhalaciones no era extraño para mí. Era el de un cuchillo cortando carne. Y casi inmediatamente después, un gruñido. Vi sobrevolar por encima del armario que me impedía ver y ser visto por el autor de semejantes sonidos una pieza de carne que aterrizó a mis pies. Al observarlo detenidamente, vi que se trataba de una pieza que jamás en mi vida había visto, y para estar comprada sangraba extraordinariamente, como si acabase de ser cercenada. Noté el frío recorriendo mi cuerpo y las pulsaciones acelerándose mientras me acercaba, vacilante, a examinar el objeto en el suelo, pudiendo conmigo la cacareada curiosidad humana. Choqué contra la puerta, delatándome a mí mismo, al dar un respingo hacia atrás conteniendo, muy malamente, la náusea. Aquella curiosa pieza era un brazo. Un brazo, si no humano, muy parecido a uno. De pronto cesó aquel jadeo animal, y se oyó una silla deslizarse. Aún en shock y en realización inmediata de que, efectivamente, las cocinas estaban llenas de una sustancia negra y viscosa, sangre humana, y rastrojos de madera con la que se avivaba el fuego para cocinar la carne de la que la sangre emanaba, no podía hacer algo tan simple como girar el manillar de la puerta y huir. Se me paralizó hasta el cerebro, y no podía pensar más que en que pronto vería el rostro horrible de lo que probablemente sería un hombre lobo, o un lobo, o una bestia cualquiera de ésas que te arrancan las entrañas sin dilaciones. Pero, ¿qué clase de animal cocina a su presa, si no es una…?
Contuve la respiración, y una ola de repugna me abordó al ver una mujer de mediana edad, apenas metro sesenta con un pin de gatitos ensangrentado en su chaquetilla rosa chicle ensangrentada, sonrisa ensangrentada y cabeza de centauro ensangrentada en mano. Ensangrentada, sí. Qué listos sois.
Al ver que su varita estaba, sin dudarlo ni un segundo, mucho más alcanzable que la mía no dudé ni un momento en que puede que estuviera presenciando en vivo y en directo el rostro de quien le daría tararí a Draco Malfoy.
Un carraspeo casi dolorosamente agudo llenó el cuarto y una risita de las suyas se hizo eco en la estancia antes de que soltase la cabeza del centauro que a veces había visto mirando las estrellas con uno de los telescopios del tipo de los del aula de astronomía.
La cabeza cayó con un sonido suave y rodó hasta tocar mis zapatos, concluyendo sus giros justo para que yo pudiera ver el horrendo rictus de terror de aquella pobre criatura en el momento de su muerte.
Decidí que yo no quería ser ésa cabeza, y menos aún morir tan indignamente ni ser parcialmente devorado por una mujer que llevaba abrigos de cuello de zorro teñidos en rosa.
Así que abrí la puerta justo en aquel momento en el que ella sacaba –con sorprendentes reflejos para ser tan oronda, déjame decirte- su varita y se quedaba a la mitad de
-¡Incárcero!
Y corrí. Como si me persiguiera el diablo. Bueno, es que así era.
