Zapatillas de Ballet.
Se maldice a sí misma, por permitir que su desbocado corazón pensara por sí solo. Pero, sobretodo, maldice aquellas viejas y desgastadas zapatillas de ballet, las culpables de que su vida estuviera de cabeza. ¡Aquellas malditas, viejas y desgastadas zapatillas de ballet!
Las luces se encienden.
Ella camina al centro del escenario y deja caer su bolso como si no importara. No deben ser menos de las once de la noche, pero eso a ella poco le importa. Arregla su falda y alisa su camisa, ajusta su coleta.
Está lista.
La punta de sus delicados pies se alza con una infinita delicadeza que, de haber público, llamaría la atención de todas las miradas. Sus brazos se extienden a la altura de sus hombros y la música, como si supiera cuando debe comenzar, aligera el ambiente con la suave melodía que encanta al oído.
Y entonces, comienza todo.
Sus brazos se mueven con delicadeza al mismo ritmo de sus piernas que siguen con lentitud y calma a la música que deleita a la bailarina. Su cuerpo se mueve sobre el escenario con libertad. Ese es su mundo, su lugar. Conoce cada rincón y cada pisada es un nuevo amanecer en su universo. Su cabello, atrapado en una larga cola de caballo, intenta en vano soltarse como fuego furioso. Y su dulce mirada esmeralda está concentrada en cada movimiento como si fuera el último, sintiendo la música y el baile en ella. Mi baile, mi música, mi cuerpo; se repite mentalmente aquella mujer que tan elegantemente deslumbra el teatro.
Pero, como siempre, la música acaba y con calma, todo se detiene.
Sus piernas vuelven a caer en el suelo con suavidad luego de un gran salto. Sus brazos se relajan al igual que su cuello, mientras la mujer retira mechones pelirrojos de su rostro que obstaculizan su mirada. La realidad llega a ella como si de un sueño se hubiese tratado. Sus tobillos vuelven a doler, aquella punzada amiga ya conocida para la pelirroja. Sus hombros sienten la presión del día recién acabado y sus ojos, el sueño que anhela. Se deja caer silenciosamente sobre el escenario, cerrando los ojos y respirando profundamente.
Y maldice, en su interior, a aquél hombre que debía odiar. Se maldice a sí misma, por permitir que su desbocado corazón pensara por sí solo. Pero, sobre todo, maldice aquellas viejas y desgastadas zapatillas de ballet, las culpables de que su vida estuviera de cabeza.
¡Aquellas malditas, viejas y desgastadas zapatillas de ballet!
La música de los Beatles recibió la mañana de Lily Evans, una joven pelirroja de veintisiete años que disfrutaba de un buen sueño sin interrupciones hasta que el odiado regalo, —un despertador— de su mejor amiga había osado interrumpirla.
Se levantó con pereza de la cama, desperezándose un poco. Un golpe suave y gentil en la puerta abierta de su habitación la hizo reaccionar del todo y Lily sonrió a su madre que entraba con cautela con aquél sándwich que seguramente no comería.
—Pasa, mamá. Ya estoy despierta—, aunque su tono de voz denotaba todo lo contrario y las ojeras bajo su esmeralda mirada parecía gritar el sueño que tenía. Pero, su madre la conocía y sabía que una vez esos ojitos abiertos, posiblemente no volverían a cerrarse hasta la medianoche siguiente.
— ¿Hoy vas a la academia, Lily? —, como si su madre esperara una respuesta diferente a la usual. Lily se levantó con una sonrisa y besó la mejilla de su madre, pasando al pequeño baño junto a su cuarto.
—Quizás hoy llegue temprano—. Y su madre entendió, con aquél entendimiento solo de una madre, que ese quizás es en realidad un no me esperes despierta. Annie sabía que su hija había heredado su disciplina y sabía que, hiciera lo que hiciera, su pelirroja seguiría llegando tarde todas las noches a casa porque tenía un objetivo y cuando a una Evans se le cruzaba un objetivo al frente, muy pocas son las veces que no lo conseguía. —El papel debe ser mío, mamá. Es decir, el papel de Hermia nació para mí. Pelirroja, de ojos esmeralda…—
—De una curiosa belleza, fuera de modestias—, culminó la mujer más vieja con una tímida sonrisa. Se sabía el discurso de memoria. —Sí, lo sé, Lily. Lo has dicho en incontables ocasiones, pero, hija, ¿No te estarás sobre exigiendo demasiado? Tú eres una gran bailarina—, dijo la mujer mientras observaba como su hija iba de un lado a otro buscando que ponerse.
Lily se detuvo un momento y como todos los días, se acercó a su madre para acunar su rostro en sus manos y besar su frente con cariño.
—Eso lo dices porqué eres mi madre y es tu trabajo decirlo—, expresó antes de soltarla y entrar al baño con el conjunto de ropa en sus finas manos. —Mamá, sabes que quiero el papel con todas mis fuerzas y para conseguirlo, debo trabajar duramente. Con ese papel, me daré a conocer. Podré ser alguien en la vida, mamá—, salió dando una vuelta sobre sí misma, buscando la aprobatoria mirada de su pelirroja madre.
—Hija, ya eres alguien para mí, ¿Eso no basta? —, Lily suspiró. Ojalá eso bastara.
—Debo irme, mamá. Desayunaré fuera, ¡no tengo tiempo de comer! —.
Annie vio a su hija bajar las escaleras corriendo y después de saludar con cariño a Shelby, la adorable mascota de la familia, salió de la casa con todas las prisas de siempre, cargada de bolsas y objetos, apurando la vida sin mirar atrás.
James Potter era un hombre poderoso, pudiente y sin ningún tipo de preocupación en su buena vida.
Era alguien por quién las chicas suspiraban, perdían el sueño y llamaban a gritos cuando lo necesitaban. Era una persona con buenos amigos y una familia que amaba, con demasiadas mujeres y ninguna novia. Cosas de la vida, detalles que no estaba dispuesto a resolver. Con el Imperio Potter en sus manos, el joven podía considerarse el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra. Es decir, ¿Qué hombre no querría eso a los veintinueve años? Sí. Era un hombre con suerte. Era un hombre que estaba bueno. Era un hombre bueno con suerte.
Y era un hombre que no debía preocuparse por levantarse temprano. Es decir, para eso tenía a su siempre fiel y servidora Sra. Berenice, a la que él prefería llamar Bere. Era una señora regordeta de rostro simpaticón y algo bajita de estatura, que siempre tenía una sonrisa en el rostro. Era cómo una segunda madre para el joven de cabellos azabache, ya que gran parte de su crianza la había implementado ella. Y cómo decía, Bere lo levantaba siempre a tiempo.
Sin embargo, ese día en especial, el destino le tenía preparada una jugada diferente.
Bere no logró llegar a tiempo a su habitación, porqué tropezó con el gran pastor alemán de James, Zeus. Desgraciadamente, la regordeta señora no calculó bien la distancia con el perro y el tropiezo le hizo caer de bruces al suelo, así que Bere tardó veinticinco minutos más en despertar al señor Potter, el cual con su típico mal humor matutino se levantó a cascarrabias para arreglarse enojado y posteriormente, salir de la casa en su Mercedes negro sin desayunar.
Cómo si la rutina de James no estuviera ya lo suficientemente alterada, el iPhone lo sacó de sus mal humorados pensamientos para escuchar la voz de su amigo al otro lado de la línea, lo cual le pareció fatídico en aquél momento. Mientras Sirius gritaba en su oído palabras sin sentido sobre alguna otra de sus conquistas, el semáforo que James pasaría en aquél momento, se pasaba a rojo y el hombre, dispuesto a cruzar con rapidez, no pudo más que frenar bruscamente gracias a un destello color fuego frente a él.
Entendió que era una mujer, u hombre, —no había visto bien—, quién se había atravesado en su camino. El individuo sin identificar en cuestión se había devuelto por el rayado y él había estado a punto de atropellarlo. ¡Como si ya no fuera suficientemente tarde!
James, hecho una furia, bajó del carro dando un portazo y tirando el móvil por la ventanilla sin preocuparle demasiado Sirius. Lo que vio James al llegar frente al Mercedes le dejó boquiabierta, y es que, ¡en las calles de Londres se veía cada cosa!
Una pelirroja, algo pálida y un poco flacucha, intentaba sacar un objeto rosa pálido de debajo de su rueda delantera, en vano.
— ¡Mueva el maldito auto! —. La mujer alzó su esmeralda mirada mientras seguía intentando sacar aquél objeto de la rueda. James intuyó que sería el par de la zapatilla de ballet que se encontraba unos pocos metros más allá, junto al resto de las cosas de la pelirroja, en el frío cemento. — ¿Qué, se ha quedado sin voz o es sordo? ¡MUEVA EL AUTO! —, sorprendido por la fuerte determinación de la mujer menuda, James comenzó a reír.
¡No puedo evitarlo! Era tan pequeña… ¿Cómo esa mujer tenía las fuerzas para gritar de aquella manera? ¡¿O los pulmones?! Parecía que en cualquier momento explotarían sus mejillas rojas como un tomate que hacían juego con un cabello reverendamente desastroso.
—Más o menos, ¿de qué te ríes, imbécil? —, el descalificativo y la mirada brillándole de rabia a la pelirroja solo le hicieron reír más fuerte.
—N-no lo… sé. —.
La pelirroja se levantó de un salto y se acercó a él con su dedo índice en su dirección, amenazante y él no pudo más que comenzar a golpearse las rodillas, casi destornillándose de la risa. ¡Parecía un hobbit amenazándolo! ¡A él!
—Escucha bien, chiflado de mierda, mueva su carro o las va a pagar caro—. Él calculó que podía llevarle al menos un par de cabezas, así que aquella amenaza solo le hizo prolongar sus carcajadas.
— ¿Ah sí? ¿Qué piensas hacer, hadita bonita? —. Ella enarcó una de sus pelirrojas cejas, y sin parar a pensarlo ni un solo momento, se echó atrás, se preparó y estampó su puño con todas sus fuerzas en la nariz del arrogante empresario.
James dejó de reír, enseguida.
—O eso—, la pequeña mujer lo observó con sus grandes ojos, dignos de toda una criatura fantástica y exótica, esperando una respuesta.
James retrocedió un par de pasos por la sorpresa que lo llevó a revisarse la nariz sangrante. Lily pudo jurar que vio sus ojos avellanas incendiarse de pura rabia. Aun así, ella no retrocedió sino que se quedó allí, esperando que aquél animal moviera el carro.
—Salvajita y todo ha salido la niña, ¿no? Vale, moveré el carro, maldita loca—.
Para entonces, el tráfico que habían formado entre ambos, se quejaba por querer seguir con su camino. James se montó nuevamente en el carro y en lugar de echar hacía atrás, arrancó con gran velocidad, sobresaltando a Lily que se quitó de en medio con apuro.
— ¡MALDITO ENERGUMENO! —, gritó, alzando su puño mientras juraba alcanzarlo.
Ella hubiera sido capaz de perseguir el carro, solo para matar a aquél imbécil, pero no lo hizo. Ya llegaba tarde a la academia y no podía permitirse un regaño por parte de la señora McGonagall. Sin embargo, cuando se disponía a recoger sus cosas, se dio cuenta.
El energúmeno se había llevado su zapatilla de ballet.
—… Y uno, dos, tres. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres… ¡Llega tarde, Evans! —.
Lo intentó.
Lily intentó por todos sus medios correr a velocidad anormal. Incluso, su respiración todavía era irregular y los latidos de su corazón acelerados. También intentó entrar sin que ella lo notara, pero no podía hacer nada.
La señora McGonagall lo veía, lo sabía y lo conocía todo.
—Lo siento, señora McGonagall. No se repetirá—, prometió la pelirroja, atropellando sus palabras por el nerviosismo.
—Por supuesto que no, Evans. Anda y ve a cambiarte. Aquí en diez minutos—, a Lily le pareció ver una diminuta sonrisa al escuchar las palabras de su profesora y asintiendo, aliviada, salió con prisa del escenario hacía detrás de bambalinas. Entró rápidamente al lugar de cambio y un largo suspiro se le escapó al mismo tiempo que se vestía, maldiciendo el haber perdido sus zapatillas.
Le pidió el par de zapatillas a una muchacha que iba de salida, que no puso mucha queja en prestarlas y salió al escenario.
Entonces, comenzó su función.
Caminó hasta el centro del escenario y cerró los ojos, lentamente. Su mundo cambió. Olvidó el mal humor de la mañana, por culpa de aquél energúmeno que casi la pisó. Se sintió libre, cuando aquella melodía tan conocida comenzó a sonar.
Sus piernas se movieron, como si estuviesen impulsadas automáticamente aun cuando cada movimiento parecía nuevo y renovado. Sintió sus manos guiar a sus pies, envueltos en unas zapatillas de ballet que no eran las suyas y le apretaban hasta hacerse ligeramente doloroso.
Se movió. Bailó. Soñó. Y fue libre.
Porque con el ballet se sentía única en el mundo. Saltó. Corrió. Y volvió a bailar. Porque el ballet era su vida. Imaginó que estaba en el campo al cuál iba a jugar con su padre de niña. Lo escuchó llamarla, pero ella hizo caso omiso porque estaba danzando y el ballet era más importante. El sol se encontraba en lo alto, brindándole el brillo que necesitaba. Su cabello parecía estar en llamas gracias a los reflejos del sol. Ella se sentía bien… Se sentía feliz.
Pero, entonces el grito de su padre se hizo más grave y Lily pudo percibir la ligera preocupación en su voz. Lo comprendió tarde, cuando entre vueltas y vueltas, no pudo evitar el camino a caerse entre las profundidades del lago.
Cuando abrió los ojos de nuevo, después del sentimiento de angustia recorrerle la garganta y cortarle la respiración, se dio cuenta que había caído en el centro del escenario, con todas las miradas fijas en ella.
Sintió la vergüenza llegar una vez más a sus mejillas, pero no le quedó de otra que levantarse con ayuda de un par de amigas demasiado buenas y formarse en la fila de bailarinas que gráciles esperaban algún discurso por parte de McGonagall.
—Evans, no sé qué ha pasado—, Lily decidió ignorar la mirada de su profesora y del resto de sus compañeras, mientras pensaba en el hombre de sus pensamientos. Ese que la había dejado hacía tanto y que aun, a pesar de todo, seguía creyéndolo vivo.
—No se repetirá, profesora—, sonrió la pelirroja, con sus mejillas llenas de pecas tan rojas como su cabello. La profesora se limitó a encoger los hombros para comenzar a pasearse por el escenario.
—Saben que las audiciones para Sueños de una Noche de Verano serán dentro de dos días—. La noticia, ya conocida y demasiado comentada, fue recibida con un montón de cuchicheos que la profesora calló con una dura mirada. —Esta obra, nuestra obra de verano, no sería posible sin el hombre que hoy nos acompaña. Chicas, quisiera presentarles al joven que hace que esta obra se lleve a cabo, patrocinando nuestra academia—.
Lily observó a un hombre entrar por lo más alto del teatro, fundido en la oscuridad que las luces no permitían iluminar y cuando se preparaba para descubrir quién era el promotor, su teléfono comenzó a sonar con la vieja melodía ruidosamente.
Era su madre y después de las miradas que recibió, no le quedó de otra que atender, tras otra de las bailarinas, que intentó por todos los medios que no la vieran.
— ¡Mamá, no es el momento! —, intentó susurrar, en vano, antes de ver como la vieja profesora se acercaba con las arrugas del ceño demasiado marcadas para ser bueno. Con un suspiró de resignación, la pelirroja trancó a su madre en pleno monólogo y entregó el móvil.
—Después hablaremos, Evans—, concluyó la mujer, sin siquiera alzar la voz, haciendo que Evans tragar en seco. — ¡Chicas! El joven empresario.
Lily bufó y desvió la mirada al hombre que ahora recibía todas las luces del escenario, haciendo visible su rostro.
Sintió su rostro palidecerse al reconocer aquella sonrisa jocosa y ese porte de gente importante. No había sido un día bueno. No, ni siquiera se acercaba a la mitad de un día bueno. Todo por culpa de un energúmeno.
Y ahí estaba, con su sonrisa perfecta y porte rompecorazones. Evans se sintió terriblemente perdida.
—Les presento al excelente joven, James Potter—, culminó McGonagall, como si lo supiera todo y quisiera burlarse de ella. Lily lo vio una vez más y notó cuando la encontró entre las bailarinas, con gran sorpresa. Vio su sonrisa crecer, mucho más perfecta.
Mucho más burlona.
