Este fic participa en el reto temático de Enero "Infancias" del foro Días Oscuros.
Disclaimer: los personajes no me pertenecen, son propiedad de Suzanne Collins
Toma la espada entre sus manos, sintiéndose lleno de gloria. Ya puede oír en su cabeza la voz áspera de Claudius Templesmith anunciándolo ganador.
Arremete con todas sus fuerzas contra su oponente, un flacucho niño dos años mayor que él, y la satisfacción se hace presente en su rostro al percatarse de lo bueno que es.
— Muy bien, Cato. Lo haces muy bien para ser tu segunda semana de entrenamiento —dice el entrenador, despeinando el cabello rubio del pequeño.
El chico mira de reojo al muchacho que permanece en el suelo, con el rostro delgado manchado en sangre. Sonríe con sarcasmo, explotando en risas al instante. Cato nació para eso.
— Padre —habla Cato, alzando la voz para hacerse oír a oídos de los mayores, que cenan centrados en el plato de estofado que tienen delante de sus narices— ¿Cuál es la edad permitida para presentarme voluntario en Los Juegos del Hambre?
Su madre lo mira horrorizada, atragantándose con un pedazo de carne. El padre parece orgulloso, haciendo caso omiso del estado de su esposa.
— Hijo—responde el hombre de anchos hombros, acercándose un poco al niño—a partir de los 12 años. Pero si quieres ser el mejor, te aconsejaría que lo hagas a los 17 a…
— ¡No, no y no! —grita su madre, poniéndose en pie bruscamente al mismo tiempo que arroja el plato contra la pared— ¡No lo permitiré, no perderé a mi único hijo!
Cato no comprende porque su madre reacciona así. Pensó que se sentiría contenta al igual que su padre, no que se opondría.
Sus padres empiezan a discutir, y Cato no puede más que observar confundido. La discusión finaliza cuando su madre recibe un sonoro cachetazo de parte de su padre.
— ¡Wow, Cato, eres el mejor! —lo alaba un chico de la casa de Entrenamiento, y varios se unen a los aplausos y silbidos. Cato hace una marcada reverencia, hinchado de orgullo y presunción. Se pasa una mano por el cabello sudado de tanto ejercicio. Poco a poco la adultez va moldeando su cuerpo, que va olvidando las formas infantiles.
Es alto como un roble y tiene la fuerza de un buey. Observa, dejando escapar un silbido, al maltrecho maniquí.
— Saben, chicos —comenta Cato, con la voz notoria de cansancio pero no por eso apagada— si ese maniquí fuese un humano… estaría muerto, bien muerto. ¿Y quién lo mató? Cato, su "humilde" servidor.
No pasa por alto la mirada penetrante de la pequeña chica de mirada filosa que está detrás del pequeño público. Se acerca a ella, dispuesto a averiguar el porqué de su mirada.
— ¿Por qué me miras así, monstruito? —inquiere con voz letal— ¿Acaso te gusto?
— Tengo buenos gustos, presumido —contesta la niña, empujándolo con fuerza—Apártate de mi camino, que debo seguir practicando.
Esto a Cato le divierte. Nadie, pero nadie, jamás ha osado faltarle el respeto. Sin embargo, esta chica le divierte. Y le cae bien. Porque en esos penetrantes ojos negros, y ese cuerpito de renacuajo puede ver que están cortados por la misma tijera.
Se aparta de su camino, alzando las manos de manera burlista. Vuelve a prestar atención a su público, que esperan expectantes su próximo logro.
Toma la lanza, y la arroja con fuerza al maniquí de la derecha. Su puntería es excelente, pues… la lanza atravesó al maniquí.
Ni siquiera lo piensa, porque… ¿Para qué pensarlo? Ha esperado toda su vida por ese momento.
Se abre paso entre la gente, empujando a unos cuantos. Alza la mano, y con voz potente y segura, comunica:
— ¡Me presento voluntario como tributo!
