La verdad
Hildergarde era de origen inglés y había pasado su en una colonia india, sirviendo al Padre del Padre de su pequeña Victoria: un embajador de rostro duro y manías lascivas para con sus criados. Ya no puede hablar mucho: su voz está comenzando a ajarse. Pronto abandonará la suavidad y se convertirá en áspera, directamente o será acallada por la virtuosa pérdida de conciencia que obligó a todos los habitantes mayores que ella, a dejar la casa en su momento.
Acostumbrada a moverse casi flotando sobre el suelo, a fin de hacer rechinar lo menos posible las tablas del ancestral caserón, era más una presencia fantasmal que habitaba un cuerpo de mantis religiosa, avivado por la sangre alzada sobre las mejillas arrugadas, como dos pétalos de rosas marchitas, que una sirvienta más.
Pero a Victoria, la niña enfermiza que esperaba cada una de sus historias con un ansia que no demostraba ni frente a los dulces, parecía no importarle demasiado que resultase tétrica. Era la única a la que podía llamar "madre" implícitamente, porque las ceremonias de té flemáticas que a diario preparaba para sí misma parecían dejar a Lady Maudeline Everglot demasiado exhausta para realizar tareas domésticas de cualquier clase: siquiera caricias o palabras de afecto para su única y poco apreciada hija.
-¡Oh, Hildergarde, cuéntame una historia!-Rogaba con una amplia sonrisa, tomándole las manos, arrugadas prematuramente por las horas sumergidas en jabón para lavar.
Y Hildergarde usaba su voz, más ancestral aún que el viejo tapiz amarillento que cubría las paredes del cuarto de Victoria Everglot, para narrar cuentos de princesas y rescatesadolescencia a caballo de la mano de príncipes encantadores, mientras que alisaba el doblez de sus sabanas, gastadas pero almidonadas concienzudamente.
-Oh, Hildergarde,¿crees que mi padre es el príncipe encantador de mi madre?-Preguntaba la pequeña grulla, con tanta emoción contenida en la voz que de ejercitarse, hubiera rendido grandiosamente. Era pecado mortal darle una respuesta que no fuese sonrisa leve, un asentimiento que buscaba apartar de la memoria al hombre de rostro que asemeja a un sapo, frecuentando un burlesque frente a una calle oscura, en la cual Hildergarde se encontraba con su único amante de los últimos treinta años.
