No es que no supiera que Stacey se iba ir. Hacía tiempo que la convivencia se había vuelto insoportable. Incluso antes de la pierna, ella no era fácil. En el fondo él tampoco era especialmente fácil. Pero no era por eso. Sabía que se iba ir porque había cosas que Stacey no sería capaz de aceptar. No de él, a ella le gustaba ser su enfermera. De lo que le estaba pasando a ella.

House lo supo antes de tener que ver nada. No le consolaban a él en el postoperatorio. Se consolaban la una a la otra de su desprecio, de que él las culpara de su pérdida, de su dolor. Siempre que se despertaba, entreabría los ojos, y exageraba sus gemidos para darles tiempo a soltarse las manos entrelazadas, o a separar el abrazo en el que se quedaban envueltas en su habitación.

Luego pudieron volver a casa y Cuddy siempre estaba allí. Era normal, al fin y al cabo era la amiga de ambos y su médica, y se sentía culpable. Pero había algo más. Un observador menos avezado quizá no se hubiera dado cuenta. Pero él vigilaba a las personas, buscaba en ellas precisamente lo que querían ocultar. Las personas mienten, pero sus cuerpos no. Y no mentían los brazos de la directora rodeando a su mujer por la espalda, ni las yemas de los dedos buscando el cuello o la barbilla de la otra.

Él decidió dormir cada vez más. Debería haberlas preocupado esa actitud, pero no lo hizo. Opinaron que el reposo continuo era una buena idea. Así que se quedaba en la cama, valorando que dolor era más insoportable, si el de su pierna, o el de perderlas a las dos.

A veces se levantaba de la cama, silencioso, cojeando, casi arrastrándose y se quedaba pegado a la puerta del salón. Solía oírles hablar en voz queda, conversaciones íntimas, muchas sobre él. Otras veces no había más que grandes silencios, y por la ranura podía verlas apoyadas una sobre la otra, acariciándose el pelo o mirándose.

Por eso no le sorprendió en absoluto que Stacey se fuera aquella mañana. Las maletas hechas apresuradamente, una larga lista de disculpas, de justificaciones innecesarias, un resumen de sus defectos y de las diferencias irresolubles. No todo era mentira, claro. A los dos les sobraban los motivos para despedirse, ambos sabían que Gregory nunca la perdonaría, a ella no. Que la vería siempre en su pierna deformada, que la sentiría en su dolor. Y para eso no había Vicodina suficiente.

Pero él sabía que había otro motivo para que tuviera prisa por marcharse. Lo había visto la noche anterior, en su sofá. La boca de Cuddy deslizándose hasta los labios de Stacey. Los dientes de la abogada, tantas veces conocidos en su carne, jugando con el lóbulo de la médica. Luego una sintonía de carne desnuda. El cuerpo terso y moreno de Cuddy contra la piel blanca de Stacey. Las dos mujeres que tan bien conocía, conociéndose la una a la otra, dándose los únicos secretos que aún no compartían. Las uñas largas y cuidadas de Cuddy liberando con soltura el sujetador blanco de su amante. Los dedos nerviosos de Stacey liberando los pezones oscuros de un sujetador de encaje para atraparlos ella con su boca. Manos que suben y bajan, que se deslizaban donde él ya no podía verlas. Los rostros transformados por el deseo, por el placer, como él les había conocido primero. Primero los gemidos quedos de Stacey, fruto de esas manos escondidas. Luego, los gritos acallados de Cuddy, cuando la lengua que tantas veces fue suya naufragó entre sus muslos.

Stacey se fue. Le dejó poco más que los recuerdos, y sus discos. Y Cuddy se quedó, convirtiéndose en parte de ese último recuerdo, incluso más que de los compartidos.