Lleva siglos observándola

Lleva siglos observándola. Desde que llegaron a aquella supuesta tierra prometida al otro lado del océano de aquel mundo en ninguna parte. Su cuento había sido mil veces leído, pero nadie, escritor o dibujante, habría podido jamás describir el óvalo de su cara, la suavidad de su piel. No le extrañaba la fama de su belleza: piel blanca como la nieve, pelo negro como el azabache, labios rojos como la sangre.

Sangre. Precisamente era la sangre la que despertaba en ocasiones el instinto del lobo. La sangre que daba vida por todas partes a aquel cuerpo. Y el lobo se despertaba en su interior, deseando desgarrar aquel menudo y rotundo cuerpo, abrirlo en canal con sus colmillos, destrozar la carne a garrazos, derramar su sangre y luego lamerla como si fuera un cuenco de leche. Quería hacerse con ella, y no le importaba la amnistía, ni la nueva situación, quería probar aquel sabor que no tendría nada que ver con el verdor de Caperucita, ni con la excesiva madurez de su abuela, ni con cualquier cerdito o cabritillo que le hubiera salido al paso. La bestia la veía y quería salir, quería devorarla, quería poseerla.

Y poseerla también era lo que deseaba a veces el Bigby humano. Poseerla a la fuerza, como aquellos enanitos a los que dicen que mató con sus manos; tenerla inconsciente en un lecho de cristal y hacerla suya, como la despertaron en su momento; o poseerla rápido y sin tenerla en cuenta, como seguramente hiciera después aquel gilipollas del príncipe.

Pero lo que más le preocupaba a su corazón indómito de animal era aquellas veces que lo que deseaba era abrazarla por detrás cuando miraba ensimismada el archivo, soltarla aquel moño rígido y meter los dedos entre su melena, besarla el cuello por encima del forzado collar de perlas que usaba. Lo que más le asustaba era cuando el calor le recorría el cuerpo al hablar con ella, cuando la bestia dormía y sólo quedaba, al desnudo, un hombre enamorado, tímido y sin experiencia.

Entonces, sin remedio, salía de caza.