Hay ocasiones en que ninguna respuesta es la correcta. No importa lo mucho que pienses en ello y tampoco todas las contestaciones que te surjan, no va a existir jamás una lo suficientemente apropiada para responder.
Himuro Reiichi siempre les decía a sus alumnos que en ocasiones como esta debían cambiar totalmente el enfoque, concentrándose en la pregunta y no en las respuestas. El porcentaje de contestar correctamente crecía si conseguían descifrar el verdadero significado de la cuestión, que muchas veces estaba escondido precisamente para confundir. Es decir, que debían entender primero la pregunta a fondo, pensar la solución sin mirar las posibles opciones (en caso de que fuera un test), y después contestar.
Varios de sus pupilos le habían agradecido el consejo pues había funcionado, y él sabía que otros, orgullosos o que fingían no prestarle atención, también estaban complacidos con este nuevo método. Su trabajo era enseñarles cosas nuevas así como exigirles mayor concentración y eficacia, y en estos procedimientos encontraba muchas veces una subida de nivel en estos aspectos.
Para él era lógico, y nunca se lo habían enseñado en el colegio o el instituto. Pero ahora, desde la perspectiva de un profesor, y no uno cualquiera pues quería sobresalir en su trabajo, entendía que hay cosas que no se presentan con evidente lógica para algunos alumnos.
Una vez que aprendían este nuevo método y procedimiento, mejoraban y él también lo hacía. Y jamás le había fallado.
Hasta ahora.
Apoyado de espaldas sobre el escritorio, con la luz del atardecer iluminando su figura, así como la clase, daba golpes de bolígrafo contra el mueble mientras pensaba y pensaba y pensaba. En cómo podía haberle fallado la lógica que siempre funcionaba, en cómo podía sentirse tan frustrado, y en qué podía hacer para resolver la interrogativa.
Pero nada acudía en forma de respuesta clara y concisa, sólo pensamientos sin orden, como una tormenta de ideas y sensaciones en su mente. Esto no le pasaba desde hacía mucho tiempo, ni siquiera se acordaba de la última vez, aunque sí se acordaba de que debía hacer para calmarse.
Se metió el bolígrafo en el bolsillo y salió de la clase con rapidez. Por el pasillo, también iluminado suavemente por la luz naranja del atardecer, pudo ver al equipo de béisbol recogiendo sus bártulos y recibiendo las últimas órdenes. No quedaban más que ellos en todo el centro, y dentro de poco también se irían y se quedarían él y unos pocos profesores más.
Pero sabía que no molestaría nadie por tocar un poco el piano.
Cuando entró en la clase de música, vacía y solitaria, se dirigió directamente al instrumento, parándose sólo un momento para quitarse las gafas. Él se dejaba llevar por sus manos, las teclas, y la melodía que salía como un maravilloso producto de sus dedos, y no necesitaba ver, sólo oír y sentir.
Los sonidos que en un primer momento produjo eran intensos, fuertes, y una representación de lo que ocurría en su cabeza. Sus manos bajaban y subían, ahora tocaban esa tecla, ahora la otra. Pero pasados unos minutos, el ritmo cambió y la melodía se suavizó. Ahora era tranquilo, delicado y pacífico, reflejando de nuevo su mente, que ahora estaba en calma.
Ya no se acordaba de lo que le tenía preocupado poco tiempo antes, se había sumergido enteramente en el mundo de la música.
─¿Profesor?
Himuro Reiichi levantó los dedos del piano con gran rapidez y se puso las gafas, aunque no necesitaba la vista para reconocerla a ella. Su voz era lo único que había necesitado.
Estaba de pie enfrente de las puertas correderas, con varios papeles cogidos por las dos manos sobre su pecho, y una sonrisa dulce y suave.
─Siento haberte interrumpido.
El profesor se levantó y se acercó a ella, solemne.
─¿Por qué no me habías avisado antes? ─le preguntó.
─Porque me gustaba…
Agachó la cabeza, tremendamente ruborizada y con la esperanza de que no la viera. Pero él ya conocía todos sus gestos, así como su corazón. La mente del profesor volvió a enloquecer al mirarla, y la preguntó rebotó contra las paredes de su cerebro una y otra vez.
Tenía que distraerse para no cometer una locura. Entonces miró los papeles que llevaba en las manos.
─¿Son para mí?
─Sí, le traigo las autorizaciones para la excursión.
Se las tendió, procurando no levantar mucho la vista. Él las recogió y sus manos se tocaron ligeramente. Y ella lo miró por fin con esos grandes e inocentes ojos. Podía volverse loco en ese instante.
─Muchas gracias.
─De nada, profesor. Hasta mañana.
Se giró para irse, pero algo la detuvo. Era su propia mano, que obedeciendo un instinto le había cogido el brazo. Tenía que decir algo.
─Espera, por favor.
La soltó y ella se dio la vuelta, más roja que un tomate. No pudo evitar reírse al verla así.
─¿Q-qué pasa? ¿De qué se ríe? ─preguntó con frustración y vergüenza.
Entonces se rió más, sin poder parar. Al final la contagió a ella también, y acabaron riéndose el uno del otro durante unos minutos.
Cuando por fin pararon, la mente de Himuro Reiichi estaba en calma. La pregunta volvió a formularse sola en su mente, pero esta vez sabía la respuesta.
─Te quiero.
