¡Saludos achuchables!
Esta historia se centra en España e Inglaterra (SpUK) mayormente y hace un tiempo (el año pasado ^^U) lo publiqué pero acabé borrándolo porque estaba ocupada con los estudios. Así que lo he vuelto a subir C:
Muchas gracias por vuestro apoyo. No me he olvidado de los reviews que tuve y de lo mucho que me animaron a seguir escribiendo. ¡Se me acelera el corasong cuando veo un review nuevo!
Muchos besotes indecentes~
!sòidA¡
¿Cosas de la vida?
Un hombre cuya placa identificativa decía que se llamaba Antonio, se encargaba de mantener a raya a los turistas que iban a España con sólo una cosa en mente: pasarlo bien. Pero no les bastaba con visitar las playas y monumentos históricos, sino que lo daban todo yéndose de fiesta.
Últimamente Antonio había estado enfaenado ordenando informes y demás papeleo, y lo que no se esperaba era que esa noche le tocaba salir a patrullar por el centro de Barcelona.
Antonio era moreno y tenía el cabello revuelto, que su hermana se encargaba de cortar, y unos brillantes ojos color oliva que resaltaban aún más por el contraste con su tez bronceada.
Trabajaba en una pequeña oficina que compartía con dos de sus compañeros. Estaba disfrutando de su triste merienda mientras leía una noticia en la pantalla de su ordenador. Se le derramó algo de café en el teclado cuando escuchó un grito que provenía del despacho de su superior.
-¡Mierda! – murmuró enfurecido por su torpeza. Intentó secar el café del teclado, pero quedó interrumpido por el incesante ruido del teléfono.
Inspiró hondo y se tranquilizó. Tiró la servilleta de papel empapada de café a la papelera y se dijo que ya lo limpiaría luego. Cuándo se hubo relajado, descolgó el teléfono.
-¿Sí?
-Miquel quiere verte ahora mismo –le anunció una voz femenina al otro lado del teléfono.
-De acuerdo, gracias Leire –tras decir eso, colgó y frunció el ceño–. Menudo día llevo hoy… -susurró.
Se dirigió al despacho de su superior, pero antes observó a la ayudante de Miquel. "Leire Martínez" leyó el moreno en el pequeño letrero que tenía la mujer encima de su mesa. Era bastante atractiva. Su cabello rubio cobrizo estaba recogido en un moño y un largo mechón le caía por el lateral derecho de su bien definida cara.
-…Discúlpeme un segundo – le dijo Leire al teléfono. Sus ojos marrones se clavaron en los verdes de Antonio y a continuación tapó el teléfono con la mano izquierda–. Mejor que no le hagas esperar –susurró Leire, ofreciéndole una mirada compasiva y después le guiñó un ojo, intentando animarle.
Antonio abrió la boca para decir algo, pero la cerró y asintió. Aferró el pomo de la puerta. Alzó la cabeza, leyó "Inspector Jefe" y la abrió.
-¿Quería verme, señor? –preguntó Antonio desde la puerta, y el tono de seguridad con la que lo dijo le sorprendió.
Miquel se incorporó de su silla al verle y estiró el brazo, ofreciéndole un asiento enfrente de su mesa.
-Así es, Fernández – decía mientras se sentaban cara a cara, con la mesa interponiéndose entre ellos.
-¿Hay algún prob…? – Miquel alzó la mano, interrumpiendo la pregunta del moreno.
Miquel Ponts y Antonio se llevaban bien, pero Antonio sabía perfectamente que si su jefe estaba enfadado, la amistad no serviría de nada.
-Necesito que esta noche vayas a patrullar por las calles de Barcelona –dijo Miquel, con una mirada impasible.
Oh, no. Antonio sabía que cada año, durante los meses de verano, era cuando más problemas había por Barcelona. Tragó saliva.
-Pero señor –balbuceaba Antonio –hoy le toca a Francesc -murmuró.
-Serrano se encuentra enfermo hoy y, confío en sus servicios para que tome su puesto durante esta noche, Fernández –dijo su jefe, poniéndole dureza a cada una de sus palabras.
El moreno del cabello revuelto inspiró, abatido, y asintió.
-Sus esfuerzos serán recompensados, Fernández, alegre esa cara –Miquel se inclinó un poco y le dio dos bofetadas amistosas.
Antonio forzó una sonrisa.
-Además, podrás ver como esas turistas se pasean por las calles con esas curvas, si sabes a qué me refiero… -continuaba, alzando las cejas repetidas veces con una sonrisa lasciva en sus labios.
Por fin había dejado de tratarle de "usted". Volvió el jefe amistoso. Antonio se ruborizó y sonrió tímidamente.
-Yo, como mosso d'esquadra profesional, juro no mantener pensamientos oscuros de turistas en lencería sexy durante mis servicios, señor –dijo, serio, el moreno mientras tenía la mano derecha en el pecho.
Se rieron a carcajadas al unísono.
-Ay Antonio, ojalá volviera a tener otra vez tu edad…
Dos jóvenes rubios, con apariencia de ser turistas, estaban asombrados admirando la Sagrada Família. Uno de ellos, el más escandaloso, no paraba de gritar a los cuatro vientos lo feliz que estaba. En cambio, el otro, estaba bastante enojado con el comportamiento de su amigo.
-Cállate, Alfred, ¡nos está mirando todo el mundo!– le susurraba en inglés, irritado, a su amigo, que seguía gritando.
-Tienes que vivir la vida, my friend –le contestó–. ¡Que la vida son dos días! –dijo en español, con un horrible acento estadounidense.
Alfred le dio una fuerte palmada en la espalda de su amigo, y éste, que se quemó aquella zona en concreto el día anterior, arqueó la espalda y gritó de dolor.
-Ya claro, lo que tú digas, pero que sepas que no te conozco–reprochó a regañadientes, todavía dolido por el escozor.
-¿Todos los británicos son igual de bordes cómo tú, Arthur? –hizo un mohín, como un niño pequeño.
El británico puso los ojos en blanco y le preguntó:
-¿Todos los estadounidenses coméis en el McDonald's? –se le quedó mirando expectante a ver qué respuesta le daba el estadounidense, pero éste solo se encogió de hombros. –Whatever… -suspiró, irritado.
Arthur miró la hora en su reloj de pulsera: las ocho y media de la tarde.
-¿Quieres que vayamos a tomar algo?–le preguntó Arthur a Alfred.
-¿Tomar algo? –Le miraba, incrédulo -¿Beber? –Arthur asintió -¿Alcohol? -le miraba con los ojos muy abiertos, todavía sin creérselo.
-¡Que sí, pesado!
Entraron al primer bar que vieron y se sentaron en una mesa alejada, en la esquina.
El lugar era bastante grande, blanco y sofisticado. El sol ya se había escondido, así que luces de distintos colores iluminaban el bar. Era un bar para turistas, sin duda. Había una gran pantalla pegada a la pared, en el que ponían el karaoke.
Al lado de la mesa en la que estaban, había un grupo de alemanes que animaban y abucheaban alternadamente a sus amigos, que estaban cantando una canción del karaoke. Los que cantaban eran dos hombres bastante altos, uno albino "¿O se habrá teñido el pelo de blanco? Aun así, que horterada" pensó Arthur, mientras le observaba. Y el compañero del albino era rubio, eso ya no le extrañó tanto al británico.
Se reía por dentro para así no mostrar un gesto maleducado hacia los alemanes, pero no pudo reprimir una sonrisa burlona al escuchar a aquella pareja de alemanes intentando cantar "Aserejé".
Una camarera se acercó a la mesa donde estaban Alfred y Arthur.
-Bienvenidos a Mare Nostrum. ¿Qué puedo ofrecerles, señores?–preguntó en inglés, con una brillante sonrisa.
Arthur miró a Alfred, que tenía los ojos muy abiertos y las mejillas un poco ruborizadas. La camarera seguía observándoles con un brillo divertido en los ojos. Alfred abrió la boca y luego la cerró repetidamente, sin saber que decir. Miró a Arthur esperando ayuda.
Arthur suspiró y le pidió a la camarera un par de cervezas.
-Ahora mismo se las traigo –sonreía a la vez que le giñaba un ojo a Alfred.
La camarera se fue y rápidamente se miraron los dos.
-I'm in love – dijo Alfred, sonriendo como un bobo.
Tras varios minutos, ese par de cervezas pasaron a ser el doble, y unos minutos más tarde, el triple de cervezas.
Antonio quedó aliviado al saber que iría con uno de sus compañeros a patrullar las calles, y se decía a si mismo que no ocurrirá nada fuera de lo normal. "¿Algún que otro turista borracho llamando la atención, quizás?" se preguntó, pero lo negó automáticamente.
Una voz con acento francés interrumpió los pensamientos del moreno de ojos verdes y salió de su ensimismamiento para encontrarse en el garaje.
-¿Conduces tú o conduzco yo? – Le preguntó el francés, poniéndose delante de Antonio–. Te veo ido. ¿Todo bien?
-Sí, todo bien –asiente–. Sólo pensaba en…
-¿Al fin me ibas a decir lo mucho que me amas? –interrumpió el francés, aleteando sus pestañas, coqueto.
-No, Francis –Antonio trató de fingir seriedad, pero falló en el acto–. A ver cuando te metes en esa cabeza rubia que tienes el hecho de que no me gustan los hombres –suspiró, divertido.
Francis Bonnefoy, un francés que ejercía la profesión de mosso d'esquadra. Dijo que siempre le habían gustado los policías y que por eso iba ahora por la calle esposando a gente descarriada. Antonio le preguntó el por qué había ido de Francia a Barcelona sólo para ser policía. A lo que el francés, bien orgulloso de su respuesta, le respondió: "estaba cerca de mi casa". "…Bueno, también porque me gusta el uniforme de mosso d'esquadra y os queda muy sexy" admitió.
Desde que eran compañeros en el trabajo, Francis intentaba ganarse a Antonio. Todavía tenía esperanzas, tras el montón de calabazas que le había dado Antonio.
-Conduciré yo, entonces – dijo el rubio, disgustado.
Francis caminaba hacia la puerta del coche cuando se percató de que el español le estaba siguiendo por detrás. Se le cayeron "accidentalmente" las esposas.
-Vaya –el francés fingió sorpresa y se inclinó para recoger las esposas, dejando claro que el trasero del francés pedía guerra.
Francis recogió las esposas y miró expectante a Antonio. Como éste no decía nada, el francés abrió la boca para hablar, pero Antonio le interrumpió antes de que dijera alguna burrada.
-No –dijo, tajante.
-Vale, vale –Francis hizo un mohín–. Tenía que intentarlo –se encogió de hombros.
Barcelona esa noche estaba bastante calmada; Antonio casi no se lo podía creer. Pero esa tranquilidad quedó perturbada enseguida por unos gritos.
-¡Allí! –gritó Antonio, señalando un bar. Miró la hora en su reloj de pulsera. "¿Las nueve y cuarto y ya hay jaleo?" se preguntó.
Francis aparcó y salieron corriendo hacia el bar. Escucharon un fuerte grito de una mujer. Antonio apretó la mandíbula y se dio más prisa. El español llegó antes a la mujer que había gritado y ella enseguida señaló a dos hombres que se estaban peleando. Antonio miró fugazmente a Francis y éste asintió, serio. El francés corrió hacia uno de los dos que se estaban peleando, que parecía ser alemán, le hizo una llave y le inmovilizó con la pierna, apretándole las manos a la espalda. El alemán se acabó tranquilizando, porque sabía que si forcejea, le dolería. El alemán miró a su derecha, a su amigo rubio, y lo único que recibió de éste fue un gesto de desaprobación y vergüenza.
Antonio se encargó del otro problemático de la misma manera en la que lo hizo el francés. El hombre que estaba debajo de Antonio gruñó e intentó deshacerse del peso que tenía encima, evidentemente falló, y optó por hablar con su amigo, que estaba al margen de la pelea.
-¡Arthur, dile a este que se quite de encima! – gruñó el estadounidense, después de estar esposado.
-No puedo, Alfred, es un policía–le replicó el inglés.
Antonio se incorporó y levantó al estadounidense por el brazo.
-Tú – Antonio clavó sus ojos verdes a los ojos también verdes del inglés y éste se puso pálido–. Vamos a hablar, allí –señaló con el dedo índice una mesa en la esquina.
Arthur hizo lo que el policía le dijo y se dirigió a la mesa donde una hora antes él y su amigo comenzaron a beber cervezas. Se sentó y sintió una ligera punzada de preocupación al ver a su amigo esposado. El policía español hizo que Alfred se sentara y después se sentó él a su lado.
-Cuéntame, ¿qué ha ocurrido aquí? –le preguntó, irritado, el policía a Arthur.
Arthur tragó saliva, sin saber bien qué decir. Miraba a todos lados, como si intentara buscar ayuda. El policía se inclinó un poco, colocó el codo encima de la mesa, apoyó la barbilla en la mano y cruzó sus labios con el dedo índice, intentando esconder su irritación.
El británico se quedó embobado, admirando aquella obra de arte, esos labios tan bien definidos. Se ruborizó al darse cuenta de que los ojos del policía no dejaban de observarle.
-Bueno, empecemos de nuevo: me llamo Antonio, ¿y tú? –Preguntó sonriente, mientras mantenía quieto a Alfred por la nuca–. ¿Me entiendes? –Antonio ladeó la cabeza.
Arthur parpadeó un par de veces, saliendo de su ensimismamiento.
-Sí, yo me llamo Arthur –atisbó como el español dejaba de agarrar a Alfred por la nuca, ya que éste ya estaba durmiendo con la cabeza sobre la mesa, babeando.
Antonio le ofreció la mano a Arthur, la misma mano que tenía antes sujetándole la barbilla.
-Encantado, Arthur –el inglés le dio la mano y se la estrecharon.
Arthur se sobresaltó al escuchar los gritos de los alemanes, que estaban muy enfadados.
-No te preocupes, mi compañero se los llevará lejos de aquí –los labios de Antonio formaron una cálida sonrisa–. Bien. Dime, ¿qué ha ocurrido aquí?
-Alfred y yo –dijo el británico, mirando al joven que dormía sobre la mesa. Antonio asintió, dándole paso a que prosiguiera– decidimos venir aquí para tomar unas cervezas –cerró los ojos y suspiró–. Él acabó tomándose una gran cantidad de cervezas. Yo le decía que ya bastaba, pero él es muy tozudo y siguió bebiendo, hasta que se emborrachó.
-Eso ya me lo imaginaba –el español se cruzó de brazos–. ¿Por qué se estaban peleando tu amigo Alfred y el otro?
Arthur se miró las manos, avergonzado por la respuesta de esa pregunta. Inspiró y soltó el aire ruidosamente.
-Empezaron a competir –Antonio se le quedó mirando, con una ceja alzada. Arthur frunció el ceño–. Competían para ver quién se ligaba antes a la camarera.
Antonio intentó reprimir la risa, pero no pudo. Empezó a reírse a carcajadas. Arthur, aunque él sabía que no había hecho nada, se escondió la cara con las manos, avergonzado. Antonio se revolvió en el asiento, incómodo, cuando se dio cuenta de que no debió reírse.
-¿Cortejar a la camarera? Vaya, eso es nuevo –Antonio se puso serio de nuevo, pero mantuvo un aire risueño en sus ojos.
-Lo peor de todo –continuaba el británico, ignorando el comentario del policía– era que la camarera les seguía el rollo a los dos.
Arthur se quedó mirando a Antonio, esperando a que dijera algo, pero éste último sólo alzó las cejas.
-¿Ocurre algo? –preguntó Antonio al ver que el británico no dejaba de mirarle.
-Alfred irá a la cárcel, ¿verdad? –el británico cambió de tema.
-Sólo pasará la noche. Esto no ha sido tan grave como crees, créeme –Antonio sonrió de tal manera que Arthur se derritió por dentro–. Por cierto, ¿vives por aq…?
Una voz que provenía del walkie-talkie de Antonio le interrumpió. El policía puso los ojos en blanco y se acercó el walkie-talkie a la boca.
-Aquí estoy. Deja de gritar, Francis. No se te entiende. Cambio –Antonio frunció el ceño como gesto ante el comportamiento de su compañero.
-¡¿Se puede saber dónde estás?! –gritó ansioso el francés a través del walkie-talkie–. ¡Cambio!
-Tranquilo amor mío, ahora voy a casita para calentarte la cama –bromeó Antonio. Éste le guiñó un ojo a Arthur y le ofreció una sonrisa cómplice.
"¿Qué demonios…?" pensó Arthur al oír susodicha desfachatez.
Arthur observó cómo los labios del español se movían cuando articulaba palabras y no podía dejar de mirarlos. Se revolvió en el asiento, algo incómodo.
-Arthur, nos vamos –Antonio se incorporó mientras hablaba–. Mi compañero se me ha adelantado y ya se ha llevado al otro a los calabozos –zarandeó a Alfred, y éste se acabó despertando de mala gana. El español le cogió del brazo y le levantó, ignorando los quejidos y los murmureos del estadounidense–. Francis –le dio dos golpecitos con el dedo al walkie-talkie– vendrá a recoger a tu amigo y yo te llevaré a tu establecimiento.
-De acuerdo –murmuró Arthur.
Antonio salió del bar con Alfred agarrado del brazo y con Arthur a su lado. Esperaron pacientemente hasta que vieron llegar un coche patrulla enfrente de ellos.
Francis salió del coche y abrió la puerta trasera. Después se dirigió a Antonio.
-¿Lo de calentarme la cama iba en serio? –Decía mientras cogía al estadounidense–. Porque esta noche estaré solito en casa –le puso morritos a Antonio y éste suspiró.
-No iba en serio, aparte de que no podría; todavía no he acabado con mis servicios –señaló al británico de su lado con la cabeza y a continuación se encogió de hombros.
Arthur observó la escena, incómodo. Francis metió a Alfred en el asiento trasero y cerró la puerta. Después, se sentó en el asiento del conductor y bajó el cristal de la ventanilla hasta que se escondió del todo. Antonio se acercó y apoyó las manos en la ventanilla.
-Anda, vete a casa y descansa, mañana haremos un informe sobre los acontecimientos de esta noche. ¿Has hablado con la camarera? –preguntó el español.
-Cuando tu vienes, yo ya he vuelto dos e incluso tres veces, Antonio –dijo el policía de media melena rubia, con una mueca divertida.
Antonio suspiró y le dio un golpe suave al coche con la palma de la mano. Francis entendió el gesto y le dio al acelerador. Antonio se volvió hacia Arthur una vez estaban solos.
-Bueno, vamos a tu hotel –dijo con una amplia sonrisa.
-No es necesario, tengo un piso aquí cerca. Puedo ir solo –comentó el inglés, sin convencimiento.
-No es molestia, si es eso lo que te preocupa. Es mi trabajo –replicó, torciendo la boca.
El británico acabó asintiendo y empezaron a caminar. Por el camino se toparon con un gran grupo de alemanes que, por el aspecto, seguro que se iban de fiesta a alguna discoteca.
Finalmente llegaron al edificio donde se alojaba el británico. Antonio rápidamente se dio cuenta de que vivía cerca de él; en el edificio de enfrente. Se detuvieron en la enorme puerta del edificio y Arthur tragó saliva.
-Gracias por acompañarme –murmuró el inglés.
-Es un placer –sonreía Antonio.
Arthur sacó las llaves y le dio la espalda a Antonio para abrir la puerta. Antonio hizo una leve expresión de sorpresa al verle la espalda al británico y se rio a lo bajini.
-Deberías ponerte crema hidratante en la espalda, no vaya a ser que te peles –con el dedo índice le tocó la espalda quemada y el inglés arqueó la espalda como respuesta–.Tiene pinta de escocer…
-Sí: escuece –aseguró el británico entre dientes–. Cuando Alfred vuelva le obligaré a que me ponga crema.
Arthur abrió la puerta y entró al interior del edificio, dejando a Antonio fuera.
-Yo podría echarte la crema –sugirió el español, antes de pensárselo. Cuando pensó sobre lo que acababa de decir, tragó saliva. Temiendo ser rechazado. "¿Se puede saber qué acabas de decir, Antonio? Tierra, trágame" suplicó.
El británico se quedó mirando a Antonio con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.
-Claro –Arthur se apartó de la puerta y le ofreció paso a Antonio.
El español entró, algo avergonzado. "¿Qué hay de raro en echarle crema a un inglés?", se preguntó. "Un inglés que has conocido porque has arrestado a su amigo" le respondió su subconsciente.
Tomaron el ascensor y subieron a la tercera planta. Arthur se adelantó a Antonio y corrió a abrir la puerta del piso 3º 4ª B. El inglés se apartó y dejó entrar al español. Éste, abría cada vez más los ojos según iba adentrándose en el salón, sorprendido por la decoración.
"¿Cuánto dinero se habrá gastado en esto?" se preguntaba continuamente Antonio.
-¿Quieres tomar algo? –invitó el inglés, educadamente.
-N-no, gracias –balbuceó Antonio. "¿Qué hago aquí?".
-Ehm… -Arthur miraba a su alrededor, como si buscara algo.
Antonio carraspeó y cambiaba el peso de una pierna a otra, nervioso.
-¿Crema? – el inglés al fin encontró la salida para romper el silencio.
-Oh, claro –le sonrió Antonio, aliviado porque por fin alguien había empezado a hablar.
Arthur desapareció en el pasillo y volvió al salón con una crema hidratante en la mano. Se quedó enfrente de Antonio y le ofreció la crema.
-Quítate la camiseta y túmbate boca abajo sobre el sofá – le ordenó el moreno al rubio de ojos color esmeralda, una vez con la crema en mano. Éste último asintió, obediente.
Arthur se quitó con delicadeza la camiseta y, al ver que el español le miraba preocupado, desvió la mirada hacia el suelo, avergonzado. Dejó colgada la camiseta en el respaldo de una silla y se tumbó en el sofá. Antonio se remangó la camiseta hasta los codos y se colocó a horcajadas sobre Arthur, con las rodillas a los lados de su cintura. El español, antes de echarle nada, miró el bote de crema.
-¿Anticelulítica? –leyó, divertido.
-¡Es la única que tengo, y además, se la dejó aquí una amiga! –se apresuró a decir Arthur.
-Vale, vale – sonrió el moreno, encogiéndose de hombros.
"Así no tendrá celulitis en la espalda" bromeó Antonio.
El moreno estrujó el bote anticelulítico y la crema se deslizó sobre la piel quemada del inglés. Éste se estremeció al notar la crema.
-Fría, ¿eh? –reía Antonio.
-Sí –murmuró Arthur contra el cojín, el cual abrazaba.
Antonio esparcía la crema con sus manos, masajeándole, formando círculos invisibles sobre la espalda de Arthur. La crema desprendía un aroma suave con un leve toque de limón.
-Qué bien huele –dijo Antonio.
-¿La crema? –preguntó el inglés, dudoso.
-Claro –Antonio frunció ligeramente el ceño, confundido por la pregunta.
El español continuó masajeándole la espalda hasta que la crema quedó absorbida por esa castigada piel.
-Ya está –Antonio se levantó y se quitó la crema de las manos restante en los pantalones–. La próxima vez tenga cuidado al tomar el sol –advirtió, burlón.
-Da igual lo que haga; siempre me quemo. Lo llevo en los genes –le reprochó el inglés desde el sofá.
Antonio se encogió de hombros y suspiró.
-Bueno, me voy ya. Mi misión ha finalizado – dijo, alzando el pulgar con una amplia sonrisa.
-Claro. Adiós – Arthur se mordió el labio y desvió la mirada hacia el cojín que tenía abrazado. –Te despediría en la puerta, pero acabo de descubrir lo cómodo que se está en este sofá –murmuró.
"Menuda situación más embarazosa. ¿Justo ahora se me tenía que izar la bandera?" se preguntaba Arthur, alarmado. "Ahora quedarás como un maleducado" se burlaba su subconsciente. "No soy un maleducado, soy un gentleman" le reprochaba a su subconsciente, con el ceño fruncido.
