DISCLAIMER: Los personajes de Candy Candy no me pertenecen, sino a la novelista Kyoko Mizuki y/o Toe imaginantion e Higarashi.
La historia a continuación está basada en los personajes de Candy y es una adaptación de la novela " Todo por el jefe". Autora: Amy J. Cousin.
Capítulo Uno
-Hablo completamente en serio. Me necesita y va a contratarme. Es inevitable.
Candy cruzó los dedos de una mano y alargó la otra para estrechar la del hombre que había tras la barra.
El, de ojazos azules y expresión reservada miraba como si tuviera dos cabezas supuso que se llamaba Andley, ya que el restaurante se llamaba así. Según el cartel que la puerta, aquella noche era la inauguración... y estaba segura de que, en todo Chicago no había una mujer más desesperada por encontrar trabajo que ella.
Un poco nerviosa, se tocó el pelo recién teñido, considerando la idea de marcharse dignamente antes de hacer el ridículo
Entonces recordó la razón por la que había n el restaurante: necesitaba cambio para el autobús porque sólo tenía un billete de veinte dólares en el bolsillo. Sólo ese billete. Y un puesto de trabajo suena bien cuando una veinte dólares.
Después de permanecer dos semanas escondida, no tenía otra opción. Candy creyó oír entonces la voz de su abuela:
«Tú eres una White, no lo olvides. Y eres tenaz como todos los White».
No habría tenido la cara de hablarle así si no fuera porque cuando entró en el restaurante contempló, atónita, cómo los empleados, una familia mexicana, se despedían en masa porque a su primo le había tocado la lotería en Acapulco.
Un terrible problema para el propietario de un restaurante el día de la inauguración.
Pero Albert, un hombre guapísimo, seguía sin estrechar su mano y ella no pensaba apartarla. Y tampoco pensaba irse de allí sin conseguir el trabajo.
Aún no eran las diez de la mañana y el día ya empezaba mal. Andley se alegraba por la familia García, pero no tener empleados el día de la inauguración era una tragedia.
Haría llamadas, buscaría gente, lo solucionaría, pensó. Pero no tenía tiempo para tratar con la cría que estaba al otro lado de la barra.
Prácticamente tenía la palabra «desesperada» escrita en la frente. Y las sombras bajo sus ojos verdes le daban un aire de fragilidad que le encogía el corazón. Con aquel pelo castaño tan bonito, ondulado, cayendo sobre sus hombros, era una chica preciosa. Pero estaba más nerviosa que un ex convicto el día que sale de la cárcel.
Le daba pena, pero no tenía tiempo para ella. Llevaba diez años esperando aquel momento y si quería que todo saliera bien no podía ponerse a cuidar niños.
-Lo siento, guapa. Hay que tener más de veintiún años para servir copas en Chicago.
Ella soltó una carcajada. Una carcajada alegre, llena de vida.
-Gracias, guapo. Pero si lo que intentas es alegrarme el día, prefiero el trabajo a los piropos.
-¿Piropos?
-Albert... te llamas Albert, ¿verdad?
-Sí.
-Bueno, Albert, debes saber que me queda poco para cumplir los treinta. Si lo que quieres es tomarme el pelo, no te molestes.
Fue como si hubiera pulsado un interruptor. Andley no sabía cómo, pero de repente la adolescente nerviosa se había convertido en una chica lista, rápida y divertida; justo el tipo de camarera que necesitaba.
Cuando entró en el restaurante y le dijo, muy segura de sí misma, que iba a contratarla porque la necesitaba, lo hizo para darse aires, con una confianza inventada. Pero ahora la confianza era auténtica, el humor genuino.
La expresión de aquel ángel castaño decía: «Ya he pasado por esto y no te puedes imaginar lo que vas a perderte si me dejas escapar».
Pero una confianza que aparecía tan rápido podría desaparecer de la misma forma...
-Estaba intentando decirte que no de una forma amable. No tengo trabajo para ti.
-¿Que no? Bueno, si vas a ponerte así de cabezota... -replicó ella, tomando un taburete-. Esperaré aquí hasta que decidas contratarme.
Luego se sentó sobre él a horcajadas, con un movimiento que le aceleró el corazón. Porque, de repente, la había imaginado haciendo lo mismo pero desnuda, encima de él.
«Tranquilo, Albert», se dijo a sí mismo. La chica está buscando un trabajo, no un amante.
-Quiero dos dólares por encima del salario mínimo.
-¿Qué? Los camareros ganan dos dólares por debajo del salario mínimo porque se llevan las propinas.
-¿No me digas? A mí me parece que, con el problemón que tienes aquí, no puedes discutir. Y como soy la única que se ofrece para trabajar...
-Pero no cobrando por encima del salario mínimo.
De repente, Andley se dio cuenta de que estaba negociando.
Era lista. Muy lista.
-Mira, si lo piensas bien, soy una ganga. Además de ser camarera seguramente también tendré que fregar platos. Por lo menos, al principio. Tendrás dos empleados por el precio de uno.
-Dos empleados que cobrarían por encima del salario mínimo.
-Pero es que me necesitas -sonrió ella, apartándose el pelo de la cara-. Tú lo sabes y yo también.
El problema era que tenía razón: la necesitaba. Pero sólo en el restaurante. Acostarse con una camarera era la mejor forma de perder a una empleada. Y Andley ya sabía lo pronto que una mujer se cansa de un hombre que dedica más tiempo a su trabajo que a ella. No pensaba pasar por eso otra vez.
-¿Por qué no te resignas? -insistió la joven.
-Muy bien. ¿Dónde has trabajado antes?
Ella vaciló un momento.
-En un restaurante -contestó por fin.
-Ya me imagino. ¿Qué tipo de restaurante?
-De los que están abiertos veinticuatro horas. Pero podías hacerte las uñas y el crucigrama del New York Times entre las doce y las ocho.
Andley notó algo raro en la respuesta, algo indefinible que le hizo seguir preguntando:
-¿Cómo se llamaba? De nuevo, ella vaciló.
-Cheers.
Candy vio la expresión incrédula de Andley y se enfadó consigo misma. No debería haber pedido trabajo sin antes preparar una historia mínimamente creíble.
Cuando le preguntó dónde había trabajado se le quedó la mente en blanco y dijo lo primero que se le ocurrió: Cheers. Para darse de tortas.
Si no pensaba rápido perdería el trabajo antes de que se lo dieran.
-¿En Cheers? Sí, claro -sonrió Albert, volviéndose para colocar unos vasos-. Casi me habías engañado. Pero ver a unos camareros en la tele no te convierte en camarera, bonita.
Candy levantó los ojos al cielo. ¿Cómo podía haber sido tan boba? Afortunadamente, él estaba de espaldas y así podía pensar mejor. ¿Por qué tenía que ser tan guapo? En «su otra vida» podría haber lidiado con un tipo como él sin pensarlo siquiera, segura de quién era, de su familia, su dinero y su posición en el mundo.
Pero ya no tenía trabajo ni familia que la ayudase. Y no podía decirle que, hasta unas semanas antes, era gerente de la cadena de restaurantes más importantes de Chicago. No sólo eso; era la heredera de esa cadena. Pero tenía que seguir mintiendo, aunque no se le daba nada bien.
«Tranquila», se dijo a sí misma. No tienes dinero, no tienes ayuda, no tienes alternativa. Candy intentaba pensar qué haría su abuela si estuviera en aquella absurda situación...
-Lo de Cheers era una broma, pero he trabajado de camarera. En serio.
-Ya, seguro.
-En un sitio espantoso. El tipo que me contrató me dio un vestidito rosa muy escotado y me dijo: «Inclínate cuando sirvas las copas».
Andley se volvió, intentando contener la risa.
-Muy bien, ya lo entiendo. Ésa es Carla, la camarera borde de Cheers. ¿Tú también les tirabas la copa encima a los clientes que te caían mal?
-Naturalmente -sonrió Candy.
Andley soltó una carcajada.
-¿Cómo te llamas?
-Candy ... -empezó a decir ella. Luego se lo pensó y decidió dar el apellido de su madre-. Candy Britter.
El peligro volvió con las siguientes palabras de su futuro jefe:
-Muy bien, Candy Britter. Considérate contratada. Abrimos a las cinco, así que ven a las tres para firmar el contrato. Trae tus papeles, por cierto.
Ella asintió con la cabeza, pero tenía el corazón acelerado. No podía mostrarle su carné de identidad, ni el permiso de conducir... Aunque Andley no reconociese el apellido como el de una de las familias más importantes de Chicago, la dirección no era precisamente la de una chica que busca trabajo como camarera. A menos que tuviera un rico benefactor, claro.
Andley estrechó su mano. Tenía unas manos grandes, de dedos largos; unas manos que sabían lo que era el trabajo duro. Cuando Candy intentó soltarse, él no la dejó.
Sus ojos oscuros parecieron tragarse toda la luz del local mientras se inclinaba para besar sus dedos.
-Y necesito referencias.
Candy dio la vuelta a la esquina y luego echó a correr. Había recorrido dos manzanas buscando una cabina cuando recordó que llevaba el móvil en el bolso.
No podrían localizar el número... ¿o sí? Entonces decidió que la conversación sería muy corta.
Sacó el móvil y marcó un número que sabía de memoria, rezando para que George estuviera en casa.
Pero no podía dejar de pensar en el brillo de los ojos de Andley mientras doblaba la servilleta donde ella había escrito el número de teléfono...
No sabía si estaba intentando intimidarla para que le dijese la verdad o si estaba intentando seducirla, pero temía que fuera capaz de hacer ambas cosas.
-¿Dígame?
-George. Menos mal que estás en casa.
-¿Dónde iba a estar a. estas horas? ¿Y quién eres?
-Son las once, George. ¿Seguro que Louis puede servir el almuerzo sin ti en el Nice? -bromeó Candy, con el corazón encogido.
-¿Candy? ¿Eres mi pequeña Candy?
-Si, George. ¿Me has echado de menos?
-¿Que si te he echado de menos? Estaba preocupadísimo por ti. ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
Los ojos de Candy se llenaron de lágrimas. Por primera vez en semanas hablaba con alguien a quien le importaba de verdad. Alguien que la quería.
-... absolumente de locos sin ti. Tu madre ha dicho que piensa contratar a un detective. Y tu prometido, ese crétino, intenta, sin éxito, dirigirlo todo. Mira, chérie, dime dónde estás y me voy ahora mismo en un taxi.
Un detective.
Esa palabra hizo que Candy se pusiera en alerta. Estaba en medio de la calle, delante de todo el mundo, hablando por teléfono. Y mientras tanto, su madre, por no hablar de Neal, pensaba contratar a un detective para que la encontrase, para que la devolviera a casa.
-George, escúchame. Para empezar, Neal y yo no estamos prometidos, diga lo que diga mi madre. Nunca le dije que sí. Pero ya hablaremos de eso más tarde; ahora necesito que me hagas un favor. Es muy importante.
-Lo que quieras -respondió su amigo, el chef más importante de la cadena White.
-Esto te va a parecer una locura, pero necesito que me des referencias... para trabajar como camarera en un restaurante.
-¿Qué?
Cinco minutos después, Candy había terminado con las explicaciones. Aunque sólo las suficientes como para conseguir unas buenas referencia, por muy absurdo que le pareciese a George.
-Gracias, de verdad. Con esto me salvas la vida.
-Sigo sin entender por qué quieres trabajar de camarera cuando deberías estar dirigiendo los restaurantes de tu familia, Candice. Pero si así te ayudo y prometes llamarme pronto para explicarme todo este lío... -Lo haré, George. Te lo prometo.
Después de una larga caminata en la que lamentó amargamente no tener cerca a su chófer, Candyl legó a la habitación del Sherradin, el hotelucho donde se alojaba.
Las cucarachas salieron corriendo cuando encendió la luz del pasillo, como todos los días. El sol de septiembre no podía penetrar en la habitación por la suciedad de las ventanas.
-Hogar, dulce hogar -murmuró, irónica, preguntándose cuándo tendría dinero para alquilar un apartamento decente.
¿Y cómo iba a alquilar un apartamento si Candy Britter no tenía ninguna identificación?, se preguntó a sí misma.
-No lo sé, pero tengo que salir de aquí -murmuró para sí misma.
Lo único bueno de la habitación era que tenía una puerta blindada. Por supuesto, no había aire acondicionado. Y Candy nunca había vivido sin aire acondicionado. El sofocante calor era algo a lo que tuvo que acostumbrarse. Como a tantas otras cosas.
Había comprado unas sábanas baratas de rayas azules y platos y vasos de plástico, de modo que eso estaba limpio. Pero el agua que salía del grifo tenía un color amarillento muy preocupante. Y las manchas de humedad en la pared y la moqueta sucia no eran precisamente como para sentirse en un palacio.
Candy tiró de la puerta del armario y masculló una maldición cuando se salió de los goznes... otra vez. Su batalla con esa puerta se había convertido en una rutina diaria.
Suspirando, echó un vistazo a su ropa. La inauguración de un restaurante era siempre un horror, con cientos de personas intentando encontrar mesa o pidiendo copas en la barra, pero ella estaba acostumbrada. Mientras Andley no le pidiera que cocinase, todo iría bien.
Eligió un atuendo bastante chic, pero que podría soportar que alguien le tirase una copa encima: pantalones negros y una blusa blanca hecha de un material que no podía encontrarse en el planeta Tierra pero que, milagrosamente, no se manchaba nunca... hasta una mancha de vino tinto se quitaba con un poco de sifón. Los zapatos que sacó del armario eran unos mocasines negros, modernos y muy cómodos.
El día que escapó de su casa, harta de las broncas con su familia, no se le ocurrió llevar un mandil, claro. Ese día no estaba como para pensar mucho. Sencillamente salió de trabajar, guardó unas cuantas cosas en una bolsa de viaje y desapareció.
Y desde entonces, dos semanas antes, se pasaba el día sentada en bares y cafeterías, intentando encontrar solución a sus problemas.
Pero se estaba quedando sin dinero en efectivo y no podía usar la tarjeta de crédito o sacar dinero del banco porque si lo hacía la localizarían enseguida.
Pensó que sería fácil encontrar un trabajo... entonces le dio la risa. La realidad de la vida era que sin documentación o referencias, nadie confiaba en ella y menos para darle un trabajo o alquilarle un apartamento.
Andley no la dejaría quedarse mucho tiempo como «la señorita misteriosa», estaba segura.
El estrés y la angustia la abrumaron entonces y, por segunda vez en un día, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Necesitaba echarse una siesta, pensó. Sólo una hora y después buscaría la forma de convencer a Andley para que le pagase en efectivo. Mucha gente pagaba a sus empleados con dinero negro, ¿no?
Suspirando, Candy puso el despertador y se tumbó en la cama. Pero mientras se quedaba dormida sólo podía ver los ojos oscuros de Andley mientras besaba su mano...
Soñó con él y en sus sueños seguía besándole el brazo, el hombro, subiendo suavemente hasta su boca... Y cuando se apartaba, en el sueño, había estrellas por todas partes.
A las tres, cuando entró en el restaurante, supo que iba a tener problemas. El bonito sueño era una cosa, pero ver a Andley en persona... se le hacía la boca agua sólo con verlo de espaldas, hablando por teléfono.
«No pasa nada, Candice. Sólo es un hombre», se dijo a sí misma.
Pero había algo en él, en sus ojos, en su postura, que la hacía desear pasar la mano por aquel pelo rubio, alisarlo, acariciarlo.
-Muchas gracias, preciosa. Acabas de devolverme la fe en las mujeres. Nos vemos dentro de una hora.
Lo oyó despedirse de la mujer con la que hablaba por teléfono y tuvo que reprimir el deseo de preguntar quién era... y de sacarle los ojos. Sus hormonas parecían estar un poco enloquecidas.
«Es tu jefe, no tu novio», pensó.
-He llamado al número que me diste -dijo Albert, sin volverse-. Todo bien, pero deberías decirle a ese tipo que se olvide del acento francés. Lo hace fatal.
Candy contuvo una carcajada. George era francés de verdad, pero sería mejor no dar explicaciones.
-Rellena eso -le dijo, señalando unos papeles que había sobre la barra.
Durante cinco minutos estuvo hablando con otra mujer por teléfono, con su voz seductora y prometedora. Mientras tanto, ella anotaba su nombre falso y miraba con horror las líneas donde debía poner el número de su documento de identidad y el de la Seguridad Social.
Cuando Andley colgó el teléfono y, por fin, se volvió, Candy casi escondió la cara en el bolso, buscando inspiración.
-¿No has terminado?
-Pues... no -contestó, ofreciéndole su expresión más inocente-. Es que me he dejado los documentos en casa, lo siento.
Con un poco de suerte, su nuevo jefe pensaría que era una despistada.
-Trae los papeles mañana -suspiró Albert, sacando dos billetes de veinte dólares de la caja-. No me han traído limones, así que ve a comprar todos los que puedas.
Se lo había pedido como si llevara años trabajando para él, pero Candy sabía que la estaba poniendo a prueba. Y era lógico; no la conocía de nada.
-Es que no conozco el vecindario...
-Hay una tienda en la esquina de la calle Linden. Vuelve rápido. Tenemos mucho trabajo que hacer.
Candy salió del restaurante como si acabasen de conmutarle una pena de cadena perpetua. Pero no había escapado de nada porque al día siguiente tendría que llevar su carné de identidad o algún tipo de identificación. Y no podía hacerlo.
Andley no la dejaría seguir en el restaurante sin eso, de modo que tendría que hacerse imprescindible, pensó. Era su única posibilidad.
Aunque sólo estuviera allí esa noche, haría que no pudiese vivir sin ella.
Una chica extraña, pensó Albert, marcando otro número de teléfono. Prácticamente le había suplicado que le diera trabajo, pero apenas lo miraba a los ojos y parecía muy nerviosa con el asunto del papeleo.
Y le gustaba mucho. Por supuesto, la necesitaba aquella noche porque era la inauguración del restaurante, pero había algo más...
Encogiéndose de hombros, Andley marcó un número y esperó.
-Hola, cariño. Por favor, dime que esta noche no tienes nada que hacer. Te necesito.
EL COMIENZO DE UNA NUEVA HISTORIA. ESPERO SEA DE SU AGRADO
UN ABRAZO EN LA DISTANCIA,
LIZVET
