ELLA SU PRISIONERA Y EL SU CAUTIVO

Esta historia ni sus personajes me pertenecen, solo la estoy adaptando con los algunos personajes de la saga de stephenie meyer.


PROLOGO

Kent, Inglaterra. 1840

El fiero caballo berberisco parecía fuera de lugar frente a la casa familiar del duque de Moreland. La augusta mansión de imponentes y elegantes proporciones y construida en piedra de tonos dorados, se alzaba como un modelo de naturaleza civilizada entre verdes campos y setos recortados. En contraste, el huesudo semental bereber de patas fibrosas y larguísimas crines parecía aún más salvaje. Ninguna semejanza tenía con los esbeltos purasangres que llenaban los espléndidos establos ducales. Ese animal había sido criado para forjar su rapidez y resistencia en el duro clima del desierto del Sahara. Sujetado por un receloso lacayo vestido con librea, el corcel castaño resoplaba y piafaba, desafiante, mientras esperaba el regreso de su amo.

El jinete, que finalmente bajó a saltos la amplia escalera ducal, también destacaba en ese entorno, a pesar de que su atuendo, chaqueta entallada y pañuelo negro de seda almidonada denotaba la sangre noble que corría por sus venas. Nada de refinamiento había en su modo de montar al semental de un salto o de hacerlo girar como si fuera hubiera nacido a lomos de un caballo. El joven era el nieto del duque, peri su piel bronceada y su mirada de halcón le conferían un aire duro e implacable que ningún caballero inglés podría soñar con adquirir.

Con los músculos tensos como respuesta a la inquietud innata del jinete, el caballo tiró ansiosamente de las riendas, excitado ante la perspectiva de la libertad.

Pero Antoni Masen mantuvo el dominio sobre el animal mientras recorrían el camino de gravilla bajo las dos hileras de robles centenarios. Por una vez en su vida controló su impaciencia por alejarse de la mansión como última demostración de respeto por su abuelo. La reunión mantenida con él había sido un éxito. Tras diez largos años soportando lo que le había parecido una condena en cautividad en esa extraña tierra, por fin era libre para vivir su vida. A partir de ese momento podría librarse de las ataduras de aquella civilización, igual que del nombre inglés al que le habían obligado a responder.

La libertad tenía un sabor intenso y dulce, como el penetrante olor del otoño en el aire, y vivido, como las hojas de los robles cambiando de color. El semental pareció notar el estado de ánimo del jinete porque, con la nariz bien abierta y las orejas levantadas, empezó a danzar mientras avanzaban bajo la bóveda de imponente ramas.

El caballo, entrenado para la guerra, no se inmutó cuando una bellota pasó silbando por encima de sus cabezas y cayó al suelo. Antoni, que cabalgaba distraído con la idea de abandonar Inglaterra, le susurró unas palabras de aprobación.

Un instante después, un suave silbido y un golpecito sordo tiraban su sombrero de copa de seda al suelo. Mientras hacía girar al caballo levantando grava, Antoni echó mano a la cintura en busca de la daga curva que solía llevar allí desde niño, aunque hacía tiempo que había olvidado la costumbre de llevarla en aquel país tan pacífico.

No se imaginaba que el peligro podía agazaparse detrás de un árbol, ni que tendría cuerpo de mujer. Pero eso fue precisamente lo que encontró al levantar la mirada. Su vestido negro la camuflaba entre las sombras veteadas del árbol. De no ser por las bellotas, Antoni habría pasado de largo. Ella, incluso después de ser descubierta, lanzó una nueva bellota hacia el sombrero y falló.

El semental, ofendido por esa nueva agresión, planto las patas firmemente en el suelo, alzó la cabeza y bufó desafiante. Antoni apoyó una mano en su cuello para tranquilizarlo y apretó los labios, enfadado.

—La primera bellota —dijo suavemente— me pareció un accidente natural. Estaba dispuesto a aceptar la segunda como un hecho fortuito, pero no la tercera. ¿Quieres conocer las consecuencias de una cuarte? —Ella no respondió y Antoni entrecerró los ojos para acostumbrarlos a la falta de luz. Entonces pudo ver que su atacante era una muchacha de no más de trece años, con tirabuzones castaño oscuro cayéndole sobre los hombros. La chiquilla debía de ser de buena familia, puesto que la tela de sus ropajes era de calidad, aunque no iba a la última moda. El dobladillo de su vestido le quedaba poco más de un metro por encima de la cabeza, por lo que pudo ver el encaje de sus pololos.

Mientras Antoni seguía amenazándola con la mirada, la agresora sacudipo la cabeza desafiante, como el semental.

—¡Tus consecuencias me importan un bledo! No me das ningún miedo.

Antoni se quedó tan sorprendido por su respuesta que durante unos instantes no supo cómo reaccionar. Ni estaba acostumbrado a que una mujer se le enfrentara y, menos aún, una niña. Mientras la observaba, Antoni se debatió entre reírse y darle una azotaina, aunque nunca le había levantado la mano a una mujer. Luchando por reprimir una sonrisa, la miró con fiereza.

—Si te atreves a tirarme otra bellota, te daré la paliza que ese comportamiento merece. —La niña replicó levantando la barbilla un poco más.

—Tendías que atraparme primero.

—Oh, te pescaré, no lo dudes. Y te garantizo que si me obligas a ir a buscarte, no te gustará el resultado. —Su tono de voz, aunque suave, tenía un deje amenazador, mortal.—¿Qué prefieres? ¿Subo a desarmarte o entregas las armas sin luchar?

Ella debió de creer que la amenaza iba en serio porque, tras un instante de duda, dejó caer el resto de las bellotas al suelo.

Antoni, satisfecho al saber que no iba a recibir más impactos, pensó que no podía dejarla allí para que asaltara a otros transeúntes desprevenidos.

—Deberías haber pensado en las consecuencias de tus actos —le aconsejó en un tono más amistoso.— Si mi caballo no estuviera tan bien entrenado, podría haberse encabritado y eso hubiera supuesto un problema para él y para mí.

—No apuntaba al caballo, sino al sombrero. Nunca le haría daño a un animal. Además, no se ha encabritado. Te ha costado muy poco dominarlo, aunque tiene un aspecto muy salvaje.

—¿Qué eres? ¿Una experta en caballos? Te aseguro que este ejemplar es mucho más valioso para mí que cualquiera de los animales malcriados de los establos del duque.

—¿Me lo vendes?

La pregunta, hecha en un tono tan esperanzado, lo tomó por sorpresa.

—Puedo pagarlo —insistió ella rápidamente, al verlo dudar. — Mi padre era muy rico.

Varias respuestas se agolparon en la mente de Antoni: que su caballo no estaba en venta y, por otro lado, que un semental no era montura adecuada para una joven dama; Sin embargo, la curiosidad ganó la partida.

—¿Para qué lo quieres?

—Necesitaré un caballo cuando me escape.

Antoni alzó una ceja. Su tono cargado de rebeldía le resultó muy familiar.

—¿Adónde piensas ir?

—A la India, por supuesto.

De nuevo tuvo que esforzarse por no sonreír.

—Mucho me temo que no puedes llegar a la India a caballo.

—¡Ya lo sé! Pero para encontrar un barco que me lleve, primero tengo que acercarme a un puerto. U, como comprenderás, no puedo robar una montura.

—Ah, no. Creo que no entiendo nada.

—¡No soy una ladrona! —exclamó la joven, indignada.— Además, si robara un caballo, se darían cuenta en seguida y vendrían tras de mí. Así que ¿vas a vendérmelo o no?

—Este semental no está en venta —respondió él, sintiéndose orgulloso de sí mismo por haberse aguantado la risa.— Y, en cualquier caso, tus padres se preocuparían mucho por ti si te escaparas.

Antoni creyó que sus palabras la habrían hecho reflexionar pero, para su sorpresa, la niña se balanceó en la rama y de un salto se posó en el muro levantado junto al camino donde se quedó, durante un instante, mirándolo fijamente.

Era una chiquilla muy extraña, con los ojos del color del chocolate oscuro. Unos ojos demasiado grandes para su cara, cargados de enfado, rebeldía… y angustia. Antes de que esa fachada desafiante se desmoronara, Antoni vislumbró el brillo de una lágrima.

—No tengo padres —susurró la pequeña, con la voz rota por el dolor.

Un segundo después, saltaba del muro y se alejaba corriendo por el césped para refugiarse entre un grupo de sauces.

El dolor que podía entreverse en el corazón de esa criatura salvaje era tan grande que Antoni no pudo resistir la tentación de seguirla. Tomando impulso, salto por encima de la pared y se acercó a los árboles. Allí la encontró, tumbada boca abajo sobre la hierba, al lado de un estanque, llorando como su el mundo se hubiera derrumbado. ¿Había sido él el culpable de esas lágrimas? De pronto, se sintió mal.

Antoni desmontó y se sentó a su lado sin hacer nada, sin tocarla; Se limitó a dejar que supiera que estaba cerca, como habría hecho con uno de sus caballos. Ella no protestó, pero los sollozos amainaron y la pequeñas, aun sin ganas, pudo volver a hablar. «¡Lárgate!» fun su primera respuesta áspera, cuando él le preguntó qué le pasaba.

—¿Qué clase de caballero dejaría sola a una dama en apuros?

—¡Yo no estoy en apuros!

—Entonces, ¿por qué estás llenando el estanque de lágrimas?

Ella no respondió. Se limitó a sentarse y a esconder la cara entre sus rodillas.

—De nuevo, no hubo réplica. — Soy muy paciente —advirtió él, apoyándose en los brazos y preparándose para una larga espera.— ¿Por qué no tienes padres?

Ella sorbió por la nariz antes de responder:

—Porque… murieron.

—Lo siento. ¿Hace poco?

La niña movió la cabeza afirmativamente.

—¿Los echas de menos?

Esta vez asintió con más fuerza, aunque siguió sin contestar.

—¿Por qué no me cuentas lo que pasó? —insistió Antoni. — Me gustaría que me lo explicaras. ¿Fue un accidente?

Con tiempo y paciencia, fue arrancándole las respuestas. Sus padres habían muerto de cólera en la India y ella acababa de llegar a Inglaterra y estaba a punto de ser internada en un escuela. Por eso iba vestida de negro. Y por eso lloraba desconsolada.

Antoni permaneció en silencio. La entendía perfectamente. Él también había sentido esa misma angustia, un dolor tan profundo que parecía no tener fondo y que, a ratos, confundía con el odio. Sabía lo que era quedarse huérfano sin previo aviso. Que te arrebataran la infancia de un golpe brutal, de esos que dejan marca para toda la vida.

—¡Yo también debería haber muerto! —se lamentó, con la voz amortiguada por los brazos. — ¿Por qué me salvó Dios? Tendría que haberme llevado a mí.

Su llanto desolado le trajo recuerdos dolorosos. La entendía mejor de lo que ella imaginaba. Sabía lo que suponía sentirse culpable por haber sobrevivido a la muerte de tus seres queridos. Antoni había visto caer a su padre, víctima de una bayoneta francesa, y su madre, maltratada y asesinada por soldados que actuaban como chacales hambrientos.

—¡Odio Inglaterra! —exclamó la joven con vehemencia.— Me asquea todo este país. Hace tanto frío…

Una tierra fría, húmeda y extraña, pensó, Inglaterra no se parecía en nada a los vastos desiertos y las montañas escarpadas del norte de África, de donde lo habían arrancado para llevarlo a vivir con la familia de su madre, diez años atrás. También recordaba la sensación de frío constante que le había resultado insoportable al principio. Al ver templar a la niña, sintió la necesidad de consolarla. En el bolsillo encontró un pañuelo marcado con sus iniciales y se lo dio.

—Te acostumbrarás al frío —Le aseguró, con la voz calma. — ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Dos días?

Ella ignoró la pregunta y el pañuelo y volvió a sorber por la nariz.

—Prefiero el calor. —Levantó la cabeza y lo miró con esos ojos enormes, chocolates y brillantes. — Me escaparé. No m encerrarán.

Al verla tan decidida, volvió a sentirse impresionado. Aunque tenía aspecto de niña testaruda y resuelta, era una mujercita a punto de florecer y la fuerza de su rebeldía la convertía en una persona intrigante. Sus rasgos más bien comunes, parecían no casar bien entre ellos y eso la hacía más atractiva aún, Las ceja, rectas y espesas, y su barbilla afilada le conferían un aire exótico que no conjugaba con sus ojos sensuales y llenos de dolor. Era un capullo empezando a abrirse que en unos años podía llegar a ser fascinante. Sin duda esa joven llevaría de cabeza a cualquiera que intentase dominarla.

Sintió una extraña camaradería hacia esta jovencita inglesa que quería regresar a la tierra que la había visto crecer. Entendía su necesidad de enfrentarse a la autoridad, de sublevarse contra todos, incluidos los que se estaban preocupando por su futuro.

Él había pasado por esa vivencia y conocía esa sensación perfectamente. Echándose de nuevo hacia atrás para apoyarse en los brazos, Antoni recordó el niño salvaje que había sido antaño. Dos veces se había escapado, antes de aceptar el trato que le proponía su abuelo: quedarse en Inglaterra hasta acabar su educación. El duque se haría cargo de su pasaje si, cuando alcanzara la mayoría de edad, seguía queriendo regresar a Berbería.

¿Había merecido la pena? La desesperación de su abuelo había ido en aumento ante la imposibilidad, confirmada año tras año, de convertir a aquel pequeño salvaje árabe en un civilizado caballero inglés. Al fin y al cabo, sólo la mitad de su sangre era anglosajona.

La transformación, aunque había dado sus frutos, había sido muy dolorosa y le había obligado a vivir diez años de frustración sin poder regresar a su patria. Antoni Masen era hijo de una noble inglesa capturada por un guerrero bereber después de que los piratas hundieran su barco en las costas de Barbería. Sus padres contrajeron matrimonio, pero el jeque nunca abandonó su fe. Aunque su noble abuelo había hecho todo lo que estaba en su mano por negar la sangre guerrera de su nieto, para algunos seguía siendo un peligroso salvaje y para otros, un infiel.

El joven había perfeccionado el arte de fingir ser un excelente aristócrata: sabía adoptar una correcta expresión de hastío, cinismo, hipocresía o seducción… en función del momento. Las damas de la alta sociedad que rodeaban a su abuelo no sólo lo aceptaban, sino que lo buscaban, fascinadas. A pesar de que se declaraban públicamente escandalizadas por sus dudosos orígenes, eran las primeras en invitarlo a compartir sus camas, ansiosas por descubrir si era, en realidad, el peligroso salvaje que habían imaginado.

La educación de Antoni llegaba a su fin, mientras que la de la jovencita sentada a su lado estaba a punto de empezar. Iba a tener que soportar la soledad del colegio, igual que había hecho él.

Contempló su cara, húmeda por las lágrimas y rota por el dolor. El labio inferior tembloroso dejaba al descubierto una vulnerabilidad que le desgarraba el corazón. Antoni sintió la necesidad de consolarla.

—¿No tienes a nadie aquí? —preguntó con delicadeza. — ¿Ningún pariente de tus padres?

Su cara se ensombreció aún más antes de responder:

—Tengo dos tíos —contestó, apretando el pañuelo y apartando su mirada. — Tres, si cuentas al que vive en Francia. Pero ninguno de ellos quiere que me instale en su casa. Sería una carga. Su estómago se contrajo al oír la palabra «Francia», pero se forzó a responder como si nada hubiera pasado.

—En ese caso, te sugiero que los convenzas de lo contrario. Tal vez puedas demostrarles que te necesitan, es más, podrías persuadirlos de que eres imprescindible en sus vidas.

La niña se volvió para mirarlo con una expresión tan pensativa que tuvo que volver a disimular una sonrisa.

—Sécate la cara —le dijo.— Tienes las mejillas mojadas.

Ella le hizo caso sin darse cuenta. Cuando acabó de enjuagarse las lágrimas, le alargó el pañuelo.

—Toma, gracias.

El pañuelo llevaba las iniciales de su nombre inglés.

—Puedes quedártelo —replicó Antoni. — Donde voy, no lo necesitaré.

Ella lo miró con curiosidad.

—¿Adónde vas?

—Lejos. A otro país. —Su cara se iluminó, esperanzada, al mismo tiempo que se ponía de rodillas de un brinco.

—Llévame contigo, por favor. No te causaré ninguna molestia. Puedo ser un modelo de conducta si me lo propongo. ¡Te lo prometo!

Era obvio que ni se le había pasado por la cabeza lo inadecuado de pedirle a un extraño que se la llevara al extranjero. Antoni dudó un segundo. Algo en esa súplica, en aquellos ojos chocolates, le hacía desear que esa locura fuera posible. Levantó la mano hasta su mejilla, despacio, y le secó una lágrima que se había quedado rezagada con el pulgar.

—Me temo que es imposible —susurró finalmente.

En ese momento, el caballo que había estado pastando ajeno al drama levantó la cabeza y empezó a olfatear el aire. Antoni se volvió y vio que un hombre menudo, de piel oscura, aparecía por detrás de los sauces. Llevaba una túnica de algodón blanco, típica de la India, pantalones amplios y un sencillo turbante en la cabeza.

Al verlo, la niña volvió a sentarse, alisándose las faldas y secándose los ojos con el pañuelo.

El hombre se acercó a paso ligero e hizo una reverencia tan profunda que casi tocó sus rodillas con la frente.

—Me ha asustado mucho, señorita-sahib. No debería alejarse tanto en un sitio desconocido. El sahib Erwin dirá que yo no cuido bien de usted, me pegará y me echará. ¡Que Alá me proteja!

Antoni esperaba que la niña se enfadara y le respondiera mal, pero su reacción no fue de rebeldía, sino de exasperación afectuosa.

—El tío Oliver no te pegará, Chand. Nunca te culpa cuando me porto mal.

—Ha estado escondiéndose de mí otra vez —se quejó el indio, elevando los ojos al cielo. — ¿Qué he hecho para merecer tanta ingratitud?

La niña parecía sinceramente arrepentida.

—Lo siento, Chand, pero no deberías preocuparte tanto por mí. No me ha pasado nada. Este caballero —añadió, mirando a Antoni con timidez— ha sido muy amable y me ha prestado su pañuelo.

El criado lo examinó de arriba abajo y debió de gustarle lo que vio porque le hizo otra reverencia antes de seguir hablando.

—El Sahib Erwin reclama su presencia, señorita. Puedo decirle que irá, ¿sí?

Ella suspiro.

—Sí, Chand, dile a mi tío que iré enseguida.

El criado no pareció muy satisfecho con la respuesta, pero se retiró refunfuñando tras efectuar una última reverencia. Antoni volvió a quedarse a solas con la niña.

—Mi tío Oliver —le contó— está visitando al duque y me ha traído con él porque se siente responsable, aunque sé que para él será un alivio el momento en que pueda librarse de mí.

Antoni le dedicó una sonrisa amable.

—Será mejor que empieces a hacerle cambiar de opinión.

Ella le devolvió la mueca con una débil, casi tímida, sonrisa.

—Gracias por no contarle a Chand… lo de las bellotas. Se habría sentido muy avergonzado. —Dudó un instante, retorciendo el pañuelo entre sus manos. — En la India, cuando era pequeña, me apartó del camino de un elefante loco y me salvó de morir aplastada. Le debo la vida. Por eso papá lo contrató para que me vigilara y me cuidase.

—¿Y lo consigue?

Ella abrió mucho los ojos antes de darse cuenta de que le estaba tomando el pelo. Esta vez, su sonrisa fue más sincera.

Supongo que no es tarea fácil.

Antoni estaba seguro de ello.

—Prométeme que no seguirás tirando bellotas a la gente. Eres realmente peligrosa.

—Bueno, vale, te lo prometo.

Antoni se levantó, sacudiéndose los pantalones. Cuando baja la vista hacia ella, notó con alegría que había dejado de llorar y que su expresión era mucho más alegre.

Sin decir nada más, monto en su caballo. Mientras se alejaba, miró por encima del hombro. La niña seguía sentada en el mismo sitio, rodeándose las rodillas con los brazos mientras contemplaba el estanque. La imaginó pensando en su futuro.

Satisfecho, Antoni volvió a centrarse en el suyo. Tenía una amarga cuenta que saldar. Ese día había cumplido veintiún años y estaba celebrando su libertad. Ese día había recibido la bendición del duque —a regañadientes— para volver a su tierra, aquella que los franceses habían bautizado con el nombre de «Argelia».

¡Libertas para él y para el pueblo de su padre! Regresaba con dos objetivos en el corazón: expulsar a los franceses de su patria y vengarse del hombre que tan brutalmente había arrebatado la vida a sus progenitores.

¡Libertas! Qué dulce iba a ser pisar de nuevo el suelo de Berbería, galopar por sus calurosas llanuras, saciar la sed en un pozo, encontrar refugio en las escarpadas montañas. Qué poco iba a echar de menos ese frío y húmedo, con su moral hipócrita y su retorcido sentido de la civilización. Al pasar junto al lugar donde el sombrero de seda había caído al suelo, no se molestó en recuperarlo. No lo necesitaría más. Ni tampoco su elegante atuendo ni nada remotamente inglés. Ni siquiera el nombre de Antoni Masen. A partir de ese mismo instante, recuperaba el noble nombre bereber que había recibido al nacer. Volvía a ser Edward el-Cullen.