Disclaimers: Tanto Swan como Snow son de sus respectivas autoras. (Yo sólo juego a jugar con ellos al juego de la parodia).
–….–…–
Advertencia: Lenguaje soez, humor negro más que irrisorio, historia aún más grosera y personajes exagerados porque sí, porque me da la gana. (Advertidos quedáis, atrevidos lectores). Es una caricatura más que una parodia, aunque tiene dosis de ambas; eins, ojalá os guste igualmente.
Y al final, colmillos (de serpiente o vampiro) al recuadrito de abajo, ya sabéis.
Snow miró la hora en el reloj último modelo que tenía colgado en la pared de su despacho. Era una sala circular, con paredes color rosa, rosas a modo de alfombras y rosas también la forma de las lámparas.
–Mierda, jodida mierda.
Se levantó despacio de su trono de mando, un sillón color rosa, rosa de princesita de cuento, con forma de, ¿adivinen qué flor? Olfateó el aire; la ausencia del alcohol aromaterizando generosa el ambiente le indicó que el borracho número uno por logro propio de Panem dormía en estancias opuestas a las suyas, y la falta de telas y cuadernos con diseños a medio esbozar confirmó a su empañada vista que los remedos de estilistas finalmente se habían arrebujado en su rincón, apechugando como mejor sabían con el sueño de una anticipada siesta y el fracaso. Mierda, jodida mierda. ¿Por qué nadie venía?
–Voy a escupir –avisó a viva voz a los criados que jugaban al piílla piílla en los pasillos por el megáfono que tenía colocado junto a la mesa–. ¡Ya está bien! Si cuando mi escupitajo se haya secado aún no estáis por aquí, perderéis más que una lengua en esas cabezaditas mudas que tenéis. ¿Estamos?
Colgó de malos modos, ya lamentando el no tener una campanilla que hiciera resonar por todo el ámbito del palacio. Se aclaró la garganta, allanó el bolsillo delantero, preparó el gargajo.
–Aquí querido, aquí –le interrumpió Esme; señalaba con un índice de uñas curvas y ennegrecidas, modelo último en el Capitolio, la cara alfombra de rosas blancas de veinticuatro millones que tapiaba el suelo–. Ya sabes, en tu más viejo testigo de borracheras.
–Nunca debí permitirte la entrada libre a mis aposentos.
–¿Sabes cuánto me costó convencer a Tigris para que te confeccionara ese traje? –Contraatacó ella haciendo caso omiso de la lamentación del hombre–. Te aseguro que disfruta haciendo honor a su nombre. No, no. Le tengo cariño a ese traje.
–¡Y yo a esa alfombra! -bramó Snow escandalizado, echando a un lado de los carrillos el consistente escupitajo que ya tenía preparado en la boca–. Préstame una de tus vacías pintas de sangre, por lo menos, ¿no?
Pero la mujer puso tal cara de espanto que Snow sintió como si hubiera dicho un sacrilegio. Esme, vampiresa destetada y descolmillada de Foks, sabía que por más ayuda que le prestase al hombre en sus ataques bipolares, él era el presidente, a fin de cuentas, mientras que ella... bueno, no dejaba de ser más que la buena, maternal y excelentísima Esme Cullen, un clan que se había disuelto y dado a la fuga por motivos poco clarificados, así que se mostró finalmente dócil.
Le prestó la palma de la mano para que dejara caer ahí su pequeño riachuelo de babas rosadas y, mientras aguardaban a que se secara, hablaron del viaje relámpago del presi al D12 para asegurarse de que iba con las pilas bien cargadas al distrito de la mortal que tantos quebraderos de cabeza le estaba causando.
–Ya les mandé un aviso / advertencia / sugerencia / amenaza vía online. En Twitter y en Facebook –agregó ante la expresión de desconcierto de la mujer–. Pero no lo han leído. Porque no han querido aceptar mi solicitud de amistad. ¡Ni un followers! ¡Ni siquiera un me gusta! Y ahora tengo que ir a su casa, para que vean lo malo y malísimo y malisísímo que puedo llegar a ser. –Mientras hablaba, frotaba contra la cara un cojín de lo que parecía ser una niña con una mochila a la espalda–. Y luego para que me acusen de villano… ¡a mí!
–El mundo es tan injusto, ¿verdad? –lo consoló Esme. Pero no quiso que él perdiera de vista su misión.
Tenía que amenazar a la Bella Mary Sue, le dijo; nada de felicitarla por haberse trincado a su vecino en la Aldea de los Vencedores, el tal Jacob alias Complejo de hombre lobo; nada de hacer un disparate y pedirle la receta secreta de su inexplicable triunfo con los chicos. Tenía que mantenerse fiero en su papel de malo malote; nada de mostrarse aturdido ni, mucho menos, hablarle sobre la ola de insolación de vampirismo que asolaba aquel verano al Capitolio. Y lo más importante. No debía marcharse hasta que el cisne con andares torpes le hubiese jurado y perjurado que se quitaría de la cabeza ese deseo de ser una vampira ante la gente del distrito.
–Demasiadas instrucciones –se quejó Snow con mohín de niño a mitad de una pataleta–-. ¡No sé si lograré acordarme de todo!
Ella le recomendó que llevara una rosa consigo; él asintió, completamente tranquilizado, sabedor de que con sus rosas nunca nada podría fallar ni nunca nada se podría olvidar. Después Esme prosiguió con su larga lista de recomendaciones que más bien eran instrucciones y, aunque no lo dejó entrever, Snow disfrutó de la avalancha verbal de alguna forma perversa y prometió hacer todo cuanto ella le había dicho... o al menos intentarlo. En recompensa, cuando los avox por fin hicieron acto de presencia en el despacho, Esme le dio unas suaves palmaditas en la cabeza (con la mano escupida, por supuesto) cual amo a su perro amaestrado, para desearle suerte, aunque aquello no bastó para animarle a Snow la perspectiva del inminente viaje.
Cruzó la salida con la mirada fija en la moqueta y un poco encorvado (Más de lo habitual, se entiende). Pensó, mientras se resignaba a que lo vistieran -hacer una visita en cueros estaba categóricamente prohibido- que por lo menos aquella vez Esme no le había obligado a presenciar cómo lamía la alfombra en busca de residuos de sangre humana, ni le había pedido descripciones detalladas sobre sus experiencias carnales (la muy pervertida) ni había hurgado en la herida preguntándole si había superado ya la vez en que había visto a su madre desnuda y si había olvidado de una vez por todas su infancia de sufrimiento y acoso.
Vestirlo, peinarlo, acicalarlo y rellenarle el rostro de bótox era una tarea para la cual se precisaban más de tres horas de reloj, y allí que le transcurrieron las horas. Y aunque no le apetecía nada de nada ir a verle la carota a la Sue, más valía torcerle el cuello al cisne cuanto antes.
La nieta de Esme, una muchacha raruna e híbrida donde las haya con nombre de monstruo de lago Ness, entró un par de veces en sus aposentos. Le gustaba ser testigo de cuando preparaban a la gente. Por suerte para Snow aquel día a la niña no le dio por jugar a los vampiros trágicos. Por desgracia para Snow tocaba el turno de jugar a ser sinsajo, cantando a viva voz canciones de ultratumba pasadas a amor.
Durante el viaje en tren-limusina al distrito 12, Snow se mantuvo agachado bajo el asiento del copiloto. A saber qué serían capaces de pedirle esos zarrapastrosos de habitantes si lo veían de casualidad. (No. Mejor no arriesgarse). Desde su escondite se zampó en pocos bocados su almuerzo de campeonato que consistía en estofado de ternera, verdura hervida y melocotón con crema.
Aspiró profundamente cuando se apeó en la Veta. Nunca lo reconocería en voz alta, pero siempre le habían gustado los distritos. Ahí todo el mundo tenía siempre mala pinta, Como si no se hubiesen cuidado en la vida (de lo que él se había asegurado que fuera así) lo que le hacía sentirse superior, rastreramente satisfecho en sus ropajes elegantes, y eso elevaba su autoestima por las nubes.
Aspiró aire varias veces. Casi podía saborear la podredumbre que ahí reinaba: el olor de cuerpos desaseados, la sal de las lágrimas que siempre encontraban motivos para derramarse, el acre olor de las cloacas, la basura acumulada en días, las moscas sobrevolando montículos de heces de diarrea, los charcos de agua sucia desbordando alcantarillas...
¡Oh, la peste de la pobreza, el aspecto de la miseria, qué gran hedor era!
No, visitar los distritos no era tan malo, siempre y cuando estuviesen sucios, cachombrosos y plagados en miseria. Gente adecuadamente hambrienta y enferma arrastrando los pies como perros de caza olisqueando una presa ya muerta. Sólo así daba gusto verlos.
–Eih, chato –dijo Snow a modo de saludo cuando Charlie Swan abrió la puerta–. He venido en busca de la quilla, digo... tu hija.
–Ah. Vale –dijo el policía condecorado con ese tono cauteloso que uno utiliza con un psicópata para que siga tranquilo. Y se hizo a un lado para dejar entrar a Snow y a todo su séquito, séquito compuesto en verdad por un abotargado guardaespaldas con miras más concentradas en la delantera de los ajustados pantalones del sr Swan que por vigilar dónde ponía el presi los pies.
La protagonista de la escolar y hormonal historia de amor, Isabella Mary Sue, no estaba en casa. (Dándose de bruces en cada sitio donde pisaran sus torpes pies, seguramente). El poli mortal nada dijo más allá de asegurar que ella estaba por llegar, pero más tonto era él por creer que Snow se tragaba tal cuento.
Snow se sentó con el padre de la Bella Sue en la salita principal de los Swan. A él se le notaba incómodo. Snow, como buen anfitrión de casas ajenas que era, no se molestó en sacar tema de conversación. ¿De qué podía hablar con ese poli de correa larga? Aun así, el pobre hombre lo intentó: habló sobre los pastelitos (de hecho, le ofreció unos cuantos), sobre el gato de malas pulgas y oreja cortada que se había mudado al tejado de la vecina con nombre de renacuajo y una hermana con apodo de pato.
Pero Snow, definitivamente, estaba más interesado en un ejemplar atrasado de la revista mensual de Cómo ser un Villano en Diez Pasos Sencillos. De hecho, casi estuvo a punto de arrojar la revista al suelo cuando una voz estridente interrumpió su lectura, colándose en la comodidad de la salita de estar de los Swan.
—¡Eres un idota! —oyó gritar de repente con todas sus fuerzas a una voz femenina que le resultaba desagradablemente familiar mientras un ruido sordo dejaba claro que un zapato había volado por los aires hasta hacer diana con la cabeza hueca del destinatario—. ¿Cómo pudiste hacerme eso? ¡Traicionarme! ¡A mí!
—¡Porque ya no me ponías, entérate! –Réplica de otra voz, ésta masculina–. ¡Te volviste una sosaina en la cama! ¡Reconócelo, Bella! –Snow dejó resbalar la revista de cómo ser un villano en 10 pasos, ladeó la cabeza y prestó atención a esa curiosa discusión–. ¡Y eso fue como hace cosa de dos semanas! Dos semanas, Bella, sin polvete, siquiera el de las buenas noches!
–¿Y te quejarás, cara dura? ¡Si hasta encima dejé que me montaras por detrás… como caballo a una yegua!
–Aun así. ¡Jopé! ¡No sabes lo frustrante que era no poder llegar al orgasmo por culpa de una novia aburrida! ¡Yo mucho que te daba y te daba placer! ¡Te comía y te la metía y te la chupaba... para nada! ¡Para que luego tú te durmieses y me dejases siempre a medias!
—¿Cómo te atreves, Edward Cullen? –Un chillido, más penetrante incluso que el de una bansee, rompió estridente los cristales de la puerta trasera donde se llevaba a cabo la ruptura de la pareja–. ¡Cómo te atreves! ¡No me vuelvas a buscar en lo que te resta de vida!
–¡Fíjate, ahora ya no soy un vampiro, así que qué gran favor me haces!
–¡Que te folle un pez con alas, Edward! ¡ ¡Que te folle hasta castrarte, hijo de...!
Un portazo anunció el final de la discusión, dejando a Bella a mitad de maldición. Refunfuñando como nunca, Bella se encaminó hacia la sala de estar. (No, no sabía qué le aguardaba). En el corto trayecto, Snow la oyó resbalar seis veces con sus propios pies, tropezar otras seis más contra el suelo, chocar morros y nariz con paredes y hacer que la cabeza campanease en esquinas, marcos de entrada y ristra de adornos. Y todo ello en el tiempo récord de los segundos.
La joven detuvo los pasos en seco ante el índice imperioso de Snow cuando ya por fin fue a dar en la salita de espera de la casa. (Y eso al gran presi le gustó). Lo miró como si fuera una víbora suelta con alarma extra de peligro, peligro, peligro, incorporado en su piel de reptil. (Y eso al gran presi le encantó).
—Pasará años sin verte —dijo, a modo de saludo, cinco minutos después que terminara de leer el artículo de cómo Ser Villano en 10 Pasos Sencillos.
—¿Perdone? –Ahora que no chillaba a viva voz en cuello, mostraba la voz fina, suave, dulce, fresca, única, delicada, novedosa, angelical, buena, femenina, etc. Etc. Etc. Etc–. ¿De qué está hablando?
—Edward. —Dobló la revista, cuidadosamente, y se cruzó de piernas—. Hasta que no recupere los polvos perdidos, pasará años sin verte.
—Serán los mejores años de mi vida, entonces.
—No mientas. A mí no. Creo que esta situación será mucho más sencilla si acordamos no mentirnos. —Snow se esforzó en no dejar transmitir desdén alguno. Pero, puf, le estaba costando un huevo. La chica resultaba aún más insulsa en persona, cosa que ni él mismo creía posible—. ¿Te parece bien? —«Di que no, di que no, di que no. Vamos, dame motivos para saltarte a la yugular, porfa, porfa, please».
—Sí, creo que eso nos ahorrará tiempo. —«¡Serás aguafiestas...!».
—Bien. —Hizo un mohín caprichoso–. Me alegra ver que cooperas, Isabella Mary Sue.
–¡Marie Swan! –se indignó ella–. Me llamo Isabella Marie Swan. ¡No soy esa repipi de Fanfiction!
–Fan… qué? –Snow hizo una mueca de incomprensión. ¡La juventud de hoy en día! Menudo galimatías eran capaces de inventarse con tal de no dorarle la píldora a uno–. En fin. Olvídalo. Por el bien de mi autocontrol, pasemos a otros temas.
Tras hablarle brevemente de lo crédulos que habían resultado ser los habitantes del Capitolio acerca de su comedia montada a tres bandas entre ella y su amigo Jake san Jacobo y el ahora dado a la fuga Eduard Soy un vampiro Cullen, comenzó después a darle las pautas de su comportamiento en los próximos días de cara al Capitolio y al resto de Panem.
—Enamorada. Tienes que mostrarte loca de amor.
—¡Ah, sí! —Estalló Bella en medio de su discurso—. ¡Me gusta eso!
Snow, tan maliciosamente bondadoso que se estaba comportando, no pudo, no obstante, evitar meter el dedo en la llaga.
—¿Crees realmente que eso es algo bueno?
—¿Sí... no? –dijo, dubitativa, y se mordió el labio inferior. Y se lo mordisqueó y volvió a mordisquear hasta dejarlo en carne viva y volver a empezar–. El amor es genial. Y los vampiros chupasangres y los chuchos hombres lobo, aún más.
—No sabría qué decirte, Bella Sue. Es decir, ¿no te importa que por amor puedan perseguirte?
–¿Perseguirme?
–Bueno, pues amenazarte.
–¿Amenazarme?
–Bueno, pues deprimirte.
–¿Deprimirme?
–Bueno, pues fracturarte.
–¿Fracturarme?
–Bueno, pues embarazarte.
–¿Embarazarme?
–Bueno, pues asesinarte.
–¿Asesinarme?
–Buen dios, digo, buen muto. ¿Quieres hacer el favor de no repetir todo lo que digo? Fíjate en lo que te ha pasado con el mozo éste. Te metiste tanto en el papel de mortal enamorada que cuando él te pidió cuentas, no supiste rendir bien. No creo que el amor sea algo para celebrar. Y menos cuando te estoy ordenando, no ofreciendo, que lo finjas.
—¡Pero Jacob no es Edward!
—No me digas.
—Con él toda farsa es mejor. Jake es —empezó Bella pensando de carrera todas las posibles cualidades que se le podrían atribuir—, es... —arrugaba tanto la cara que más parecía estar a punto de ponerse a hacer de vientre—, es... es...
—Déjelo, señorita Sue —la cortó Snow cuando pasó media hora y ella aún seguía buscando atributos con los que definir a su amigo —. No, si en el fondo te entiendo.
—¡Cómo! —Se hizo la sorprendida—. ¿Usted a mí?
—Por supuesto.
—¡vaya! Y yo que creía que su visita se debía al turbio asunto de esa novela de romance y fantasía sobre un vampiro y una mortal que escribimos con motivo de un trabajo de literatura del colegio...
—Claro, claro, también —se apresuró a afirmar Snow—. ¡Menudo pollo habéis montado en el Capitolio! Pero al verte... has hecho que cambie de opinión.
—¿De veras?
—Yo puedo enseñarte. —Snow sonrió, de pronto–. A cómo seducir y no aburrir a ningún noviete en la cama, quiero decir.
–¡Busco que me amen! –protestó ella–. No que me pongan mirando al D13.
—También puedo hacer eso —concedió Snow, acercándose más a la joven, sinuoso, silbante... cachondo.
Bella miró el enorme abrigo que se había puesto. Contuvo el aliento. Lo contuvo y lo contuvo hasta que el aire le entró por las orejas y tuvo que volver a respirar. Se mordisqueó los labios. Y después los carrillos. Y después la lengua. Y después vuelta a empezar… todo con tal de aparentar seducción total. Encogió los hombros. A la mierda. Se lo quitó sin pensárselo dos veces. Las lencerías sexys estaban para lucirse, joder, no para reservarlas a un Cullen que la había dejado en la estacada, con la maldición sobre el funesto destino de su polla, en la boca. Snow la miró de arriba a abajo y la volvió a mirar de arriba a abajo... ¡qué decepción de físico, por favor! (Claro que él no era quien para opinar, precisamente).
Bella estaba parada frente a él en solo un par de zapatos de tacón desgastado. El abrigo yacía como charco de color negro a sus pies. Lo que consideraba lencería sexi no era más que retazos deshilachados de unas braguitas que habrían pasado de generación en generación en la rama femenina de la pobretona familia Swan. Aquello, más que asquearle, le excitó. ¿Pensar que iba a poder tocar las bragas que tantos coños habían rozado? El sueño de todo pervertido, claro que sí.
El deseo se apresuró a instalarse en su polla gorda, corta, velluda, torcida y venosa, alargándola hasta que notó cómo su erección se apretaba dolorosa contra la cremallera de sus pantalones. Ante él aguardaba desnuda y expectante la causante de todo aquel estropicio, la causante de su desvelo. La dedicó una mirada fulminante, cosecha propia de su apetito no saciado, una mirada capaz de prender fuego al más ardiente de los panes o a fundir un horno al completo, la mirada más fulminante con la que jamás le había echado a la cara y que, más valía, por el bien de ambos y por el bien de sus más acérrimos seguidores, que ella siguiera sin calibrar en su significado original. ¿Lloraría cuando la penetrara? Se preguntó;
¿Le arañaría con las uñas la espalda como las rosas lo hacían con sus espinas cuando las arrancaba? Bueno. Solo había una manera de averiguarlo. Sin contemplaciones, Snow la mandó cerrar con llave la puerta de la salita (y estaba seguro de que a papi Swan esa eventualidad en la seguridad de su hija, su ojito derecho, sería irrelevante, a juzgar por la desaparición de su guardaespaldas y a los ruiditos acompasados de somier contra pared en el piso superior de la casa). Clavó los dedos en los antebrazos de Bella y la empujó patas arriba en el sofá de dos piezas, único mueble, amén de la silla, que había en la estancia.
–¡Eih, cuidado, animal! –se quejó Bella, recostada en el sofá con el pompis al aire, el coño expuesto y las tetas subiendo y bajando a ritmo de su agitada respiración.
–¿Aún no hemossss empezado y ya te quejassss?
–Deja de sisear. Pareces una serpiente.
La risa retumbó en el pecho agitado de Snow.
–Peoressss inssssultossss me han dicho, Bella Ssssue, querida –dijo, eludiendo muy hábilmente el hecho de que siempre siseaba cuando estaba empalmado–. Vassss a tener que currártelo mássss.
Con la poca cosa que tenía por polla izada cual asta de bandera torcida, el peludo y caído y blandurrio culo al aire y sus ojos brillando rojizos con serpentino deseo carnal, Sanguijuela Snow se lanzó sobre Isabella Mary Sue… humm, estoooo, sobre Bella Swan. Ella abrió los ojos de golpe ante el peso asfixiante de ese cuerpo, con claras intenciones de gritar, pero unos violentos dedos la callaron mientras una violenta boca comenzaba a atacar sus pezones erectos.
Chupadas más tarde...
—Oh, Bella, ¡por lassss trece D de Panem! Esssstássss tan esssstrecha... ¡y no me hacessss pupa, a diferencia de essssassss rossssassss blancas ingratassss! ¡Vaya! ¡Cuánto sssse nota que nadie ha entrado antessss que yo a explorar esssste jardín tuyo! ¿Verdad? ¡Bella, oh, mi Bella! ¡Barro de lassss rossssassss! ¡Reina de lossss torpessss! Eressss poca cosa para mí pero, joder, ¡cómo me ponessss!
—¡Oh, tú también eres un idiota! —No obstante de sus insultos, no paraba de retorcerse bajo las embestidas del vejete—. ¡Ojalá a ti también te folle hasta castrarte un pez con alas!
—Ssssiento dessssilussssionarte, querida, pero aún no tenemossss essssossss mutossss en el Capitolio.
—¡Cállate! ¡Te mereces que jamás se te vuelva a poner dura por el resto de tu vida, Pinocho! ¡Y me llamo Swan, no Sue!
—¿Y dejarte a mediassss? ¿Tan tonta eresssss?
—¡Cuando me hagas llegar al orgasmo, me refiero, serpiente de las narices!
—Pero, oh, Bella, ¿cómo puedessss decir tantassss ssssartassss de tonteríassss? ¡Bien que ambossss estamos gozando duro y ssssintiendo que esssstássss llegando a tu punto culme!
—¡Pues ya que lo sabes hazme gozar! ¡Más fuerte! ¡Dame ahí! ¡Sí, sí, así! ¡Venga, que quiero corredme!
–No essss necessssario precipitarsssse, tontina...
–¡Habla por ti!
Snow se estaba enfadando. Y mucho. Joder, había venido para atarla en corto, no para que ella hiciera alarde de argumento, rechazando quedarse callada, y quisiera ganarle la partida.
–¿Oooooh? Empiezo a entender a qué sssse refería el Mediopolvete de Cullen...
Pensó, sin embargo, que esa disputa valía la pena, ya que el apretado y estrecho y buen coño de Bella Swan le hacía ascender al orgasmo más impresionante que nunca hubiera creído posible. (claro que hasta entonces su experiencia sexual se había limitado al ámbito zoofílico).
Más tarde, muchas horas más tarde...
Bella Swan despertó de aquel encuentro con un solo y delicioso pensamiento en mente: una maravilla. La noche había sido toda una maravilla. Yacer en brazos y piernas y verrugas de Snow había sido como mecerse en un mar de olas tempestuosas y asfixiantes y demandantes, un océano de sensaciones sensacionales. La espabilada joven abrió lentamente los párpados y clavó los ojos en el techo, de cuya lámpara pendían dos hermosos cascabeles.
So, alto, momentito. ¿Eran dos? Parpadeó varias veces. Dos mesas, dos camas, dos ventanas, dos lámparas. (Sí, y dos desenfocados ojos borrachos). Y lo que más le gustó, dos acompañantes de lecho... ¿Qué más daba? De repente, alguien llamó a la puerta y, sin esperar su admisión, esta se abrió. La cabeza de Charlie Swan flotó en el vaho de la entrada.
–Hola, querida. ¡Hasta que por fin te levantas! ¿Qué tal estuvo tu noche?
–Uy. La mejor de todas, papá.
Oye, cariño... ¿puedo hacerte una pregunta?
–Claro, papá.
–¿Podrías explicarme por qué tu cuarto huele a sudor y a…? –Como buen policía, se puso a olisquear la habitación, tratando de captar el aroma extraño e inusual, prueba del crimen cometido–. ¿Piel? –Olisqueo–. ¿Humanidad? –Más olisqueo–. ¿Y como a leche rancia... como a piel de cobra...?
–Porque… –Bella no sabía qué mierda podía responder–. Pues porque…
Y entonces se le encendió la bombilla: ante una situación acorralada, el ataque es la mejor defensa.
–¿Y tú cómo sabes a qué huele la leche rancia? –La cara flotante de Charlie enrojeció–. ¿O las cobras?
–¿Eso que suena es el teléfono?
Le dirigió una seña apresurada a modo de despedida y desapareció del marco de la entrada, cerrando la puerta tras de sí. Sonriendo por haber ganado ese asalto, más bien interrogatorio, Bella se incorporó sobre los codos. Un dolor sordo acunó sus sentidos. De inmediato, en un remolino de perfecta perfección y cincelada belleza en piel presidencial, la causa de que la cama estuviera rota, las paredes abolladas, el cabecero partido, de que su ropa estuviera desgarrada y desperdigada por toda la habitación y de que tuviera los músculos agarrotados, se materializó ante ella.
–¿Estás bien? –inquirió, con voz aguda, aflautada, senil, voz varonil y sensual donde las halla.
Aun así, menuda pregunta. Le dolía el costado derecho, donde notaba rota las costillas, signo de que el sexo compartido había sido maravilloso. Digno de desmayarse para guardarlo por siempre en la inconciencia, vamos. Hizo un gesto apaciguador a su amor. Pobrecito, ¡qué dulce era! El hombre se preocupaba tanto por ella... Que seguramente por eso la noche pasada había decidido dejarla inconsciente de un sopapo durante el acto sexual, para que ella no sufriera tanto.
¡Era tan bueno! ¡Tan considerado! Oh, su Sanguijuela, su estimada Sanguijuela, su caballerosa Sanguijuela, su querido presidente... No, presidente ya no. ahora podía tutearlo, se dijo firmemente mientras se levantaba tambaleante de la cama, encorvado el cuerpo a causa de los moretones. Ahora era su amante. Su hermosísimo, y antiquísimo, y blanquísimo, y palidísimo, y perfectísimo, y asquerosísimo, y excelentísimo amante.
–Claro que estoy bien –le dijo con voz pastosa tratando de sonreír a pesar de la dolorosa tirantez de sus músculos. Notaba la lengua adolorida, allá donde se había mordido la noche anterior para contener los chillidos de júbilo, pero eso no importaba–. Ha sido la mejor noche de mi vida. En serio. –Y en verdad que lo había sido. Vamos, de infarto.
Aunque no recordaba nada de lo ocurrido después de que él la hubiera arrastrado de las tetas y el culo y los cabellos (lo que pillara antes) hasta el dormitorio de Bella, donde ella cavaba de levantar, y, una vez ahí, él hubiera empezado a embestirla con gentil entusiasmo arrollador, el hecho de que notaba sueltos unos cuantos dientes en la boca, no obstante, eran prueba más que de sobra para afirmar aquello.
Lo miró atentamente. ¡Qué guapo era! El sol colado en la ventana arrancaba brillos irisados y deslumbrantes de la piel arrugada y caída y escamada del hombre, dándole un aspecto dorado, bruñido, metálico como una moneda de oro. ¡Hermoso!
Permanecía ahí de pié, observándola con esos ojos serpentinos, esos ojos rojizos de fumeta, esos ojos de dictador ido de olla, ese rostro sometido a sinfín de vanas cirugías, ese rostro de villano entre los villanos, ese rostro cincelado por el dios más dios de los dioses, engulléndola con la mirada sólo a ella, sólo a ella, sólo a ella. ¡Una sola noche con él y ya se había enamorado! Su fragancia de rosas y sangre rancia la sobrecogió hasta elevarla a la séptima Arena… y traspasarla a la 74º Arena… y dejarla caer desde ahí como fruta pocha y madura.
Podía pasarse horas enteras comiéndoselo con los ojos, como el mayor de los placeres, el éxtasis de los éxtasis, la dádiva de las dádivas. Porque él se veía tan poderoso, tan inmaculado, tan seguro, tan fuerte, tan imponente, tan brillante, tan hermoso, tan adonis, tan divino, tan hombre, tan apolíneo, tan encantador, tan magnífico, tan arrebatador, tan... tan... tan... ¡Uff! ¡No cabían calificativos en el diccionario para tan perfecta perfección! Bella tuvo que recordarse la necesidad de respirar. ¡Ni Edward Cullen la robaba tanto el aliento como aquel presidente de Panem! (Y a su lado ella, una persona inicua de esa magnética apariencia libidinosa, ella, tristemente ella, como siempre, sin ser digna de él).
Giró la cabeza -lentamente, claro; no había necesidad de que el cuello le doliera más- y ojeó su imagen en el espejo de la pared, que también se veía algo resquebrajado. Se asomó a la imagen que éste le devolvía y trató de mirarse con ojos críticos: alta como un espino, blanca como la leche, pelo castaño y apagado, caderas esmirriadas, senos fláccidos con cierto declive hacia el ombligo, piernas largas con tendencia a curvarse hacia afuera. En efecto, toda una Mary Sue retirada.
Al verse más atentamente, tuvo ganas de echarse a llorar. Tenía los labios medio partidos, como si alguien se los hubiera mordido con ganas; La nariz colorada; el ojo izquierdo morado; el rostro hinchado; el hueco de la clavícula regado con rojizas señas de pequeños mordiscos; los brazos, el estómago y los menudos y colgantes pechos llenos de contusiones violáceas. ¡No era justo! ¿Por qué siempre tenía que tener tan mala presencia delante de su Sanguijuela? ¡Así él nunca la volvería a desear como la noche pasada! La noche pasada... él y ella. Snow y Bella. Entonces sonrió, aliviada.
La comprensión golpeó su cerebro ralentizado. Había sido él mismo quien le había hecho todos esos moratones, muestra inequívoca de su pasión y de su gran amor. No tenía de qué preocuparse. Su Sanguijuela la quería, la quería, la quería. No iba a dejarla, nunca lo haría. La sola idea de ese pensamiento la atormentó tanto que en su pecho reptó un miedo cerval, un pavor terrible que convulsionó su cuerpo con violentos temblores esquizofrénicos.
De inmediato, él se aproximó más aún a ella, trayendo consigo esa pestilencia sanguinolenta que a cualquiera con dos dedos de frente le habría alertado pero que a Bella no se le antojó nada ominosa, y empezó a darle golpecitos en la espalda. Bueno, claro, lo que su fuerza de a la vejez viruela entendía como golpecitos, porque en realidad eran sonoros bastonazos que retumbaban en la estancia de forma contundente.
La espalda de Bella culebreaba y se retorcía más aún cuanto más le consolaba su Sanguijuela, pues sus varoniles manos pillaban contusiones en la zona, pero el hecho de saberle interesado por ella la conmovía tanto, la ilusionaba tanto, la gustaba tanto, la enamoraba tanto, la entontecía tanto, la embelesaba tanto, la hipnotizaba tanto, la idiotizaba tanto que, en fin, poco le importaba ese inconveniente.
Gradualmente se fue tranquilizando. Todo lo que él hacía, lograba tener ese efecto de bienestar en ella. ¡Por eso lo amaba, lo amaba, lo amaba!
Con cuidado de que la cama no terminara de derrumbarse bajo el peso de sus movimientos, Bella apoyó los pies descalzos en el fresco suelo de baldosas, y se enderezó poco a poco sobre las doloridas piernas, dispuesta a dirigirse al servicio para hacer, una vez más, cosas humanas. Andaba a pasitos cortos y pausados como una vieja desgastada, el cuerpo tembloroso, los ojos llorosos y la respiración afanosa, pero se sentía feliz, completa, amada, porque tenía a su Sanguijuela a su lado, presto a recogerla del suelo con su fuerza de macho ibérico, uy no, con su fuerza de hombretón capitolino, si en cualquier momento sus torpes piernas le traicionaban y daban indicios de flaqueza y torpeza como un cachorrito desvaído.
Por el camino, vio un reguero de mechones castaños en el suelo, lo que explicaba por qué sentía tanto frescor en la cabeza, pero no le extrañó. ¡Su Sanguijuela era tan pasional! ¡Tan poderoso! ¡Tan bruto! ¡Tan entusiasta!
Llegaron por fin al cuarto de baño. Aunque Bella renqueaba de una forma más notable, lo hicieron juntos, cómo no. Con dedos discretos que advertían de ir acostumbrándose a sufrir esas secuelas tan dulcemente dolorosas, Bella se lavó despacio, bajo la atenta y hambrienta mirada de a quien había apodado su Sanguijuela de Panem. Era evidente que su amor no tenía pensado dejarla escapar, y que deseaba repetir la experiencia tan pronto como ella se lo permitiese.
¡Qué tonto era! pensó Bella con ciego cariño. ¿Es que no se daba cuenta, a esas alturas, de que ella estaba más que dispuesta a concederle todo, todo, todo? Incluso si después su cuerpo acababa tan malogrado. ¡Cualquier cosa por su Sanguijuela! En fin, era evidente que el erguido sexo del viejo también pensaba soportar cualquier cosa, con tal de romper ese impuesto celibato de toda una hora de estar despierto. ¡Qué gran autocontrol, el de él! Con lo maravilloso que había resultado la noche... ¡como para no querer repetir! Los minutos sin él dentro de ella parecían siglos enteros de impuesta castidad. Pero no era en vano, no era en vano. Si su Sanguijuela disfrutaba, nada era en vano.
Pronto la sangre se escurrió de entre las piernas, acompañada de gel, agua, y otros residuos que contaban su experiencia sexual. Resultaba curioso. Su Sanguijuuela le había roto todo: pelo, dientes, costillas... pero no lo que de verdad tenía que romper. ¡Qué considerado era! La esponja se desplazó con fruición por el agujero que tenía entre las nalgas, parándose de vez en cuando para comprobar el buen estado de esa hendidura clave, erótica. Sí, él no la había penetrado por detrás. No le había dado por culo... todavía. Al contrario, había respetado su anhelo de ser desvirgada para cuando llegaran a sus aposentos capitolinos.
Canturreando, Bella se aseó a fondo. Se taponó las incisivas huellas de los puntiagudos y perfectos dientes de su amada Sanguijuela, se cuidó los profundos surcos que, hermosamente, ahora decoraban su flacucha y enclenque figura, ocultó como pudo las irregulares calvas del cogote con lo que le quedaba de pelo, se perfumó entera, inmutable ante el escozor de los arañazos que habían abierto los cálidos y suaves dedos de él al ir a sobarla impunemente el cuerpo.
Eso sí, nada pudo hacer con los moretones. Sólo lucirlos con orgullo como lo que eran: la prueba indiscutible y amorosa de su nuevo amor. ¡Sentía tanta emoción...! Se sentía flotar en un limbo de incruenta ensoñación... Hasta que no pudo más y rompió a llorar. ¡Era tan maravilloso todo! El gran logro de su vida. Por fin la Sanguijuela de Panem le había hecho suya. Snow le había hincado el diente y dejado su veneno de serpiente como prueba de que ella era única y exclusivamente suya. Y estaba más que dispuesta a darle cuantas sesiones de sexo como aquellas fueran necesarias. Por supuesto que sí. Y si por algún casual se quedaba preñada de un churrumbele algo monstruito... bueno, tampoco pasaba nada. A fin de cuentas, costillas para romper tenía más que de sobra. ¿Verdad? ¿Verdad?
Bella alzó la cara para mirarlo directamente. Al caer en la cuenta de su afilada mirada, Snow se estremeció. Temió qué vendría a continuación. En los ojos de Sue poco quedaba de la jovencita facilona que se había acurrucado desnuda contra su brazo, horas antes. El pelo bonito quedaba atrás; el genio astuto se había esfumado. Sólo había las huellas de... lágrimas en sus ojos, párpados y mejillas.
–Oye... ¿cuándo me llevas a vivir a tu casa?
–¿Casa? ¿Qué casa?
–Pues la tuya del Capitolio, por supuesto. ¿Cuál si no?
Snow la miró con esos ojos de malo, de villano, de soberano, de opresor, de antagonista, de antihéroe, no queriendo captar la dirección hacia la cual se encaminaba esa conversación.
–No creo que esa sea buena idea.
Bella lo miró con tristeza, con sus ojos de cordero degollado, sin entender.
–¿Por qué? ¿Por tu fama de dictador? A mí no me pareces peligroso. Es más, me gusta el peligro. El riesgo. El precipicio. Las caídas. El vacío. La sumisión. El dominio. El control. La violencia. La…
–Por lo que más quieras –terció Snow al ver que la lista de insensateces proseguía–, cállate. No es por mí. Sino por ti. Puedo tolerar que me llamen dictador, a fin de cuentas, eso mismo hago, dictar dictados. Pero soy el presidente de un país, una nación; una novela, una ficción. He de dar buen ejemplo de cordura y snob.
Pero Bella no era persona que se daba por vencida.
–Por lo que más quieras (que, por supuesto, soy yo) sácame de este barrio cochambroso. –Gimoteó, labios encendidos, mejillas sonrosadas–. ¡Libérame de la prisión de ser una mortal de poca monda entre estos mortales de poco estanding.
–¿Para que empieces a soltarme esa perorata con la que a las mujeres os gusta incordiar?: levántate, dúchate a diario, aféitate como es debido, no envenenes a nadie, come con cubiertos aunque no estés en una ceremonia pública, abandona la muda de serpiente… bla, bla, Bla. No, gracias, querida.
–¡Pero tú me lo prometiste! –Acusó Bella en un gritito repentino, olvidado el papel de damisela en apuros, de frágil y dulce muchacha torpe, de botón a la acción a la protección de toda una familia muerta, estoooo, no, oséa, muerma.
–Sí, bueno, pero es que no estoy preparado para ser un calzonazos dispuesto a sacrificar su personalidad en aras de un matrimonio... y encima contigo, alguien a quien me he trincado en una noche. Además, me da en la nariz que ellos te verían pronto apetecible.
Bella lo miró con cara de circunstancias.
–¿Ellos? ¿Qué ellos?
–Mis venenos, rosas y mutos. Por supuesto.
Bella se sonrojó. Y se volvió a sonrojar. Y auún en la siguiente línea del párrafo siguiente de la página siguiente de la siguiente escena del siguiente capítulo de la siguiente novela de la siguiente saga… continuaba sonrojada.
–¡Pero tú me dijiste...! ¡Tú me prometiste... ¡Aaaarggh! ¡Me has roto las costillas! ¡Eso aquí y en cualquier parte significa lo mismo que un anillo de compromiso!
–Uy, Bella Sue, mucho me temo que se te cruzaron los vampiros.
Y entonces Bella, muy avispada por su parte, comenzó a atar cabos: la fuerza sobrenatural del presi, su rapidez, su buen hacer en el sexo, su lagartina belleza, su palidez cadavérica, su referencia con los vampiros, el reflejo del sol en la piel que no alrevés… sacó conclusiones:
–Te pillé. ¡Eres uno de ellos! –lo apuntó con índice tembloroso y ferviente–. Un Cullen renegado.
–Sí… –Snow sacudió la cabeza–. Ahora ya no me cabe duda. Anoche hice polvo algo más que tu coño.
–No te preocupes. Yo te guardaré el secreto. ¡Pero ahora ya eres mío, Snow! –Declaró, triunfante–. ¡Snow...! ¿Snow? ¡Vaya! ¿Por qué corres tan deprisa? ¡Snow, vuelve! Joooo, otro que se me escapa. ¿Qué les pasa a los hombres? Una visita relámpago y se van. ¡No es justo! Pero si como toda buena mary sue yo tan solo quiero que me amen...
Y como buena Bella Swan gritó, lloró, pataleó, tembló, se tiró de los cuatro pelos, y se deprimió. Se sonrojó, se mordisqueó el labio, se le cortó la respiración hasta perder el equilibrio y caer de un batacazo al suelo, vencida y traicionada por sus pies torpes. Y así quedaría durante horas la Bella Swan, sola y llorosa, abrazada al blanco capullo de rosas, último reducto tangible del viaje de Snow al centro de la Veta.
