Crónicas del Ángel Caído 2
Escrito por Federico H. Bravo
Primera Parte
1
Misión Divina
Las Vegas. ¡La Ciudad del Pecado!
¿En qué otro sitio como este en la Tierra podría sentirse más a gusto el Diablo? Un lugar brillante, lleno de letreros de neón y de casinos, donde las almas perdidas se movían al compás de los juegos de azar. Donde el póquer, la ruleta y el blackjack acompañaban las ruidosas fiestas, el desenfreno y el alcohol. Donde vales por cuento tienes y cómo te vistes. Donde hasta el más pobre se ilusionaba con ser rey, junto con el rico lleno de heroína, intoxicado por la marihuana o el crack.
Ah, sí, Las Vegas. La Ciudad del Pecado, capital del Infierno. El hogar del Diablo. ¡Mi sitio favorito!
Y allí me encontraba, sentado ante la barra de un bar del mejor hotel y casino de la ciudad, fumándome un cigarrillo y tomándome un Whisky mientras dos guapas señoritas me abrazaban y besaban con ardor y deseo.
Era una noche perfecta.
Lo seguiría siendo si no fuera porque él apareció.
De todos los ángeles del Señor, Miguel era siempre el más obediente. Buscaba, siempre que podía, alegrar el corazón de nuestro Padre cumpliendo todos sus mandatos a rajatabla. El hecho de estar allí, en el centro de la corrupción misma y de todos los vicios humanos respondía sin duda a alguna misión para Dios que, desafortunadamente, me involucraría.
Compréndanme. Hace poco me reconcilié a medias con nuestro Padre. Es comprensible que el viejo siga interesado por mí, el más rebelde de sus hijos… el más amado.
-Luciel, tenemos que hablar – dijo Miguel.
Lo miré, ceñudo. Iba corporizado como un hombre de cabello castaño, largo hasta los hombros. Llevaba una chaqueta oscura y unos pantalones vaqueros. Sus pies estaban calzados por botas de cuero.
-Horrible combinación de ropas la tuya – le dije, bebiéndome un poco de Whisky y observándolo con atención - ¿Qué quieres, Miguel? Espero por lo menos que sea algo en verdad urgente. Tu presencia es un insulto para este antro de corrupción.
Miguel guardó silencio. Miró de soslayo a las dos hembras humanas que me acompañaban, quienes a su vez lo observaban a él con temor. Quizás pensaran que se trataba de un matón contratado por la mafia. De hecho, Miguel lucia exactamente como uno, con esas ropas.
-Cachorritas, vayan a apostar por mí en la ruleta – les pedí a las dos chicas, besándolas en la boca a cada una – Jueguen al triple 6, ¿si? Luego nos vemos en la suite para lo que acordamos entre los tres.
-No te pierdas, guapo – replicó juguetona una de ellas. Creo que se llamaba Cassandra – Te esperamos. La diversión no seria lo mismo sin ti.
-Ya lo creo que sí – le di un cariñoso golpe en una nalga que la hizo reír. Pasaron al lado de Miguel y se perdieron entre el gentío que nos rodeaba.
Suspiré y señalé a una silla vacía a mi lado. Miguel la ocupó, siempre serio.
-Debería darte vergüenza cohabitar y tener relaciones carnales con esas dos hembras mortales, Luciel. Tu pecado es muy grave.
-Y tú deberías salir más seguido de casa y recorrer el mundo, hermanito. No sabes de lo que te pierdes…
-Luciel, ¿me estas tentando?
Sonreí. Brindé por su elocuencia.
-Soy el Diablo, ¿Qué esperabas? Y el nombre es Lucifer, no "Luciel". ¿Es que tengo que deletrearlo en roca para que por allá arriba se lo aprendan?
Miguel permaneció impasible ante mi queja. Era evidente que no tenía el más mínimo sentido del humor.
Por supuesto, no podía ser de otra manera. Al final de cuentas, era el jefe de la milicia celestial.
Nunca una sonrisa.
-Vamos al grano, que me aburro – le pedí - ¿Te mandó nuestro Padre?
-Así es. Desea tu ayuda en un asunto.
-Que cosas. ¿Dios necesita ayuda para algo? ¿No era omnipotente?
-Cuida tu lengua, blasfemo – siseó Miguel, evidentemente molesto con mis chistes – Nuestro Padre desea tu ayuda para solucionar un asunto que compete a tu área. A saber, algo relacionado con el reino de las tinieblas – esbozó una semi-sonrisa cruel - ¿No eres tú acaso el príncipe de esa tenebrosa región?
-Tú debes saberlo mejor que nadie – repliqué – puesto que fuiste tú quién me empujó hacia allí cuando fui echado del Cielo.
Apretó los puños. De repente el aire se electrificó.
Permanecí tranquilo, acabándome mi bebida. Lo observe con una sonrisa triunfal en mis labios.
-Hermanito, hermanito… el que se enoja, pierde – le espeté – Además, recuerda que eres un arcángel. No puedes levantarme la mano sin aprobación divina. ¿O me equivoco?
No dijo nada ante mi reto. Atinó a morderse los labios. Finalmente exhaló y abandonó la furia. Volvía a estar calmado.
-Nuestro Padre desea tu ayuda – repitió, monocorde – para un asunto urgente.
-Escúpelo ya, que me estoy aburriendo.
-Un demonio se acaba de apoderar del cuerpo y del alma de un anciano.
Enarqué una ceja. Di una fumada a mi cigarrillo.
-¿Eso es todo? ¿Una vulgar posesión diabólica? Francamente, hermano, estoy desilusionado. Creo que tu gente o tú mismo pueden ocuparse del caso, no me necesitan para espantar a un demonio…
-Este es diferente.
-¿En qué sentido? Explícate.
-Para empezar, se trata de un demonio muy poderoso, uno que tú seguramente conoces.
-Dame el nombre.
-Azazel.
Sí. Lo conocía. Era el más problemático de mis sirvientes. Había llegado a cuestionar mi autoridad varias veces. Era, para ser claros, el demonio más perverso de los demonios.
Cuando fue un ángel, era el más luminoso de todos, después de mí. De hecho, estoy seguro de que Dios lo creo al mismo tiempo que a mí.
De todos los antiguos hijos de Dios caídos en desgracia, Azazel es lo mas cercano que tenia de un hermano gemelo. Es triste pero cierto. Azazel perdió la Gracia y la forma junto con los demás ángeles que en los inicios del mundo bajaron para tentar a los hombres.
Como todos los demonios, olvidó el Cielo, renegó de Dios y se convirtió en un espíritu de las sombras.
Era, sin lugar a dudas, un autentico dolor de cabeza para todos, incluyéndome a mí. ¿Qué hacía posesionándose de un anciano? Yo no se lo había ordenado.
-Muy bien – suspiré. Apagué mi cigarrillo en un cenicero – Voy a sacarlo. Si tanto le preocupa a papá, dile que lo sacaré del hombre en el que se metió, le daré una paliza, y lo enviaré a la cama sin cenar.
Me puse de pie, acomodándome el traje y ajustándome la corbata.
-Dame el nombre del poseído – pedí.
-Su Santidad, Pedro II.
Me quedé helado. Lo miré, suspicaz. ¿Se trataba de una broma? Luego recordé que Miguel no tenia sentido del humor.
-¿El Papa?
-Así es.
-Pero… ¿Cómo sucedió?
-Tú sabes cómo se inicia una posesión diabólica – me retrucó Miguel – Azazel se introdujo en él y lo tiene entre sus garras, bajo su dominio. Ninguno de los exorcistas de la Santa Sede ha conseguido sacarlo. Nuestro Padre, previendo algún siniestro plan por parte de este espíritu inmundo, me encomendó buscarte y pedirte tu ayuda puesto que de todos los que una vez fueron ángeles y hoy son demonios, Azazel es el más parecido a ti.
-Ya, ya. Comprendo – suspiré de nuevo – Lindo trabajo me encargan: hacer del Exorcista. ¿Sabias que odio esa película? Me ha creado una mala imagen. Debería haber demandado a Hollywood por esa mierda.
Miguel también se puso de pie. Se encaró conmigo.
-Los demonios son tú responsabilidad – dijo, señalándome – Pedro II es un hombre de Dios, temeroso de Él y muy devoto de la Santa Virgen Maria. ¡Que un espíritu tan ruin se halla posesionado de su cuerpo es una gran herejía! Tu deber es sacarlo de él.
-Ok. Lo haré. ¿Pero cómo entro al Vaticano?
-Está todo arreglado. Otro de nuestros hermanos te espera allí; está corporizado como un sacerdote. De hecho, trabaja de esa forma, encubierto, entre los de la Santa Sede.
-Vaya, vaya… después dicen que el que se infiltró en el Vaticano soy yo – bromee.
Miguel hizo una mueca de desagrado.
-Haz tu trabajo. Te estaremos observando – me advirtió.
-Lo de siempre, vamos. Mirar es lo de ustedes.
-¿Qué estas insinuando?
-¿La palabra francesa vouyer te dice algo? – sonreí.
Miguel enrojeció. Soltó un alarido de rabia y se esfumó en un flash de luz. Al hacerlo, provocó que toda la electricidad de la Costa Oeste de los Estados Unidos se cortara, sumergiendo ciudades enteras en un gran apagón.
Mientras todos gritaban confundidos a mi alrededor, abandoné el lugar caminando. Las chicas tendrían que perdonarme; iba a volver tarde de mi misión.
Una lastima, la verdad
