Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, la trama es del libro Bad Romeo de Leisa Rayven. Yo me limito a transmitir esta increíble historia.
¡Oh, naturaleza! ¿Para qué reservabas el infierno cuando albergabas el espíritu de un demonio en el paraíso mortal de tan encantador cuerpo? ¿Volumen contentivo de tan vil materia acaso fue jamás tan bellamente encuadernado?
Julieta describiendo a Romeo
Romeo y Julieta, William Shakespeare
VEZ JUNTOS, DEMASIADO PRONTO
Hoy
Nueva York
Teatro Graumann
Primer día de ensayo
Camino a toda prisa por la acera abarrotada y un sudor nervioso me cubre todas mis partes menos glamurosas.
Oigo la voz de mi madre en la cabeza: «Una dama no suda, Bella. Resplandece».
En ese caso, mamá, estoy resplandeciente como una cerda. De todas formas, nunca pretendí ser una dama.
Digo para mis adentros que estoy «resplandeciente» porque llego tarde. No por él.
Jacob, mi compañero de piso/coach personal, está convencido de que no he pasado página, pero eso es una chorrada.
Le tengo más que olvidado. Le olvidé hace mucho tiempo.
Cruzo correteando la calle, esquivando el imparable tráfico de Nueva York. Varios taxistas me maldicen en distintos idiomas. Estiro alegremente el dedo corazón porque casi seguro que ese gesto significa «Que te jodan» en el mundo entero.
Echo un vistazo a mi reloj al entrar al teatro y me dirijo a la sala de ensayos.
Maldita sea.
Cinco minutos tarde.
Casi puedo ver el gesto burlón en su cara de cabrón y me horroriza que, incluso antes de poner el pie en la sala, sienta el impulso irrefrenable de abofetearle.
Me detengo junto a la puerta.
Puedo hacerlo. Puedo verle sin venirme abajo.
Puedo.
Suspiro y presiono la frente contra la pared. ¿A quién diablos voy a engañar?
Sí, claro, puedo interpretar una obra apasionada con mi examante, que me rompió el corazón, no una, sino dos veces. No hay problema.
Me doy cabezazos contra la pared.
Si existiese el país de los estúpidos, yo sería su reina. Inspiro hondo y exhalo despacio.
Cuando mi agente me llamó para darme la noticia de mi gran oportunidad en Broadway debería haber intuido que había gato encerrado. Puso por las nubes a mi compañero de reparto. Edward Cullen: el chico it del momento en el mundo del teatro. Con mucho talento. Premiado. Adorado por fans histéricas. Un pibón.
Pero, claro, ella no estaba al corriente de nuestra historia. ¿Por qué iba a estarlo? Jamás hablo de él. De hecho, me alejo cuando mencionan su nombre. Resultaba más fácil sobrellevarlo cuando él se encontraba al otro lado del mundo, pero ya está de vuelta, empañando el trabajo de mis sueños con su presencia.
Típico.
Cabrón.
Poner cara animosa no va a ser fácil, pero no hay más remedio. Saco mi polvera y me miro al espejo.
Maldita sea, brillo más que el edificio Chrysler.
Me doy unos toquecitos de polvos y me retoco el brillo de labios mientras me pregunto si me encontrará distinta después de todos estos años. Mi pelo castaño, que me llegaba a media espalda en la universidad, ahora me cae justo por debajo del cuello en capas asimétricas de punta. Aunque tengo la cara un poco más afilada, supongo que en esencia sigo siendo la misma. Labios decentes. Constitución ósea aceptable. Ojos de un corriente color marrón. Alguna vez descritos como chocolate por alguien con demasiada imaginación.
Cierro con un chasquido la polvera y la echo al bolso, cabreada por el mero hecho de plantearme tener un aspecto presentable para él. ¿Acaso no he aprendido nada?
Cierro los ojos y pienso en todas las maneras en las que me hizo daño. En sus absurdos argumentos. En sus excusas de mierda.
Me invade la amargura y suspiro aliviada. Ese es el acicate que necesito.
Hace aflorar a la superficie mi rabia. Me sirve de protección a modo de escudo y encuentro consuelo en el rescoldo de agresividad.
Puedo hacerlo.
Tiro de la puerta y entro con aire resuelto. Siento que me observa incluso antes de verle. Me resisto a buscarle con la mirada porque eso es lo que deseo hacer, y una de las cosas que aprendí con Edward Cullen fue a controlar mi instinto natural. Las cosas se jodieron entre nosotros por guiarme por mi instinto; me decía que él podía aportarme algo, cuando en realidad no me ofrecía nada.
Me dirijo hacia la mesa de producción donde nuestro director, Marco Vulturi, está deliberando con nuestros productores, Ava y Saul Weinstein. De pie junto a ellos hay una cara conocida: nuestra directora de escena, Alice, la hermana de Edward.
Edward y Alice van en el mismo lote. El contrato de Edward estipula que ella dirija todas las obras en las que trabaja, lo cual no me explico en vista de que se llevan como el perro y el gato.
Yo diría que Alice es su colchón, pero, claro, ¿por qué iba a necesitarla? Él no necesita nada ni a nadie, ¿no? Es intocable. Es de puñetero teflón.
Alice señala hacia una maqueta del decorado que vamos a utilizar mientras comenta la mecánica de la escenografía.
Los productores escuchan y asienten.
Con Alice no tengo ningún problema. Es una fantástica directora de escena y hemos trabajado juntas anteriormente. De hecho, hace un siglo éramos buenas amigas. Cuando yo todavía pensaba que su hermano había nacido de una madre humana y no en un desove por el mismísimo ojete de Satanás.
Levantan la vista cuando me acerco.
—Ya, ya —digo soltando el bolso encima de una silla—. Lo siento.
—No pasa nada, cara —dice Marco—. Todavía estamos comentando
detalles de producción. Tranquila, tómate un café. Nos pondremos en marcha enseguida.
—Genial. —Busco en mi bolso mis provisiones para el ensayo.
—¿Qué tal? —dice Alice con una cálida sonrisa.
—Hola, Ali.
Por un momento un torrente de nostalgia templa mi ira y caigo en la cuenta de lo mucho que la he echado de menos. Es tan distinta a su
hermano… Ella baja, y él alto. Ella similar a una hada, y él de rasgos angulosos. Hasta su cabello es diferente. Él tiene reflejos cobrizos, mientras que ella luce su corta melena negra. Y, sin embargo, volverla a ver me recuerda por qué llevamos años sin hablar. Siempre la asociaré con él. Demasiados malos recuerdos.
Al sacar la botella de agua, mi bolso resbala del asiento y cae ruidosamente al suelo. Todos se quedan mirando. Aprieto los dientes al oír una risita por lo bajini.
Que te den, Edrward. Ni me molesto en mirarte. Recojo mi bolso y lo lanzo a la silla.
De nuevo una risita, y maldigo al Dios Todopoderoso del Homicidio Justificado. Voy a asesinarle con mis propias manos.
Aunque está al otro lado de la sala, bien podría estar justo a mi lado, porque su voz vibra hasta en mis huesos.
Necesito un cigarrillo.
Echo un vistazo a Marco, radiante con su pañuelo mientras describe la obra haciendo aspavientos. Todo esto es culpa suya. Fue él quien quiso que Cullen y yo hiciéramos este proyecto. Me convencí a mí misma de que sería un gran paso en mi carrera, pero en realidad va a ser el último espectáculo de mi vida porque, como el idiota que ríe con sorna en el rincón no cierre el pico, en el momento menos pensado me va a dar un ataque asesino y van a encerrarme de por vida.
Gracias a Dios la risita cesa, aunque todavía siento su mirada achicharrándome la piel.
Le ignoro y hurgo en mi bolso. Llevo cigarrillos, pero mi encendedor ha desaparecido en combate. Necesito seriamente hacer limpieza en este pozo sin fondo. Por Dios, ¿hay algo que no lleve ahí dentro? Chicles, pañuelos, maquillaje, analgésicos, viejas entradas de cine, un frasco de perfume, tampones, llaves, un muñeco coleccionable de la Federación Mundial de Lucha Libre al que le falta una pierna… ¿Qué demonios…?
—Perdone, ¿señorita Swan?
Al alzar la vista encuentro a un guapo chico moreno ofreciéndome algo que huele sospechosamente como mi cortado de café verde favorito.
—Vaya, parece estresada —dice en el tono justo de preocupación para evitar que le arranque las orejas de un bocado—. Soy Seth. Hago prácticas en Producción. ¿Café?
—Hola, Seth —digo mientras calibro el vaso de cartón—. ¿Qué llevas ahí, amigo?
—Un cortado de café verde doble con moca y extra de crema -Asiento, impresionada.
—Me lo había parecido. Es mi favorito.
—Ya. Me aseguré de familiarizarme con sus gustos y los del señor Cullen para tener previstas sus necesidades y crear un ambiente agradable en los ensayos.
¿Un ambiente agradable en los ensayos? ¿Conmigo y Cullen? Pobre criatura ilusa.
Cojo el café y lo huelo mientras continúo rebuscando en el cajón de sastre.
—¿No lo dirás en serio?
¿Dónde coño está mi encendedor?
—Sí. —Saca un mechero de su bolsillo y me lo tiende con una sonrisa monísima.
Suspiro y dejo caer la cabeza hacia atrás. Madre mía, el chico es un regalo de los dioses.
Cojo el mechero y contengo el impulso de abrazarle. Jacob dice que a veces soy demasiado sobona. En realidad, el término que utiliza es «tocapelotas», pero yo lo cambio para sentirme mejor.
En lugar de eso, sonrío al chaval.
—Seth, espero que no te lo tomes a mal porque acabamos de conocernos, pero… creo que te quiero.
Se ríe entre dientes y agacha la cabeza.
—Si quiere escabullirse fuera, iré a avisarla cuando estén listos para empezar.
Si no aparentara dieciséis años seguramente le besaría. Con lengua.
—Eres mi ídolo, Seth.
Con mi visión periférica distingo una sombra oscura repantigada en una silla al otro lado de la sala, así que enderezo los hombros y me pavoneo como si me importara un bledo.
El calor de su mirada me sigue hasta que llego a la escalera; después simplemente me quedo abotargada.
Digo para mis adentros que no echo de menos ese ardor.
La escalera, empinada y oscura, conduce a un callejón a espaldas del teatro. Antes incluso de que la puerta se cierre ya llevo el cigarrillo
prendido en los labios. Al apoyarme contra los fríos ladrillos, inhalo y alzo la vista a la fina franja de cielo visible entre los edificios. La nicotina no consigue calmar mis nervios. Casi seguro que hoy solo lo harían los sedantes de uso hospitalario.
Termino el cigarrillo y vuelvo hacia la entrada de artistas pero, antes de empuñar el tirador, se abre y me topo con el causante de toda mi rabia. Sus vaqueros oscuros se le ajustan de una manera en la que no debería haberme fijado ni mucho menos.
Sus ojos son tal cual los recordaba. Dorados, cautivadores. Pestañas gruesas y oscuras. De una intensidad que abrasa.
El resto, sin embargo…
Ay, lo había olvidado. Me había obligado a olvidarlo.
Incluso ahora, es el hombre más guapo que he visto en mi vida. No, no exactamente. «Guapo» no le hace justicia. Los actores de telenovelas son guapos, pero en un sentido totalmente previsible, insulso. Cullen es… fascinante. Como una pantera exótica, rara; belleza y carisma a partes iguales. Enigmático sin siquiera pretenderlo.
Odio su buen aspecto.
Cejas marcadas y fruncidas. Mandíbula angulosa. Labios lo bastante carnosos como para resultar bonitos, pero que vistos en el conjunto de sus rasgos parecen de lo más masculinos.
Lleva su pelo más corto que la última vez que le vi, lo cual le da un aire más maduro. Y más alto, si es que eso es posible.
Siempre ha sido mucho más alto que yo. Metro ochenta y ocho comparado con mi metro sesenta y dos. Y, en vista de la anchura de sus hombros, lleva haciendo ejercicio desde la universidad; no demasiado, pero sí lo suficiente para que yo note una definición muscular evidente bajo su camiseta oscura.
Me arden las mejillas y me dan ganas de abofetearme a mí misma por la reacción.
Encima aparece con un aspecto más atractivo que nunca. Qué asco. —Hola —dice, como si no me hubiera pasado los tres últimos años
soñando con darle un puñetazo en su preciosa cara de cabrón. —Hola, Edward.
Me mira fijamente y, como de costumbre, siento su vibración en la médula de mis huesos.
—Tienes buen aspecto, Bella.
—Tú también.
—Llevas el pelo más corto. —Tú también.
Da un paso hacia mí y odio el modo en el que me mira. Evaluándome y dando su aprobación. Ávido. Eso me atrae hacia él, como si fuera una tira matamoscas y todo mi ser zumbase para intentar liberarse.
—Ha pasado mucho tiempo.
—¿En serio? No me había dado cuenta. —Trato de aparentar absoluta indiferencia. No quiero que sepa el efecto que ejerce sobre mí. No se merece esta reacción. Y, por encima de todo, yo tampoco.
—¿Qué tal? —pregunta.
—Muy bien. —Respuesta automática. No significa nada; simplemente que me ha ido muy bien.
Sigue con la mirada clavada en mí y me encantaría estar en otro sitio porque en este instante me recuerda los viejos tiempos, y duele.
—¿Y tú? —pregunto con impecables modales—. ¿Qué tal?
—Yo… bien.
Hay algo en su tono. Algo soterrado. Ha dejado entrever lo justo para despertar mi curiosidad, pero no quiero hurgar más porque sé lo que pretende.
—Vaya, genial, Edward —digo en el tono justo de desenfado para cabrearle—. Me alegro.
Mira al suelo y se atusa el pelo. Su postura se tensa para adquirir la habitual forma del zopenco que conozco tan bien.
—Fíjate —dice—. Tres años y eso es lo único que tienes que decirme. Cómo no.
Se me retuerce el estómago.
No, imbécil, eso no es todo lo que tengo que decirte, pero ¿qué más da? Ya está todo dicho y no me hace gracia darle vueltas al tema.
—Pues sí —contesto alegremente, y le aparto a un lado para pasar. Abro la puerta con brusquedad y bajo al trote la escalera ignorando el hormigueo del punto de mi piel donde nos hemos tocado.
Oigo un «¡Joder!» apagado y acto seguido sus pasos a la carrera. Intento sacarle ventaja, pero me agarra del brazo antes de llegar al pie de la escalera.
—Bella, espera.
Me hace volverme para mirarle e imagino que va a pegarse a mí. A
hacer que su piel y su olor sean mi perdición como tantas otras veces. Pero no lo hace.
Se queda ahí plantado y todo el aire de la estrecha y oscura escalera se vuelve tan denso como el algodón. Siento claustrofobia, pero no pienso ponerme en evidencia.
Nada de flaquezas. Él me enseñó eso.
—Oye, Bella —dice, y yo odio haberme perdido oírle pronunciar mi nombre todo este puñetero tiempo—. ¿Qué te parece si dejamos a un lado todos nuestros malos rollos y empezamos de nuevo? Por mí, encantado. Pensaba que tú también podrías.
Su expresión es de pura sinceridad, pero ya me la conozco. Cada vez que he confiado en él ha acabado rompiéndome el corazón.
—¿Que quieres empezar de nuevo? Ah, claro. No hay problema. ¿Cómo no se me había ocurrido?
—No tiene por qué ser así.
Insinúa que no estoy siendo razonable. Si no estuviera tan enfadada me echaría a reír.
—Entonces, ¿cómo debería ser, eh? —pregunto con acritud—. Por favor, dime. Al fin y al cabo, tú siempre eres quien toma decisiones sobre nuestra relación. ¿Qué papel quieres que hagamos esta vez? ¿El de amigos? ¿Amigos con derecho a roce? ¿Enemigos? Ah, espera, ya sé. ¿Por qué no interpretas tú al pedazo de mierda que me rompió el corazón y yo a la mujer que no quiere tener nada que ver con él fuera de la sala de ensayos? ¿Qué te parece?
Aprieta la mandíbula. Está enfadado. Bien.
Puedo lidiar con el enfado.
Se frota los ojos y resopla. Supongo que va a ponerse a vociferar, pero no lo hace. En vez de eso, dice en voz baja:
—Nada de lo que dije en mis correos significó algo para ti, ¿verdad? Pensaba que al menos podríamos ser capaces de hablar de lo ocurrido. ¿Llegaste siquiera a leerlos?
—Por supuesto que los leí —contesto—. Simplemente no me lo creí. A ver, me lo he tragado tantas veces que me he hartado. ¿Cómo es el dicho? Una vez engañan al prudente y dos al inocente.
—Esta vez no voy a engañarte. Ni a mí mismo. En su momento hice lo
que tenía que hacer, por los dos.
—¿Estás de coña? ¿De verdad pretendes que te agradezca lo que hiciste? —No —contesta con frustración patente en su voz—. Por supuesto que
no. Solo quiero…
—¿Quieres otra oportunidad para machacarme? ¿Me tomas por tonta o qué?
Niega con la cabeza.
—Quiero que las cosas sean diferentes. Si quieres que pida perdón, lo haré hasta perder la puta voz. Lo único que quiero es que las cosas marchen bien entre nosotros. Háblame. Ayúdame a arreglar esto.
—No puedes. —Bella…
—¡No, Edward! Esta vez no. Se acabó.
Se inclina. Está cerca. Demasiado cerca. Huele como entonces, y no puedo pensar. Quiero apartarle de un empujón para poder despejar mi cabeza. O golpearle con los puños hasta que entienda que llevo años sin ser plenamente feliz por su culpa. Quiero hacer muchas cosas, pero me limito a quedarme inmóvil con toda mi rabia por la impotencia que todavía me hace sentir.
Su respiración es tan irregular como la mía. Su cuerpo está igual de tenso. Con todo lo que hemos pasado, nuestra atracción sigue torturándonos. Igual que en los viejos tiempos.
Gracias a Dios la puerta al pie de la escalera se abre. Al bajar la vista veo a Seth observándonos con desconcierto.
—¿Señor Cullen? ¿Señorita Swan? ¿Todo bien? Cullen se aparta de mí y se pasa los dedos por el pelo. Doy un leve suspiro entrecortado.
—Todo bien, Seth. Estupendamente.
—Vale —dice alegremente—. Era solo para avisarles de que estamos a punto de comenzar.
Desaparece y Edward y yo nos volvemos a quedar a solas. Bueno, con el lastre de mierda que llevamos a cuestas.
—Estamos aquí por trabajo —digo en tono cortante—. Hagámoslo y punto.
Frunce el ceño y aprieta la mandíbula; por un segundo pienso que no va a dejarlo pasar, pero dice:
—Si eso es lo que realmente quieres…
Reprimo una leve sensación de decepción. —Sí.
Asiente y, sin mediar palabra, baja las escaleras y cruza la puerta.
Me tomo un momento para recomponerme. Tengo la cara caliente, el corazón me late con fuerza y casi me hace gracia pensar que ya me ha liado y ni siquiera hemos empezado los ensayos.
Las próximas cuatro semanas me van a consumir más que un agujero negro.
Me pongo derecha y me dirijo a la sala de ensayos.
Para cuando empuño mi guion y un botellín de agua solo queda una silla libre junto a la mesa de producción y, naturalmente, está al lado de Cullen. La arrastro lo más lejos posible y me hundo en el incómodo plástico.
—¿Todo bien? —Marco enarca las cejas.
—Sí. Genial —digo risueña, y es como remontarme al primer año en la escuela de arte dramático, diciendo lo que otros quieren oír para que estén contentos aunque yo no lo esté.
Interpretando mi papel.
—Entonces comencemos por el principio, ¿vale? —sugiere Marco. Se oye un revoltijo de papeles cuando todo el mundo abre su guion.
Qué gran idea. Todas las buenas historias necesitan empezar en algún punto.
¿Por qué esta iba a ser distinta?
