¡Saludos a todo el mundo! Soy Bou de nuevo, y si estáis aquí es que habéis decidido darle una oportunidad a esta nueva historia (o que os equivocasteis al hacer click; no importa), así que ¡muchas gracias!
Voy a pasar hacer un par de explicaciones (como siempre hace esta pesada) brevísimas y ya os dejo con la historia.
La primera es que este fic ha sido concebido de manera completamente diferente a todos los que he escrito hasta hoy. Esta historia está pensada como si fuese una novela, he querido en todo momento que poseyera ese aire de novela rusa, como diseñada para ser un libro de tapas duras y rebordes dorados cuyas viejas páginas al pasarlas desprenden ese olor a libro viejo. No sé si llegaréis a percibirlo o si tal vez yo sea capaz de transmitirlo. Como ferviente admiradora de este tipo de literatura (Chejov, Dostoievsky...) espero que cuaje por lo menos un poco, y, por encima de todo, espero que os guste.
La segunda es que las primeras quince palabras (o así) del texto son del inicio de Crimen y Castigo de Fiodor Dostoievsky; lo he hecho como un homenaje porque es uno de mis libros favoritos (y él mi autor favorito) y no como plagio, pero un así creo que es de ley ponerlo de manifiesto porque el mérito no es mío.
Los personajes históricos que aparecen en esta historia han sido mencionados siempre desde el respeto.
El título hace referencia a dos obras de Johann Strauss II:
Künstlerleben op. 316 Vida de artista (1867)
Es war so wunderschön op.467 Fue tan maravilloso (1896)
Con lo que quedaría en español como "Vida de Artista: Fue tan Maravilloso"
Cualquier duda que os surja me la preguntáis sin problema.
Disclaimer: Hetalia Axis Powers y sus personajes son propiedad de Hidekaz Himaruya.
Künstlerleben: Es war so wunderschön
Capítulo Primero
Una tarde calurosa de principios de junio, lentamente y con aire irresoluto, salió un joven de aspecto algo antisocial del cuartito que ocupaba en un edificio de cinco pisos en la parte antigua de Viena. Vagaba y divagaba, aparentemente sin dirección concreta, tanto en su camino como en sus pensamientos, aunque éstos empezaban a seguir un camino que últimamente empezaba a ser habitual.
Se detuvo en un puente, entre los transeúntes que viajaban de un lado a otro del Danubio tras una mañana atareada de mercado. Metió la mano en el bolsillo de su sobretodo y sacó el dinero que le restaba, que era, para su desgracia, insultantemente poco. Había dejado de comer hacía unos días intentando estirar los pocos florines que le quedaban, pero todo parecía indicar que no era una buena solución a largo plazo. Cierto que aquella cantidad le daba para vivir, si conseguía ahorrarlo bien, alrededor de una semana más escatimando en comida y renovando el alquiler de su cuarto a la señora Wagenbauer. Sin embargo aquello era una locura porque, en cuanto tal plazo expiara, se quedaría tirado en la calle sin hogar, sin comida, y sin un miserable florín con el que volver a su casa. Y aunque Viena era una ciudad de cara amable, sin dinero la vida allí era de lo más miserable, más si le alcanzaba el frío invierno sin un lugar en el que dormir.
La señora Wagenbauer se consideraba austriaca, pese a que había nacido en la que ahora se denominaba Alemania, de padres prusianos. Como decía ella, con tanta guerra y tanto imperio que se crea o se une una ya no sabía de dónde era o de dónde demonios procedía, y aunque el señor Bismarck mucho parecía poder presumir de cuanto había hecho por Alemania o lo que quiera que fuese ella ahora no entendía nada, así que había decidido ser austríaca y zanjar así el problema. A los diecisiete años se casó con Karl Wagenbauer, un señor veinticinco años mayor que ella que trabajaba como funcionario para el estado, gracias a lo cual consiguieron unos ahorros suficientes para que tras morir él ella pudiese comprar aquel edificio cuyos cuartos alquilaba en la parte antigua, consiguiendo así vivir más o menos dignamente. Su marido se había ido sumiendo con los años en una adicción insalvable a la bebida, lo que costó los nervios a su esposa y posteriormente a él el empleo. Finalmente, una noche de invierno de hacía más de diez años Karl Wagenbauer tropezó en la calle, haciéndole su borrachera el levantarse un imposible. Quedó allí tumbado dando de a poco tragos a su botella de aguardiente para entrar en calor frente a la helada noche, pero cuando le encontró un mercader de la zona por la mañana ya estaba muerto.
Por supuesto aquello afectó fuertemente a la señora Wagenbauer y a su hija, Amalia, que aún quería creer que su padre era un hombre digno de estima, incluso cuando lo llevaron a casa congelado como un témpano y con la botella en la mano. Pero la señora Wagenbauer era una mujer fuerte y, aunque se le agrió notablemente el carácter después de aquello (su marido había muerto sin poder espetarle antes ella cuán desgraciada la había hecho), siguió luchando con toda la intención de conseguir salir adelante. Surgieron diferencias entre su hija y ella, cuyas discusiones en un tiempo habían despertado a todo el edificio las muchas madrugadas, hasta que la pobre Amalia Wagenbauer enfermó de tisis, enfermedad que, tras un breve periodo de unión y lucha entre madre e hija, la llevó a la muerte a la edad de trece años.
El joven suspiró. No, por mucho que le doliera, por mucho que supusiera renegar a su sueño, tendría que invertir gran parte de aquel dinero en comprar un billete de ferrocarril para abandonar Viena y regresar a Suiza. Aun así, a pesar de ser la solución más cabal, resultaba a todas luces desoladora y deprimente para su persona, y más después de todo lo que había tenido que aguantar para poder terminar de instalarse en aquel lugar. Recordaba que fue la misma señora Wagenbauer quien le recibió con los brazos abiertos en su hogar, alabando su juventud, su buena presencia y su formación. En este punto Vash Zwingli recordaba también haberse preguntado de dónde había nacido tal presunción de su formación, puesto que él, en realidad, no tenía estudios que merecieran la pena ser nombrados, aunque algo en él parecía hacer creer a la señora Wagenbauer todo lo contrario.
Había tropezado con varios pequeños problemas en el camino a la realización de su sueño, como por ejemplo la diferencia entre el alemán austriaco y el suizo, el complicado callejero de Viena, o la misma casera a la que había tenido que hacer frente. Pero ningún problema surgió de verdad hasta la primera mañana que amaneció en su cuartito de Bäckerstrasse. Cuando decidió tocar su violín por primera vez en Viena, su vecina la polaca Grazek se volvió loca y le prohibió terminantemente mientras entraba en su habitación vociferando a pleno pulmón tocar música o generar cualquier tipo de ruido, a lo que se despertaron todos los vecinos. La señora Wagenbauer salió en su defensa, pero en cuanto descubrió que el joven no tenía estudios ni títulos de renombre que pudiesen dar fama a aquel su humilde hogar, algo cambió en su mirada. Discutieron durante horas, horas durante las cuales por suerte el señor Karenin, padre de familia de los inquilinos del cuarto piso, se puso de su parte. Finalmente, al cabo de dos días, llegaron a un acuerdo por el cual él podría tocar música desde las once hasta las siete de la tarde sin que nadie se quejara, con la condición de que ninguna polaca irrumpiera furibunda en su habitación. Él era música, amaba la música, y ya que vivía limitado por la polaca inquisición, lo único que le quedaba era tocarla y disfrutarla en paz.
Vash Zwingli nació en Ginebra, aunque cuando apenas tenía dos años su familia se mudó a Saint Gallen. Si hubiera sido más mayor probablemente se hubiera preguntado el origen de aquel desplazamiento de una punta a otra del país y habría sospechado rápidamente que algo malo ocurría, mas como no lo era simplemente calló y se dejó guiar por el destino. En esta nueva ciudad se instalaron y poco después nació su hermana menor, Lily, quien cambió por completo el corazón del muchacho. Vash se convirtió en un chico concienciado de sus responsabilidades, entre las que destacaba por encima de todas cuidar y proteger a su hermana. Comenzó a ir al colegio, pero tuvo que abandonarlo a la edad de diez años cuando volvieron a mudarse, esta vez a la ciudad de Lucerna, donde no pudo retomar sus estudios por falta de medios. Aprendió aun así por fortuna a leer y a escribir lo justo de alemán, y también matemáticas suficientes como para desenvolverse en la vida y los negocios.
Empezó entonces a trabajar en una imprenta como ayudante, y en cuanto cumplió los once ya dominaba su tarea. El muchacho rubio no parecía tener aspiraciones ni intereses en nada, tanto que incluso los adultos se preguntaban si habría algo detrás de la diligente apariencia del joven que parecía haberse resignado a su vida. Aun así, cualquier pregunta que le fuera formulada recibía una respuesta clara y concisa, así que tampoco podía tachársele de maleducado. Descubrir algo sobre la vida de aquel muchacho eternamente serio era condenadamente difícil.
Una tarde tuvo que dar un rodeo para poder volver a casa, porque al parecer un carro de caballos había atropellado a un hombre y la policía y los servicios de emergencia habían cortado la calle. Maldijo para sí a la gente que ni miraba por dónde caminaba ni por dónde conducía. Giró a la derecha y después a la izquierda, para tomar la paralela que le llevaría a casa al precio de unos siete minutos más, si sus cálculos eran correctos. Aunque, en realidad, la vuelta a casa le llevó más de hora y media.
La calle paralela era bastante estrecha, llena de ventanas que parecían proceder de la parte de atrás de las casas en vez de de la fachada principal. Llegó entonces un sonido extraño a sus oídos, seguido de algunos gritos y posteriormente de un jarrón que aterrizó justo a su vera, cuyos pedazos al romperse le llegaron a hacer un rasguño en la cara. Saltó a un lado de la calle instintivamente para ponerse a cubierto, y miró, tremendamente sorprendido, a una serie de proyectiles que caían de una ventana.
—¡No! ¡No, no, no y no! —se escuchó vociferar a un hombre entonces—. ¡Maldita sea! ¡Sabes que no debes entrar mientras estoy trabajando! ¡Largo!...
Entonces, volvió a reinar el silencio. Se volvió a escuchar el extraño sonido, que debía ser de algún tipo de instrumento musical. Vash no sabía nada de música, salvo las canciones populares que escuchaba de vez en cuando por su ventana y que su hermana se emperraba en bailar con él. Siguió caminando de vuelta a casa, pero la herida de la cara empezó a molestarle hasta un punto en el que decidió que aquello no podía quedar así.
Recogió todas las piezas que pudo del jarrón y de alguna otra cosa que había caído y las envolvió en su chaqueta, con la que hizo un nudo y que se echó a la espalda antes de comenzar a trepar por las cañerías y balcones del edificio en busca de la ventana de la que procedían. La encontró en el cuarto piso, donde, al asomarse un poco, descubrió a un hombre de unos cincuenta años tocando lo que creía saber que era un piano. Así que así era como sonaba un piano...
Quedó embelesado escuchando tan magnífica melodía, sin ser consciente de que estaba agarrado a las barandillas de un balcón en un cuarto piso. Aquel viejo de aspecto tan huraño creaba belleza con sus dedos, belleza invisible para los ojos, que se percibía directamente en el corazón. Había momentos sobrecogedores, y acordes bellos, que le hacían sentir cosas, muchas más de las que las palabras habían logrado nunca.
—¡No! ¡No, no, no! Esto no va bien, no puede ser así, ¡se pierde el sentimiento!
El hombre golpeó todas las teclas de golpe y cerró la tapa del piano con ofuscación para volver abrirla un segundo después, acordándose entonces el muchacho rubio de a lo que había subido. Se asomó a la ventana contigua, donde una sirvienta arreglaba una habitación y se secaba las lágrimas; supuso que se trataría de la mujer que en un principio había interrumpido causando la ira del hombre y el posterior lanzamiento de objetos múltiples. De un salto consiguió estar seguro en el balcón, y con convicción avanzó hacia el interior de la estancia para zanjar su asunto con aquel hombre.
Desanudó su chaqueta y dejó caer al suelo de golpe todos los trozos restantes de vasijas, armando un terrible escándalo.
—¡¿Pero qué? ¡Alto, ratero! ¿Se puede saber quién eres y qué pretendes? ¡Voy a llamar a la policía! —inquirió violentamente el dueño de aquella casa.
—Yo no soy ningún ratero, sólo venía a devolverle sus propiedades, mein Herr.
—Niño descarado... ¿Cómo osas entrar así en mi casa?
—¿Se supone que el osado soy yo, mein Herr? —preguntó sin recular el muchacho señalando su herida en la cara, enojado—. Entienda usted que a mí me da igual quién sea el Herr, porque mi vida es algo importante que tengo el lujo de poseer y ha estado usted a punto de arrebatármela impunemente, y encima me abronca. El honor es una de las pocas cosas que puedo conservar por pobre que sea, así que me da igual cuánto dinero tenga o a quién me esté dirigiendo, ¿entiende? No va a burlarse usted de mí, por muy humilde que sea yo. Así que recoja su jarrón y tírelo donde se deba, que mi cara no es una basura.
El crío se dio media vuelta dispuesto a irse por donde había venido, sin dar tiempo al hombre siquiera a llamar a Valentina, su asistenta.
—Y yo creo —añadió repentinamente el muchacho antes de partir— que sonaría mejor si fuese tan-tan-tarán-tan-tan, con ése en agudo, porque sino ese trozo parece que no es igual que todo lo demás. Buenas tardes.
Y ahora sí, se encaramó a la barandilla. El hombre de piano probó la nueva melodía que el muchacho había canturreado rápidamente, antes de que desapareciera, consciente de que no había tiempo para el asombro.
¡Sí! Aquella nueva melodía definitivamente encajaba con lo que buscaba, daba continuidad a la pieza, y se mezclaba perfectamente con la embriagadora naturaleza de la obra. Sus dedos continuaron solos bailando por su piano, creando maravillas, disfrutando del momento. Cuando se dio por satisfecho, giró en su asiento en busca del muchacho rubio que le había dado la clave para completar aquel pasaje de su obra y al que, mein Gott!, había estado cerca de asesinar. Por suerte, el tal muchacho se había quedado agarrado a la baranda del balcón, y sólo cuando él se giró y le vio, comenzó a tratar de desengancharse para saltar cuanto antes a la tubería de desagüe.
—¡Espera! ¡Vuelve aquí!
El joven Zwingli se quedó aferrado a la tubería, dudando un poco sobre las intenciones del tal señor. Aun así la curiosidad le podía, y, aunque la lógica llamaba a sus puertas anunciando que lo mejor era marchar de allá antes de que le dieran unos azotes, fue incapaz de mover un solo músculo. Incluso a día de hoy se sonreía de vez en cuando pensando que aquello había sido cosa de la Providencia, si bien no era él mucho ni de agradecer ni de culpar de las cosas al cielo.
—¿Por qué no te quedas, y me dejas así agradecerte el favor? Te invitaré a merendar —terció el hombre en un tono más amable. Vash pensó que tal vez no era una buena idea adentrarse en la casa de alguien con tan fuertes cambios de humor, y que tal vez fuera todo una estrategia para hacerle pagar su pequeña fechoría. Decidió, sin embargo, darle una oportunidad a aquel hombre, convenciéndose de que el corazón de quien creaba tan maravillosas piezas no podía ser malvado. Sin saberlo, tomó en ese mismo instante la decisión que le cambiaría la vida.
De un salto volvió a estar dentro del balcón, tras lo cual se sacudió las ropas, intentando librarlas de polvo y tinta, aunque estas últimas eran ya casi permanentes en su ropa, como en la de cualquiera que trabajase en un puesto como el suyo en una imprenta. Sacudió ligeramente también su gorra, mientras el hombre volvía a la estancia y llamaba a Valentina para que les trajese chocolate y pastas para untar. Al muchacho se le iluminaron los ojos.
—Y, ¿cómo te llamas? —preguntó el señor mientras se disponía a adecentar ligeramente las cosas (no terminaba de gustarle que la sirvienta lo hiciera todo, al fin y al cabo él todavía podía mover un par de sillas).
—Vash. Vash Zwingli, señor —contestó aún quieto junto a la puerta del balcón con la gorra entre las manos.
—¿Vash, eh? Encantado de conocerte, hijo —dijo entonces el anfitrión de aquella casa mientras seguía disponiendo la habitación para su merienda—. Yo me llamo Richard Wagner.
Resultó ser que el señor Wagner era, al parecer, músico y compositor. Vash nunca había oído hablar de él y él tampoco profundizó mucho en el tema, claro que para el muchacho el ámbito cultural era a sus once años todo un misterio, tal vez por causa de su desinterés total por gran parte de las cosas. El señor Wagner era alemán, aunque él decía que después de tanto tiempo en Suiza aquello era como su segunda casa; es que por su mal humor le terminaban echando de todas partes. Vash no quiso mediar en aquella apreciación porque se sentía dividido, aunque a instancias de aquel hombre acabó cediendo. Si bien no tenía sentido echar a nadie verdaderamente talentoso sólo por sus convicciones, Herr Wagner también podría poner un poco de su parte y volverse más tratable. Esta apreciación hizo verdadera gracia al músico, quien casi derrama su taza de chocolate sobre su chaleco.
—Ahora, quiero que hagas una prueba para mí —dijo entonces.
El muchacho hizo un mohín, porque nunca es agradable que alguien le ponga a uno a prueba de algo, dado que eso implica unas expectativas que hay que cumplir, y todo eso es una verdadera lata. Aun así, quedó quieto en su silla mientras el señor Wagner se levantaba a rebuscar alguna cosa entre sus papeles. Cuando encontró lo que buscaba, volvió a la mesa en la que habían estado merendando y extendió dos hojas que presentó al rubio. Aquellas hojas eran extrañas, estaban estructuradas de un modo diferente a lo que nunca había visto: estaban divididas en segmentos de cinco líneas paralelas, segmentos separados entre sí una distancia considerablemente mayor a la que había entre las mismas líneas, que estaban llenas de puntos y palos negros, amén de algunas anotaciones al pie de los mismos.
—¿Cómo crees que debería seguir esta pieza? —preguntó Herr Wagner.
—Yo no sé leer esto. ¿Qué es? ¿Es música?
—Comprendo. Vamos entonces al piano.
El señor Wagner tocó entonces una melodía, y el joven Zwingli llegó a la conclusión que lo que había en la hoja era la transcripción de aquellos sonidos a tinta. Cuando el señor se detuvo, miró a Vash y éste supo que esperaba que le diera una continuación melódica, que tarareó casi sin pensar.
—Magnífico... —se maravilló el compositor—. Joven Vash, creo que tienes talento para esto.
—¿No me estará usted engañando para que haga yo su trabajo, verdad? —desconfió el muchacho, poco acostumbrado a los halagos.
Richard Wagner volvió a reír con ganas e hizo un ademán con la mano, invitando al chico a acercarse al piano. Estuvieron un buen rato tocando y cantando, aceptando el músico las libres interpretaciones del muchacho suizo que eran, cuanto menos, de lo más personal e intensas.
Por desgracia y como es habitual, cuando mejor se lo estaba pasando quiso el destino que se atravesara un reloj en su campo de visión, generando que, con un ligero retardo de unos ocho segundos, el muchacho fuese consciente de lo tarde que era. De un salto se colocó el zurrón y la gorra, y murmurando enrevesadas disculpas se dirigió a todo correr al balcón. El músico entonces trató de calmarlo y le obligó a prometerle que regresaría en al día siguiente, porque nadie bien educado abandona así la casa de quien a merendar le ha invitado. Vash prometió que volvería (más por la necesidad de marcharse que por tener verdaderas intenciones de ello) y saltó por el balcón a la cañería y descendió por ésta hasta la calle, echando a correr en dirección a casa.
—Podías utilizar la puerta, hijo... —dijo más bien para sí Richard Wagner, mientras observaba al muchacho alejarse. Decidió que aquella anécdota tan curiosa merecía ser contada por lo menos a su buen amigo Franz, por lo que se sentó en el escritorio y, tomando la pluma en sus manos, comenzó a escribir una carta.
El joven Vash Zwingli de once años regresó a su casa corriendo, casi sin respirar, sintiéndose totalmente abrumado por una angustia que le apresaba el pecho. ¿Cómo había podido ser tan inconsciente? Se sentía casi peor por la preocupación que habría generado en su familia que por la regañina que iba a caerle. Sin embargo, al llegar a casa, todas aquellas preocupaciones desaparecieron. Había bastante gente reunida y curioseando, y cuando logró llegar hasta su piso encontró a su madre llorando arrodillada, agarrada al brazo de un policía y cobijada por el abrazo de su vecina.
—¿Qué... qué ocurre? —preguntó entonces, buscando a Lily con la mirada, a quien no encontró.
Su madre se dio cuenta entonces de su presencia y, soltando al policía, le hizo un ademán para que se acercara. Vash movió las piernas aunque todo su cuerpo parecía gritarle que retrocediera, y se acercó hasta su madre. En ese punto, ella tomó su cara entre las dos manos y comenzó a hablar lo más dulcemente que pudo.
—Vash, amor mío... Tu padre... Tu padre... —comenzó, interrumpiéndose en ese momento porque las lágrimas y el llanto no le permitían hablar—. Ahora... serás el hombre de la casa.
El joven miró en derredor, buscando una explicación de qué le había ocurrido a su padre dado que su madre ahora lo abrazaba y era incapaz de pronunciar palabra. La encontró en un policía que no pudo resistir la mirada del chico y dejarle sin conocer lo ocurrido.
—Ha sido un lamentable accidente, hijo... Un carro de caballos lo atropelló en la calle B***, frente a la relojería K***. Los médicos intentaron todo lo que estaba en su mano, pero no hemos podido hacer nada por salvarle la vida.
Así que era eso. Hoy él había girado primero a la derecha y luego a la izquierda en contraposición a su camino habitual, sin prestar mucha atención al porqué de la calle cortada. Había encontrado algo que le había causado fascinación y felicidad. Lo último que había hecho había sido maldecir interiormente a quien ni siquiera miraba por dónde caminaba, sin ser consciente de que aquel atropello era mortal, sin ser consciente de que la causa de haber cortado la calle era su padre. Había estado a escasos metros de él y ni siquiera se había dado cuenta. Se acordó del jarrón que estuvo cerca de desnucarle.
Vash no lloró, pero no porque no sintiese pena, sino porque por algún motivo desconocido fue del todo incapaz. Tras un breve momento con su madre entró en casa, donde dedicó todos sus esfuerzos a consolar a una enormemente triste Lily. Una vez más, tocaba resistir los envites del destino. Una vez más, tocaba tragar. Una vez más, tocaba aguantar. Como decía su padre "uno no puede simplemente quedarse preguntando al cielo por qué pasan las cosas, porque eso no las hará desaparecer. Las cosas ocurren y listo, los demás tenemos la responsabilidad de seguir adelante".
El joven Zwingli no volvió a casa de Richard Wagner al día siguiente, y tampoco al siguiente, y tampoco varios días después. Sólo lo hizo cuando entre las pertenencias de su padre que iban a vender encontró lo que su madre le explicó que era un violín, que su padre había aprendido a tocarlo cuando era joven y que a pesar de haber olvidado prácticamente el arte de la música con los años siempre lo había guardado con cariño, dado que se lo había dado su madre, y a ésta su padre, y a éste el suyo, etcétera, hasta que perdieron la cuenta del nacimiento del mismo, que su padre investigó hasta que llegó a sus ascendentes italianos sin llegar a más. No tenía pensado ir a visitar a aquel hombre, pero de repente allí se encontraba él, subiendo por la cañería de la calle paralela (calle que tomaba siempre ahora para ir y volver del trabajo, decidido a no tomar nunca más el camino de la calle cortada) hasta el balcón del cuarto piso con un violín a la espalda.
Aunque él no lo sabía, aquellos fueron los primeros pasos del resto de su vida.
Capítulo Primero - Fin.
Espero que la flexibilidad de la verdad de la que he abusado un poco para escribir esta ficción literaria no moleste mucho a nadie. Richard Wagner (compositor y pianista) vivió una época en Lucerna, acomodado allí por el rey de Baviera tras ser expulsado del país (como de tantos otros sitios). Os invito a mirar su biografía en wikipedia, si tenéis tiempo y ganas.
Documentarse para escribir estas cosas es una locura de trabajo, pero me apasiona.
Un besito y muchas gracias por leer
Bou.
