Título: A las doce en el Campanile
Autora: FanFiker_FanFinal
Pareja: Alemania/Italia
Rating: M
Género: Drama
Universo: AU
Disclaimer: Pues lo típico, nada me corresponde, todo es de Hidekaz Himaruya. Tampoco me pagan, si así fuera no tendría que estar buscando pisos de mala muerte.
Notas de autor: Buenooo, por fin subo algo. Esta historia me costó horrores terminarla, como siempre, se ha quedado en un fic de 10-12 capítulos, lo que normalmente escribo. Espero que os guste, se publica poco Hetalia por aquí…
Resumen: Ludwig acaba de firmar su traslado a Venecia. De ahora en adelante, cuidará de los edificios italianos y sus cimientos. Su llegada a Italia se verá aderezada no solo por un bonito paisaje y una deliciosa cocina, sino también por un extraño y ruidoso chico encargado de guardar el campanario de la torre.
A LAS DOCE EN EL CAMPANILE
FanFiker_FanFinal
1. Ciao, Venezia.
—Firma aquí —El rubio se inclinó sobre la mesa y agarró un bolígrafo en cuyo dorso estaba impresa la palabra "POLYSIUS" y garabateó con firmeza y rapidez. Estrechó un par de manos, prestó atención a medias a las felicitaciones porque se sentía incómodo con los elogios y bajó a la cafetería, sintiéndose abrumado y excitado, por alguna razón desconocida.
La cafetería estaba casi vacía a esas horas, aunque no tardaría en llenarse para el almuerzo. Ludwig suspiró, tomando un sorbo de su café. Su mente alemana, lógica y organizada, estaba preparada para una decisión así: no lo asustaban ni el vivir en el extranjero, ni la soledad, ni el idioma que apenas chapurreaba, ni el novedoso proyecto.
Otra persona que lo conociese, podría decir que su única preocupación era dejar allí a su hermano Gilbert, un muchacho mayor que él pero vividor y despreocupado, que hasta la fecha no había tenido mucho éxito en sus objetivos, a saber, ser el más grande de Alemania (no es que hiciera avances positivos para ello). De momento, se conformaba con ligarse a una húngara más obstinada que él (ya es decir) que trabajaba de ama de llaves en casa de un noble a las afueras de Berlín.
Ludwig apresuró el paso, condujo en su coche de gama alta color negro rápidamente hasta llegar a su casa de campo, donde vivían ambos hermanos. El día estaba nublado y el sol saludaba tímidamente a intervalos entre las nubes. Dejó las llaves sobre una mesita, se quitó los pesados zapatos, lanzó al sofá la chaqueta del traje y se sentó sin demasiado cuidado sobre el sofá. El silencio era únicamente roto por los cantos de los pájaros y los ladridos de sus mascotas, que salieron a recibirlo, sentándose después junto al sofá mientras Ludwig revisaba, concentrado, todos sus papeles para el traslado.
Hora y media más tarde, la puerta era azotada por una estruendosa energía que Ludwig reconoció enseguida.
—¡Ludwig! —un cabello albino y unos ojos azules vivarachos aparecieron en su campo de visión, emocionados—. ¡Dime que ya has firmado!
Ludwig apenas elevó la mirada. Asintió. Su hermano se sentó con mucha más rudeza a su lado, empujándole en el proceso.
—Me sorprende que no estés haciendo la maleta —elevó una de las rodillas para apoyarla en el borde del sofá, adoptando una posición totalmente informal.
—Quería disfrutar del silencio.
—¿Cuándo te vas?
—En cinco días. Pero no sé si dejarte solo...
—¡Oh, venga! —Gilbert le dio un golpe en el hombro, lo suficientemente fuerte como para hacerlo despertar de ese estado de catatonia permanente—. Solo tengo ganas de tener la casa para mí solo, ¡haré fiestas, montaré orgías! Ja, ja, ja, ja, ja. ¡No has de temer nada!
—Eso es precisamente lo que me preocupa —Ludwig dejó los papeles sobre la mesa y se talló las sienes. Por su mente apareció una imagen de Gilbert y sus amigos, Antonio y Francis, poniendo la casa patas arriba, emborrachándose como cosacos, mientras sus mascotas morían de inanición. A veces él sí deseaba a la húngara en esa casa, al menos para poner orden—. Dime al menos que alimentarás a los perros.
—Ludwig... ¿qué estás diciendo? Hablas con el asombroso yo. ¡A tus perros les brillará el pelaje cuando vuelvas!
—Solo asegúrate de cuidarlos bien, por favor. No es la primera vez que me marcho de viaje y te llamo para descubrir que se han comido las flores del jardín.
Gilbert se cruzó de brazos, disgustado.
—Esas flores eran horrorosas y por eso se las comieron. No voy a cuidar el jardín. No tengo esas preocupaciones, ¡soy un luchador! No voy a ponerme a cortar margaritas.
Ludwig ignoró la perorata de su hermano, pues en otras ocasiones había salido a podar las plantas solo para alardear de un jardín ordenado y de que él era mejor jardinero que Ludwig. Se levantó, cansado. Tenía que organizar la maleta, revisar su pasaporte, poner en regla su documentación, trámites obligados. Y conseguir un diccionario de italiano para poderse hacer entender, pues tan solo había tomado pequeñas clases a través de internet. Mientras él hizo todo eso, su hermano se pasó la tarde viendo la televisión y bebiendo cerveza.
—Y luego dicen que nos parecemos...
Ludwig cogió su pesada maleta y la facturó. No llevaba demasiadas cosas, pero sí un buen número de trajes y ropa elegante, camisas y también ropa de deporte. Le gustaba mantenerse en forma, cuidarse. A sus treinta años tenía un físico envidiable y en el último año su masa muscular se había desarrollado más que la de su hermano mayor.
Gilbert habría querido despedirlo en el aeropuerto, pero la noche anterior hubo juerga en su casa. Le hicieron una fiesta de despedida, donde apareció Frau Elisabeta con algunas amigas y Ludwig no quiso saber dónde terminaron ella y sus amigas después de jugar a girar la botella bebiendo chupitos.
De hecho, su hermano le había reprendido porque una de las amigas de Elisabeta estaba particularmente interesada en sus músculos, y Ludwig apenas pestañeó cuando la otra trató de flirtear con él.
—No me interesa sexo de una noche—le había dicho, irritado, y Gilbert, aún emocionado, había respondido que no podía casarse con el trabajo, que eso no daba satisfacción carnal. Como si Gilbert se tirase a una mujer cada semana... tampoco tenía demasiado éxito entre el género femenino, a pesar de aparentarlo. Que se lo dijera Francis, todavía...
A Ludwig le gustaba ser aplicado y perfeccionista en su trabajo. Estaba yendo lejos gracias a sus esfuerzos, quería labrarse una carrera profesional para ser independiente monetariamente, algo que ya tenía conseguido desde hacía cinco años. De hecho, era él quien llevaba la mayor parte de los ingresos a casa. Gilbert no tenía esa perfección alemana, si bien compartían el gusto por el orden y la lógica; Gilbert era más físico que mental, le preocupaban otras cosas, vivía la vida de forma más animada. Eran hermanos, pero muy diferentes.
Mirando el cielo desde el avión, Ludwig esperó que su estancia en Italia fuera provechosa. Si el proyecto salía adelante, podrían abrir una nueva oficina allí.
¿Cómo serían los italianos? Francis contó en una ocasión que eran seductores natos y que se saltaban las reglas si eso les beneficiaba. A Ludwig no le parecieron atributos positivos, pero Francis siempre había sido algo exagerado contando batallitas.
Frunció el ceño. Él no estaba para flirteos ni conquistas. Lo único importante era su proyecto y adaptarse a la comida, al clima y al idioma. Al bajar del avión y recoger su maleta pidió un taxi. Dejó atrás el aeropuerto Marco Polo Tessera para trasladarse a su apartamento en el distrito de Castello. Ludwig miraba atentamente todo desde la ventanilla. Italia rezumaba historia, tradiciones, rebosaba arte. El taxi se detuvo en la Piazza Roma, donde los turistas debían coger el vaporetto hasta la isla. Ludwig se quedó sin respiración cuando se acercó al muelle, y cuando arrancó el vaporetto no podía más sino admirarse de cómo esa antigua ciudad aún se sostenía sobre el agua. Con su mente de ingeniero no podía sino hacerse miles de preguntas de cómo los yesos y tabiques podían sostenerse durante tanto tiempo. Sin embargo, a pesar de la belleza y el enclave mágico se adivinaba corrosión y desprendimiento en todos los edificios, y por eso estaba él allí. Ayudar a sostener una ciudad tan hermosa le pareció entonces un estímulo más. Había visto fotos de Venecia en Berlín, pero no le hacían justicia a lo que sus ojos contemplaban. Las góndolas rasgaban el agua, lentamente, pero seguras, hacia su próxima parada. Se le antojaron elegantes también los gondoleros, con el traje tradicional. Le llamó mucho la atención que algunos cantaran a los pasajeros a viva voz.
Y la plaza de San Marcos era impresionante con su hermosa basílica, el palacio Ducal, el museo Correr y el Campanile, majestuoso. Se quedó un rato contemplando la plaza en forma de cruz griega y a sus viandantes, las palomas posándose en los brazos de aquellos que los alzaban al cielo, las terrazas llenas de gente tomando un café y los músicos acompañando la velada con un violín.
Se permitió un rato de observación pura y dura, aunque sin bajar la guardia, porque todo turista era carne fresca para carteristas y asaltantes. De todos modos, Ludwig no sintió inseguridad en la plaza, a pesar del gentío. Suspiró, mirando la maleta. Quería establecerse en el apartamento y salir a ver la ciudad. Al día siguiente tendría que trabajar duro.
Desde su móvil llamó a un número italiano para preguntar si estaba libre el apartamento. A pesar de la hora, las doce y media de la mañana, el dueño le indicó que se pasara un poco más tarde, pues estaba pendiente revisar el estado del apartamento y hacer la limpieza. Le ofreció dejar la maleta en el depósito de San Marco.
Algo descolocado porque no pudiera disponer del apartamento a la hora acordada, dejó la maleta en el depósito y se dedicó a pasear por las calles, a admirar los canales y los vaporettos y a tomarse un café hasta que le avisaran.
Otra de las cosas que le parecieron hermosas y destacables fueron las tiendas. En Venecia, muchas de ellas tenían enormes escaparates con máscaras y adornos típicos de la zona. Era un arte muy elaborado, único en su perfección. Ludwig se encontró admirándolo con vehemencia.
El apartamento también le pareció adecuado y acertado. Situado en la parada del vaporetto Arsenal, un cuarto piso en un edificio construido en el 1.500, estaba completamente reformado en su interior. Los muebles eran nuevos y la distribución le gustó. La sala de estar apenas tenía enseres, salvo un sofá, una mesita y la televisión. En el lado izquierdo había un armario de cajones simulando escaleras, en color blanco, separando el salón de la cocina. Se veía el soporte de vigas de madera en todo el apartamento, y Ludwig estuvo bastante tiempo estudiándolo. El baño tenía una proporción triangular, pero disponía de todas las comodidades y ducha con hidromasaje. Todos los muebles eran blancos.
Se instaló, puso la ropa en el armario y mandó un mensaje a Gilbert para que supiera que todo estaba bien.
A continuación, subió a la altana para contemplar el paisaje desde allí. Se divisaba una zona de jardín y otra con los vaporettos, y en la distancia podía verse el Campanile de la plaza. Tendría unos quince minutos andando, lo cual estaba bien. Miró la terraza. Ahí podría fácilmente tomar un desayuno por la mañana, si el tiempo acompañaba. Una pena que fuera septiembre. Aún así, no había mucha diferencia con la temperatura en Berlín. Sí notaba el contraste de la humedad, que de noche debía calar los huesos.
Tras comer en un restaurante próximo a su casa, caminó hacia San Marcos para acostumbrarse al camino y adquirió un ticket, primero, para la basílica. Allí estuvo dos horas observándolo todo hasta que cerraron. Las columnas estaban muy afectadas por la humedad y la caliza blanca muy desprendida. Ludwig esperó poder tocarlas al día siguiente para hacerse una idea de cómo podían parar el desgaste.
Era gracioso cómo la iglesia parecía ser una mezcla de estilos, y es que fue reconstruida varias veces hasta dar forma a lo que hoy conocemos como un edificio bizantino cuyos adornos principales eran el mármol y los mosaicos, prevaleciendo un tono dorado.
Ludwig miró la hora. A las cinco y media aún podía ir a ver el Palacio Ducal, que hasta octubre permanecía abierto hasta las siete, pero la entrada al palacio albergaba dos museos más y no le dedicaría todo el tiempo que merecían si entonces compraba la entrada. Decidió dejarlo para más adelante. Después de todo, tenía un año completo para admirar la ciudad si el proyecto se aceptaba.
Al día siguiente pudo conocer a los compañeros. La mayoría eran italianos. El contraste de sus personalidades era bastante destacado: mientras él era serio y cuidadoso con lo que decía, ellos opinaban alegremente y sin tener en cuenta lo que pudieran sentir los demás. Ludwig tenía paciencia y saber estar, y los escuchó pacientemente, a pesar de que algunos hablaban demasiado. Los primeros días fueron difíciles, aunque Venecia le gustara.
El sol se ponía más tarde que en Alemania. Ludwig amaba estas diferencias culturales. Se dijo que no le importaría conocer muchas otras cosas, como la comida, que comenzaba a amarla. Las pizzas con aceite de oliva, las salsas carbonara... la ciudad estaba llena de vida hasta muy tarde, y en ocasiones salía a hacer caminatas por los canales hasta que descubrió un parque cercano a su apartamento, y comenzó a frecuentarlo en sus carreras al ponerse el sol.
Dos semanas después, lo único que Ludwig echaba de menos eran las salchichas, la cerveza, la energía de su hermano llegando a casa y sus mascotas. Se alimentaba bien, la gente era muy alegre y sus compañeros de trabajo lo habían invitado a salir varias veces.
Como los primeros días estuvo muy pendiente del trabajo, no había vuelto a hacer turismo, y aquel viernes decidió visitar el Palacio Ducal y los museos de alrededor. Estuvo casi toda la tarde hasta que cerraron. Después fue de compras, paseó por el Gran Canal y se tomó un café en una plaza mientras leía los libros de la ciudad que había comprado.
—Debería probar la góndola —se dijo, mientras contemplaba a los gondoleros subiendo y bajando por el Puente Rialto. Podía cogerla para ir a casa, había una parada en el muelle, cerca de su apartamento.
Despacio, se acercó a uno de los gondolieri para preguntarle, en su parco italiano, el precio.
—¡Cien euros! —chilló, pensando que se estaban aprovechando de él porque era extranjero.
—Signori, es la tarifa oficial.
Ludwig se giró, ofendido, mientras el gondolieri decía algo acerca de apreciar Venecia por los canales. Ludwig quiso gritarle que estaba allí trabajando para ellos, para que sus preciosas iglesias y monumentos no se convirtieran en arena, pero ni él podría explicárselo, ni el otro probablemente entendería.
No es que no lo pudiera pagar, es que cada día se convencía más de que Venecia existía solo por y para los turistas, pero que los habitantes pagaban un precio inferior solo por ser italianos. Estaba bien que les cobraran menos en el transporte y los impuestos, pero el abuso a los turistas era notorio, ya fuera para apreciar el arte o en las compras.
Llegó a casa, hizo la cena y durmió hasta tarde. El sábado hizo sus ejercicios matinales y decidió subir a coger un vaporetto: estaba marcando en su libro de turismo todas las visitas que quería hacer.
Murano, Burano y Torcello ocuparon todo su sábado. Las coloridas y animadas islas cercanas con su oferta de la fábrica de vidrio y las visitas a las basílicas gustaron mucho a Ludwig. Si Gilbert se decidiera a visitarlo en algún momento, se las enseñaría sin dudar, al igual que le haría tomar el splitz, un cóctel de la zona compuesto de vino, agua con gas y Campari. Ludwig tomó fotos en las tres islas y volvió tarde a San Marco, cuando todos los museos habían sido cerrados. El conductor del vaporetto les recomendó subir al Campanile, y como Ludwig se tomaría el domingo de descanso en el apartamento, trabajando en el proyecto, compró el ticket, esperó una cola de media hora y subió.
El Campanile, de noventa y nueve metros de altura, construida con ladrillo rojo, había sido un faro en la antigüedad. Los cimientos cedieron el del 14 de julio de 1902 y fue reconstruido diez años después con una estructura reforzada, al igual que la catedral de San Marcos. Ludwig recordó las cinco campanas, cada una tañía por un motivo, a saber:
La "Marangona", la más grande, anunciaba el principio y final de la jornada laboral; el "Maleficio", la más pequeña, anunciaba las condenas a muerte; la "Nona" tocaba a las nueve, la "Trottiera" servía para llamar a los miembros del "Magglior Consiglio" para que fueran a la Cámara del Congreso. Por último, la "Mezza terza" repicaba las sesiones del Senado.
Las vistas eran impresionantes. Se podía contemplar la Basílica de San Marcos, San Giorgio, la Iglesia de la Salute, la laguna… una mirada de pájaro sobre la hermosa isla.
A las siete, la campana principal de la torre dio la hora en punto, y el alemán tuvo que taparse los oídos. Esa campana era uno de los principales gozos de la isla, pero era muy irritante si te pillaba al lado.
—Son ruidosos hasta dando la hora —y pensó que podían hacer caso al Campanile para no llegar tarde, porque además, ese era otro de los puntos negativos de los italianos: no aparecían a la hora oficial.
No se dio cuenta de lo insondable de sus pensamientos hasta que un joven apareció en el umbral, justo cuando ya no había nadie.
—Signori, vamos a cerrar —avisó el joven, y, por si acaso, le repitió aquello en inglés, porque el hombre era muy rubio y de tez clara.
—L-lo siento —se disculpó Ludwig, acercándose.
El joven era italiano y llevaba un uniforme azul con franjas blancas y un gafete en el pecho donde se leía "Guardaportone". Debía ser algún conserje.
—Si le gustó, puede volver mañana —siguió diciendo en inglés.
—Gracias —respondió, y siguió al chico al ascensor, con una capacidad para catorce personas. Hubo un pequeño paréntesis en silencio mientras ambos bajaban en el ascensor.
—¿De dónde viene usted? —Ludwig se giró, curioso porque el chico quisiera mantener una conversación.
—De Alemania del Oeste —la mueca de desagrado no se hizo esperar.
—No hablo alemán... solo conozco las lenguas romanas.
—E-está bien —dijo, más por cortesía que por otra cosa. A Ludwig no se le daba bien socializar, y menos con alguien que no podía entender su idioma. Si hablaba italiano se ponía nervioso, tartamudeaba, se sonrojaba y se veía patético.
—¡Prego! —dijo el otro, mostrando una sonrisa enorme mientras abría los portones para que saliera—. Ya hemos llegado, veee~.
Ludwig salió de la torre y se dirigió andando hacia casa. Decidió que tomaría un poco de pizza para cenar.
