A Rose nunca le había gustado el Quidditch. Ni nunca se había interesado en el extraño comportamiento de su padre con los Malfoy.

Su padre siempre era algo infantil, eso nadie lo negaba. Quizás los Malfoy habían hecho trampa en alguno que otro partido, y los Weasley se habían enfadado.

Quizás qué estupidez de chicos. Por eso nunca pensó que la distancia entre los dos purasangre era mucho más que eso.

Pero, como ha mencionado antes, no le interesa. Ni eso, ni el Quidditch.

Lo que, realmente le interesa, es ver la sonrisa de Scorpius Malfoy, el mejor amigo de su primo Albus, cada domingo en la mañana.

Una sonrisa dulce, adormilada y algo infantil. Juvenil, se podría decir, perfecta para sus 16 años.

Le interesa que le toque el hombro derecho, para luego saludar con un gruñido y tomar un bol de cereal que ella le ha reservado.

Porque ver cómo ignora a Joanne Thomas cuando ella interrumpe un largo y aburrido monólogo de la pelirroja Weasley, la anima mucho.

O quedar para estudiar, los dos solos, bajo un árbol frente al Lago Negro…

Esas cosas hacen a Rose feliz, y le interesan.

Pero lo que realmente la alegra es estar en las gradas, animando a Slytherin.

Todos saben que esa casa tiene mala reputación, pero ella es Ravenclaw, no Gryffindor. Y si alguien pregunta, anima a su primo favorito, ¿Es acaso eso malo?

Aunque no es sólo el hecho de animarlo. Le gusta cuando sacude su cabello rubio, jovial, luego de haber tapado uno de los tiros del equipo contrario.

Cuando ganan un partido, y lo primero que hace es abrazarla.

A ella.

Sólo a ella.

Es un momento sagrado. Algo sólo de ellos dos.

Y por eso todos creen que la pelirroja le gusta el Quidditch con fervor. Pero nunca le ha interesado, ni eso ni la razón de porqué las familias de ambos se llevan tan mal.

No, a Rose le interesan otras cosas.