El pirata de Nunca Jamás
PruePhantomhive
(Disclaimer)
Los personajes y escenarios de Once Upon a Time pertenecen a sus respectivos autores y son usados en ésta historia sin fin de lucro.
(Resumen)
Killian planea su boda con Emma cuando recuerdos de una vida alterna comienzan a aquejarlo. ¿Por qué recuerda haber sido un pirata? ¿Y quién demonios es Peter Pan?
I
Killian despertó sobresaltado al sentir el impacto del codo de Emma en las costillas. Abrió los ojos de golpe y tardó varios segundos en reconocer el techo blanco sobre su cabeza y a la mujer rubia acostada a su lado, apoyando el peso de su cuerpo en un brazo y observándolo con el ceño fruncido y una profunda mirada de preocupación.
La habitación estaba a oscuras y lo único que podía distinguir eran sombras parciales gracias a la pobre luz de luna que lograba atravesar las cortinas del balcón.
—Lo siento —dijo ella, colocando una mano fría sobre su pecho desnudo. Killian se estremeció ante el contacto de sus dedos. El corazón le latía a un ritmo acelerado e insoportable en el pecho y la garganta—, pero estabas hablando en sueños. ¿Las pesadillas otra vez?
Un rubor avergonzado decoró las mejillas del hombre, que se limitó a asentir con la cabeza y suspirar. Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua y se dejó caer a su lado, sobre las almohadas mullidas de la cama. Se cubrió los ojos con una mano y negó con la cabeza, creando un abanico de cabello dorado sobre la funda azul de su almohadón.
Se conocían desde hace años y, desde la misma cantidad de tiempo, habían estado luchando por formar una vida juntos. Emma no era una mujer sencilla y su cabeza estaba tan llena de telarañas como la del mismo Killian que, a su vez, era uno de los hombres más complejos que caminaban sobre la faz de la tierra, pero ambos se esforzaban por hacer encajar sus bordes en las curvas del otro, por rellenar los espacios vacíos que habían dejado en ellos sus vidas repletas de carencias emocionales, existenciales y familiares.
Killian detestaba la idea de preocupar a Emma y sabía que ella odiaba no conocer el caudal de pensamientos que fluía dentro de su cabeza.
En la habitación contigua, Henry dormía plácidamente, inconsciente del pequeño dilema que ocurría tan cerca de él.
El reloj digital sobre la mesita de noche marcaba quince minutos para las cinco de la mañana y Killian puso los ojos en blanco: le había robado una hora de sueño a Emma, que pronto tendría que levantarse para ir a trabajar con su padre. Cansado y fastidiado, se pasó una mano por la cara, intentando espabilarse un poco; la retiró llena de sudor.
—Killian —dijo Emma, observándolo directamente a la cara. Él hizo su mejor esfuerzo para no parpadear—, ¿estás seguro de que no quieres ayuda profesional? Podrías hablar con el doctor Hopper —aunque estaba usando un tono de voz que dejaba las cosas como una posibilidad, Killian sabía que, en el fondo, se trataba más de una orden, aún así, negó con la cabeza.
—No necesito ayuda. Es algo… pasajero —mintió.
Una parte de él sospechaba que necesitaba toda la ayuda que pudiera obtener de quien fuera, pero se sentía demasiado avergonzado del contenido de sus pesadillas para querer contárselas a alguien más; se había asegurado de que Emma sólo conociera la superficie del verdadero problema y se juró a sí mismo que mantendría las cosas de esa manera. Después de todo, ningún hombre quiere que su futura esposa conozca las fantasías que su subconsciente tiene con otra persona… menos cuando dicha persona es apenas un adolescente de malévolos ojos verdes.
Killian no sabía cómo interpretar todo eso. No estaba ansioso por saber cómo lo haría un psicólogo —tal vez lo encerrarían y tacharían como a un depravado—.
— ¿Estás seguro? —insistió la mujer en la penumbra.
—Sí —volvió a mentir él.
Ella suspiró y asintió con la cabeza. Se movió en la cama para recostarse sobre su pecho y Killian la abrazó, sonriendo. Si Emma era buena en algo, era en la terapia de abrazos, una que había perfeccionado a lo largo de muchos años de soledad y dolor.
—Todo está bien —agregó Killian—. No pasa nada.
Emma guardó silencio. Killian supo que no la había convencido.
II
Las pesadillas comenzaron cuando Killian era un adolescente. Recordaba haber tenido cerca de catorce años la primera vez que soñó, literalmente, con ser el segundo al mando de un barco de la marina al servicio de Su Majestad capitaneado por su hermano mayor, Liam.
Al principio no le pareció algo malo y, de hecho, se llenaba la boca de palabras intentando explicarle a su familia el contenido de sus fantasías: su padre, cuya fama no provenía de su talento como patriarca, sino de su acopio de deudas y afición a las apuestas, solía mofarse de él, pero callaba en cuanto la mirada severa de su mujer se fijaba en su rostro y Killian recordaba con cariño que ella se empinaba sobre la mesa para besarle la mejilla tiernamente y decirle que debía escribir un libro con sus aventuras nocturnas, porque a cualquiera le gustaría leerlas. Killian se apresuraba a desechar la idea, repudiando la perspectiva de hacer más trabajo que el correspondiente para la casa y la escuela. Liam, por otro lado, le daba palmadas pesadas en la espalda o puñetes en el hombro, a manera de agradecimiento por ponerlo en el puesto de capitán dentro de sus sueños. A Killian le hubiera gustado decirle que no había sido su decisión, sino del rey, pero sabía que eso no era verdad, porque, de cierta manera, su inconsciente había elegido a Liam como la representación del liderazgo dentro de su cabeza.
Era extraño, en realidad, porque, cada vez que tenía esos sueños, Killian se sentía como transportado a otra realidad, una que en verdad ocurría cada vez que se iba a la cama, donde era un adulto hecho y derecho y seguía a su hermano a todos lados como un perro fiel…
III
Cuando Killian bajó a desayunar tras tomar una rápida ducha y alistarse para ir a trabajar, encontró a Emma y Henry en la cocina. La primera estaba delante de la estufa, volteando un panqueque con una espátula mientras bailaba al ritmo de una canción flotando fuera del sistema de sonido. Henry estaba sentado a la mesa, salpicando de canela su bebida.
—Buenos días, campeón —le dijo Killian, acercándose a él para removerle el cabello con la mano de la misma manera que su madre solía hacer con él cuando era pequeño.
Henry hizo una mueca de disgusto y se alejó de su contacto, perdiendo el tino con la canela sobre su taza y ensuciando la mesa. Miró a Killian con reproche mientras alcanzaba una servilleta para limpiar el desastre. Killian le dedicó una mirada apenada: sí, estaba saliendo con Emma, sí, conocía a Henry desde hace años y podía decirse que eran amigos —compinches, hasta cierto punto—, pero también era cierto que el chico tenía un padre y que, de cierta manera, había mantenido viva la esperanza de que Emma se reconciliara con Neal —a pesar de Killian—, pero sus planes cayeron por la borda cuando éste le pidió matrimonio a Emma, ella aceptó y Neal, honrosamente, se hizo a un lado para que fueran felices.
Killian entendía que el chico estuviera confundido, pero su molestia ya había durado demasiado y la verdad era que no sabía cómo solucionar las cosas: era como si de pronto hubiera perdido todos los puntos a favor que ganó en el pasado. De la nada, Henry lo trataba más como a un enemigo que como a un amigo o futuro padre y eso lo asustaba. Mucho.
Emma, que estaba al tanto de la situación, lo vio por encima del hombro e hizo una mueca que Killian no supo cómo interpretar: ¿estaba molesta con él o con Henry? ¿Estaba siendo solidaria? ¿Con él o con Henry? ¿Cómo interpreta uno una torcedura de la boca?
Killian suspiró y Emma negó con la cabeza antes de volver a su ritual matutino. El hombre se sentó a la mesa, frente a Henry, y evitó verlo a la cara, de la misma manera que el chico hacía con él. Emma colocó un plato de panqueques frente a él y la garrafa de miel, luego, se inclinó para besarlo en la sien. Las mejillas de Killian se pusieron rojas: últimamente no había podido dejar de pensar en su madre, en los dulces recuerdos que tenía de ella como co-protagonista de su niñez, y se daba cuenta de que muchas cosas en Emma se la recordaban.
—Tengan un buen día —dijo ella—. Yo voy tarde al trabajo, así que… —tomó su chaqueta roja del respaldo de una silla y se acercó a Henry para besarlo también: el joven aceptó su contacto de manera contraria a cómo hizo con el de Killian, que sintió una punzada de fastidio en la boca del estómago: ¿cuánto más iba a tener que esforzarse? —, me marcho.
— ¿No vas a desayunar? —preguntó Killian.
Emma negó con la cabeza.
—Cuando tenga tiempo, iré a comer algo al Café de la Abuela —dijo, poniéndose la chaqueta—. Tal vez podamos vernos ahí a medio día, ¿te gusta la idea?
Killian asintió con la cabeza y sonrió: desde que le pidió matrimonio, en el Café de la Abuela habían sido todas las reuniones de planeación, lo que significaba que, probablemente, a medio día también se encontrarían ahí con Regina, amiga de Emma —o algo por el estilo— y Mary Margaret, su madre.
Henry, que también parecía estar al tanto de eso, gruñó por lo bajo y Emma le dio un revés con la mano en la coronilla.
—Nos vemos luego —se despidió y salió como una centella carmesí del departamento.
Killian y Henry desayunaron en un silencio mortuorio, demasiado incómodo para ambos, pero no lo suficiente para que uno de ellos decidiera romperlo.
IV
En el muelle, mientras aplicaba una capa gruesa de cera a su bote pesquero bajo el deslumbrante rayo dorado y cálido del sol, Killian no pudo evitar perderse una vez más en el contenido de sus pesadillas, que venían a su mente cuando el viento mecía las aguas y provocaba ondas en la superficie que la luz del día hacía brillar como diamantes.
Recordaba la primera vez que soñó con las velas nuevas del barco de su hermano, esas que les permitirían surcar las nubes y no las aguas para llevar a cabo el cometido encomendado por su Alteza Real: encontrar el Tormento, una planta milagrosa capaz de curar cualquier enfermedad, y llevársela cuanto antes. Al principio, la aventura había parecido simple y casual, pero Killian recordaba la sensación de ahogó que experimentó en el momento en el que el barco se levantó del mar y se elevó en los aires de tal manera que pensó que flotarían así hasta salir de la galaxia; también recordó que fue en ese preciso momento que pensó que no tenían suficiente información sobre la misión y que eso podría llevarlos, quisieran o no, al caos absoluto, pero Liam no quiso escuchar, demasiado ufano para molestarse en hacerlo.
Sacudiendo la cabeza para alejar esos pensamientos de su mente, se limpió la frente, empapada de sudor, con el dorso de la mano y miró el basto océano: el fin de semana saldría a alta mar con sus hombres para pescar y esperaba ser afortunado y obtener un gran botín. Sonrió al percatarse de la jerga de piratas que acababa de usar y, al mismo tiempo, el corazón le dio un vuelco en el pecho; de pronto, se sintió como si el mar le devolviera la mirada y ésta fuera de un profundo, perverso y adictivo color verde…
Un mareo lo aquejó y tuvo que dar un par de pasos atrás para no caer de bruces al agua. Se colocó mejor la gorra sobre la cabeza y se tomó un minuto para beber agua, temiendo la deshidratación, que podía ser la peor enemiga de un hombre de mar.
Dentro de su cabeza, una voz joven le preguntó «¿Estás perdido?» y su propia mente respondió «Siempre lo he estado».
V
Peter —Pan, como se hacía llamar a sí mismo a falta de un nombre más largo, algo que le causaba profunda gracia a Killian—, era un joven no mayor de los dieciséis años que Liam y él encontraron en Nunca Jamás, una isla basta, llena de vegetación y rodeada de agua clara. Era tan hermoso como un amanecer y tan sombrío como la oscuridad de la noche; parecía estar recubierto por una coraza de frío cinismo que desde el principio llamó la atención de Killian, que nunca en su vida —ni real ni soñada— se había encontrado con un maltón tan malcriado y poco temeroso del filo de sus espadas.
Killian tenía veinte años de edad la primera vez que soñó con él y recordaba haberse sentido profundamente enamorado al despertar… aunque era una sensación extraña, nauseabunda, como si algo terriblemente malo fuera a pasar.
VI
Peter Pan danzó alrededor de Killian y Liam mientras estos buscaban el Tormento por cada rincón de Nunca Jamás. Siempre sonriendo como una cobra erguida y a punto de atacar, su atención parecía estar fija en una sola cosa: saber todo sobre Killian que, aunque al principio se mostró reticente a hablar de sí mismo, poco a poco hundió los pies en el lodo y le contó todo lo que quería saber, incluso aquello de lo que ni él mismo estaba cien por ciento seguro. Después de todo, Peter Pan sólo era parte de sus sueños y nada malo podría pasarle por pasarse de boquiflojo.
Peter también habló de sí mismo, de su vida en Nunca Jamás, donde no parecía haber más habitantes que él. Killian siempre pensaba que eso debía ser demasiado solitario para que un simple chico pudiera soportarlo y sentía lástima por él. Peter parecía saberlo… y odiarlo por eso.
Poco a poco, comenzaron a volverse cercanos a pesar de todo y Killian se acostumbró a rehuir la mirada acusadora de su hermano mayor cuando éste le preguntaba dónde había pasado la tarde — ¿con quién? —y porque había dejado de lado la búsqueda del Tormento. Pero la vergüenza y la culpa se hacían a un lado cuando Peter le sonreía y sus manos frías acariciaban casi con ternura la piel de su cuello y sus labios húmedos susurraban palabras traviesas en sus oídos, haciéndole perder todo juicio y razón de sí…
VII
Cuando despertaba de los sueños en los que Peter Pan era protagonista, Killian no podía con la cortedad que lo atormentaba.
En aquel entonces, tenía una novia hermosa llamada Milah, a la que amaba y respetaba sobre todas las cosas. Por eso no entendía… a qué se debía esa necesidad, la ansiedad de estar con alguien más. El conocimiento de que, cuando la besaba, no eran los labios de ella los que deseaba, sino los de alguien que ni siquiera era real, sino una fantasía de su mente para enloquecerlo.
Y no había nadie con quien pudiera hablar al respecto, porque estaba seguro de que todo el mundo lo juzgaría como a un loco, como a alguien que no se aceptaba a sí mismo...
VIII
La sensación de vergüenza aumentó cuando Milah murió en un accidente y, la noche tras el funeral, él se sumergió en las mantas de su cama, aún con las ropas negras que había usado en el cementerio, cerrando los ojos con fuerza, suplicándole al cielo que lo dejara dormir y soñar con Peter y Nunca Jamás, con una vida irreal en donde todo era miel sobre hojuelas, besos húmedos sobre sus labios y manos suaves en su cabello; donde nada dolía y nadie moría, jamás.
Pero esa noche, en su vida falsa, Liam encontró una rama de Tormento — ¡por fin! — y se cortó el brazo con ella para demostrarle a Killian que la planta era segura después de que Peter le advirtiera que en realidad se trataba de un veneno muy potente, capaz de matar ejércitos completos.
En vez de encontrar el consuelo que había esperado, Killian se topó con el horror de soñar con la muerte de su hermano y la terrible sonrisa de Peter cuando éste se limitó a decirle «Te lo dije».
Al despertar, el hombre sólo pensó que el sueño había sido confuso gracias a la angustia y el dolor que había sufrido los últimos días a raíz del accidente de Milah y su inevitable deceso en el hospital, pero, por primera vez, comenzó a sentir desconfianza de ir a la cama y soñar con Nunca Jamás.
IX
A la hora del almuerzo, Killian se refrescó el cuello con un pañuelo húmedo, pues la piel le ardía de calor y estaba de color rojo intenso tras pasar gran parte del día bajo el sol, y comenzó a considerar las palabras de Emma, que siempre le insistía en comprarse un bloqueador solar más potente. Y hablando de la reina de Roma, la mujer le envió un texto para dejarle saber que ya le esperaba en el Café de la Abuela —con Mary Margaret, Regina y David—. Killian puso los ojos en blanco: le gustaba la idea de casarse con Emma y, cuando se lo propuso, todo lucía como una encantadora fantasía más que como un plan real. Pero Regina y Mary Margaret se encargaron de abofetearlo con dicha realidad cuando inmediatamente comenzaron a hacer reservaciones, citas con proveedores y con el simple hecho de no tener otro tema de conversación cada vez que se encontraban.
Estaba comenzando a hartarse de eso: nunca antes había tenido la oportunidad de planear una boda, pero estaba bastante seguro de que no se necesitaban más de dos personas para hacerlo.
Entró a su camarote, se puso una camisa limpia, se cambió los zapatos y enfiló su camino por el muelle para ir al encuentro de Emma.
Killian abrió la puerta del café y la campana tintineó sobre su cabeza. El lugar estaba repleto de personas, pero aun así logró ubicar la cabellera rubia de Emma en la mesa que siempre ocupaban al fondo del local. La mujer, que había estado al pendiente de la puerta para verlo llegar, sonrió de inmediato y se levantó un poco de su silla para agitar la mano en el aire y darle la bienvenida.
Killian también sonrió y caminó entre la multitud hasta alcanzarla. La saludó con un beso en la mejilla y se dejó caer con cansancio en la silla vacía que ella había apartado a su lado, encarando a los demás; David estaba sumergido en un sorbo de café, por lo que sólo lo saludó arqueando las cejas detrás de su taza. Mary Margaret, por otro lado, le dedicó una sonrisa enmelada y le dio una palmadita en la mano. Regina, a su vez, abrió una carpeta con argollas que tenía sobre la mesa y la deslizó sobre la mesa para que Emma pudiera verla.
—Ahora que estamos todos, podemos comenzar a hablar de lo importante: éstos son los salones de fiestas de Storybrooke y las áreas circundantes. Los mejores están marcados con cinta roja —explicó mientras Emma hojeaba las páginas con fotografías y anotaciones de los lugares. Regina, pagada de sí misma, bebió un trago de su bebida, esperando que los demás dijeran algo: era obvio que las opciones marcadas con rojo eran las únicas opciones que tenían desde el momento en el que ella las había señalado.
Killian se recargó en el hombro de Emma para ver la fotografía de un salón de fiestas con grandes vitrales y un techo de madera cónico que recordaba al de una catedral. Emma deslizó las yemas de los dedos sobre la imagen y giró el rostro para observar la reacción de Killian, que se vio obligado a hacer una mueca: la imagen le recordaba demasiado a un cuento de hadas para su gusto.
—Creo que es hermoso —dijo ella al percatarse de su duda.
Killian repitió la mueca sin poder evitarlo.
Mary Margaret frunció los labios, deslizando una mano por su corto cabello cano, e intercambió una mirada con su esposo. Regina puso los ojos en blanco. Killian se había acostumbrado a esas reacciones gracias a todas las reuniones por la boda que habían tenido hasta ese momento, así que procuró ignorarlas.
—Yo también lo creo, pero… escucha, uno de mis amigos tiene un yate en el muelle y es bastante grande. Ahí podrían caber todos nuestros invitados y sería perfecto cas…
— ¿Casarse en el mar? ¿Enserio? —interrumpió Regina con burla, terminando sin querer lo que Killian había pretendido decir.
El hombre le devolvió la mirada, retador.
—Sí, enserio —dijo con seguridad.
Emma se tocó la frente con los dedos y respiró profundo, como si su paciencia estuviera a punto de ser puesta a prueba. A Killian le desagradó su reacción.
—Podría ser buena idea —comentó Emma, pero ese «podría» le dejó claro que sólo lo decía para evitar una discusión.
Killian puso los ojos en blanco.
—Sí, si no tomas en cuenta a las personas que se marean en el mar, la humedad, que puede afectar la comida, y la terrible cantidad de accidentes e inconveniencias que pueden ocurrir sobre un bote… —alegó Regina.
—Yate —corrigió Killian, rechinando los dientes.
—Lo que sea. Yo ni loca me casaría sobre un bote —siguió la alcaldesa, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Pero no es tu boda —replicó Killian—. Esto es algo que Emma y yo tenemos que decidir —dijo por fin, sacando una frustración que se había acumulado en su interior por semanas—; no entiendo por qué es necesario que tantas personas comenten al respecto. Nosotros queremos algo sencillo e íntimo, no una fiesta para toda la ciudad, ¿cierto, amor? —preguntó, mirando a Emma y buscando su apoyo, pero la expresión en el rostro de ella le dijo que lo último que esperaba de su boda era algo sencillo e íntimo por lo que Killian se sintió caminando por el tablón (volviendo a la jerga de piratas y eso), con la punta de una espada en la espalda baja.
Emma frunció los labios y los separó después para hablar, pero David la interrumpió:
—Killian —dijo con el tono de voz que se emplea para hablar con un niño pequeño—. Emma es nuestra hija. Y es su primera boda —añadió. Las mejillas de Emma se pusieron rojas, a sabiendas de que las bodas solían ir primero que los hijos, pero para ella había ocurrido de manera distinta—. Queremos lo mejor para ella (y para ti, por supuesto) y también queremos apoyarlos con los preparativos del mejor momento de sus vidas, pero si te incomoda, nosotros podemos hacernos a un lado —hizo ademán de ponerse de pie, sujetando la mano de su esposa para ayudarla a levantarse también, pero Emma, incorporándose más rápido que Mary Margaret, puso las manos en los hombros de su padre, estirándose por encima de un incómodo Killian, para obligarlo a sentarse nuevamente.
— ¡Nada de eso! —Dijo ella con fervor—. Todo está bien. Killian no quiso implicar que no necesitamos su ayuda —explicó, ansiosa.
David le regaló una mirada fría y penetrante a su futuro yerno, como retándolo a contradecir las palabras de Emma. Killian se limitó a respirar profundo, sujetar la mano de Emma, que se sentó de nuevo a su lado, y asentir con la cabeza.
—Es cierto, lo siento, no quise ser grosero —explicó, aunque, por dentro, sentía que la sangre le hervía como lava. Sí estaba molesto, por supuesto, pero no quería más problemas con la familia de Emma, por la que había movido cielo, mar y tierra con tal de llevarse bien con ellos.
Regina, al otro lado de la mesa, sonrió con suficiencia y recuperó la carpeta con salones de fiestas.
—Entonces, ¿un yate? —preguntó con mofa a sabiendas de que Killian había perdido la contienda. A él no le sorprendía para nada que ella aún no hubiera conseguido casarse.
—Olvídenlo —dijo Killian, deseando que la tierra se abriera y se lo tragara.
—Killian… —suplicó Emma, aferrando su mano con fuerza.
—Es enserio, fue una idea tonta. Olvídalo —rogó—. Elige el salón de fiestas que más te guste. Lo tienes todo bajo control —soltó la mano de Emma con algo de rudeza y se levantó—. Voy a pedir algo para almorzar. Aún tengo cosas que preparar antes del fin de semana —dijo, aunque sabía que a nadie le importaba, y caminó hasta el mostrador de la cafetería, donde Ruby lo recibió con una gran sonrisa lobuna.
A sus espaldas, pudo escuchar a su prometida pidiéndole a su padre, por millonésima vez, que fuera más amable con él. Killian no necesitaba ese tipo de lástima, que repudiaba con todas sus fuerzas, y se propuso, desde ese momento, no volver a interferir en las cuestiones de la boda: sólo pagaría lo que tuviera que pagar, pero, por lo demás, ellos podían decidir si debía ir vestido a la ceremonia con un costal de papas, si querían —y Regina parecía ser la persona indicada para proponerlo, como siempre, con tal de hacerlo sufrir—. No entendía cómo alguien como Emma podía tener amigas así.
Cuando Ruby le entregó su pedido, prefirió quedarse a comer en la barra antes que volver a la mesa con los demás. Sabía que eso molestaría a Emma cuando se diera cuenta, pero, vamos, la estaba dejando ganar para evitarse problemas, lo menos que ella podía hacer era dejar que conservara un poco de su dignidad.
Estaba por meterse un trozo de pan a la boca cuando la campana de la entrada sonó y Ruby salió de la cocina, secándose las manos en el delantal —más largo que la falda que estaba usando—para tomar la orden de los recién llegados. Al pasar a su lado, ella le guiñó el ojo; Killian respondió con una sonrisa y no pudo evitar seguir con la mirada el contoneo de las largas mechas rojas que decoraban el cabello castaño de la chica.
Bajo el umbral de la puerta, se encontraba un hombre de aspecto imponente, vestido con un elegante traje negro; al verle la cara, Killian tuvo la impresión de reconocerlo de algún lado, pero no pudo dar en el clavo. Parpadeando, se fijó en la mujer menuda que sujetaba el brazo del hombre: el largo cabello castaño le caía en cascada sobre los hombros y en sus mejillas aparecieron dos hoyuelos al sonreírle a Ruby después de que la chica les señalara una mesa vacía. Sujetando la mano de la mujer, había un niño pequeño, de escasos seis años, con un pulgar metido en la boca mientras barría el suelo con la base de su zapato.
Killian dejó de prestarles atención para volver a su almuerzo, pero su interés se vio pescado de nuevo cuando, a sus espaldas, Emma se levantó de la mesa para ir a saludar a los recién llegados mientras éstos ocupaban su mesa.
Killian, a punto de atragantarse con su café al girar la cabeza para contemplar la escena, frunció el ceño: todos en Storybrooke se conocían, si no de manera afable, al menos de vista, pero Killian nunca antes había visto a esa familia, así que no tenía idea de dónde Emma podía relacionarse con ellos. Tal vez de Nueva York, ahora que lo pensaba, pues la mujer había vivido varios años ahí antes de decidir volver a casa —ahí fue donde conoció al fatídico Neal Cassidy y dio a luz a Henry, algo que no tocaba canciones de fiesta dentro de la mente de Killian—. Y, casi como si la hubiera llamado telepáticamente, Emma miró por encima del hombro y sus ojos se cruzaron.
Killian pensó en fingir que no había estado contemplándola, pero sabía que sería un esfuerzo inútil. Emma enarcó una ceja y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Con las mejillas ardiendo de vergüenza, Killian se limpió la boca con la servilleta y se puso de pie para ir junto a su prometida, que de inmediato tomó su mano.
—Carl, Belle, él es mi prometido, Killian Jones —dijo Emma, con una gran sonrisa en los labios. La mujer, Belle, sonrió, emocionada, dando palmaditas frente a su cara, pero el rostro del hombre, Carl, permaneció impávido mientras observaba a Killian de pies a cabeza, como si fuera una bestia con la que no sabía cómo lidiar; era una mirada similar a las que le regalaba Regina. Killian hizo un esfuerzo por ignorarlo y no mostrarse incómodo—. Killian, ellos son Carl y Belle Gold. Carl es el tío de Neal —Killian se contuvo de hacer una mueca. Prestando más atención, había algo en los ojos del hombre que definitivamente le recordaba a Neal. De-mo-nios—. Y ésta dulzura —agregó Emma, refiriéndose al niño de seis años, que observaba el intercambio de palabras entre los adultos como quien ve un juego de ping-pong— es Gideon, su hijo.
Killian se aclaró la garganta antes de hablar:
—Es un placer conocerlos —dijo, extendiendo su mano para estrechar la del señor Gold… que no hizo lo mismo. El hombre sólo miró sus dedos como si nunca antes hubiera visto una mano que no fuera la suya. A su lado, Belle soltó una risita incómoda y se apresuró a ceñir la mano de Killian, que de nuevo tenía las mejillas tan rojas como el abrigo que la mujer estaba usando.
—Igualmente, estamos encantados —respondió ella, con la voz muy aguda. Giró el rostro para observar a su hijo, que estaba jugando con los palitos de pan—. Di hola, Gideon, no seas maleducado —y, entre dientes, agregó—: como tu padre.
El niño, al igual que su madre, estiró la mano hacia adelante y, sintiéndose más perturbado que antes, Killian también la apretó.
Emma, que tenía los labios fruncidos y lucía tan apenada como él se sentía, tuvo que abrir la boca una vez más:
— ¿Quieren sentarse con nosotros? En nuestra mesa aún hay lugares disponibles.
El señor Gold dejó de mirar a Killian como si fuera la basura de su zapato para sonreírle a Emma.
—No, gracias, querida. Estamos esperando a otras personas —informó.
—Oh —dijo Emma torpemente. Su mano, que seguía unida a la de Killian, estaba empapada en sudor—. Bien, de acuerdo. Fue un gusto verlos. ¿Van a quedarse más tiempo en Storybrooke? A Henry le daría mucho gusto saludarlos.
De nuevo, el señor Gold respondió:
—Estamos en proceso de mudarnos —explicó—. De pronto, han surgido cambios en nuestras vidas y vivir en un sitio más tranquilo y relajado como Storybrooke nos vendrá bien, ahora que la familia se amplía.
Emma se cubrió la boca con las manos. Killian enarcó una ceja.
— ¡Oh, Belle! ¿Estás embarazada? —preguntó Emma, emocionada.
Belle sonrió, apenada, y ladeó la cabeza un poco para mirar a Gideon, que la contemplaba con mucha atención.
—No, no, no, no se trata de eso. Es que… han pasado cosas —explicó, acariciando la cabeza rubia de Gideon.
—Mis hermanos menores vienen a vivir con nosotros —agregó el señor Gold, cortante—. Mis padres tuvieron un accidente de auto hace poco. Los perdimos y ellos se quedaron solos. Nosotros somos la única familia que tienen, así que… —hizo un gesto con las manos, como si con eso terminara la historia. Una sonrisa sombría se dibujó en sus labios y, aunque no los conocía, Killian se preocupó por el desastroso destino que esos chicos tendrían al lado de un hombre tan extraño.
—Lamento mucho tú pérdida —dijo Emma, que de pronto había palidecido.
El señor Gold la miró directamente a los ojos y simplemente replicó:
—Yo, ciertamente, no —y ese fue el final de la conversación entre ellos..
—Fue… fue un gusto saludarlos —agregó Emma tras unos interminables segundos de silencio—. Si necesitan ayuda con la mudanza o con cualquier otra cosa, no duden en llamarnos.
Belle le dedicó una nueva sonrisa y asintió con la cabeza.
—Gracias, Emma.
Killian volvió a sujetar la mano de su novia y ambos dieron media vuelta lentamente, como un impala intentando no llamar la atención del león. Caminaron hasta la barra, donde Killian se sentó frente a su plato y Emma se dejó caer en el banco a su lado.
— ¿Necesito decirte lo extraño que fue eso o ya lo sabes? —preguntó Killian, desanimado porque su almuerzo se había enfriado.
Emma le dio un golpe con el dorso de la mano en el brazo.
—Ay, cállate —pidió—. Son los tíos de Henry. No puedo sólo pasarlos por alto cuando me encuentro con ellos. Pero sí… el señor Gold es extraño, eso todo el mundo lo sabe.
—Tal vez esquivaste una bala al separarte de Neal. Quizá la rareza viene de familia —comentó él sin lograr contenerse y Emma le dedicó una mirada desangelada.
—Qué pésimo comentario —dijo, a sabiendas de que por las venas de Henry corría la sangre de Gold. Pero Killian no podía decir nada para defenderlo: últimamente, el chico también había perdido puntos de buen comportamiento con él.
Terminó su almuerzo en silencio, bajo la atenta mirada de Emma, que observaba cada uno de sus movimientos como un halcón. Después de que Ruby se acercara a recoger los platos sucios y se los llevara a la parte trasera del establecimiento, Emma tomó un largo respiro y dijo:
—Lamento que mis padres estén interfiriendo demasiado en los asuntos de la boda —sujetó un servilletero de acero y jugueteó con el sobre la barra para evitar mirar el rostro de Killian, que frunció el ceño: Emma no era una mujer de disculpas—. También quería pedirte perdón si… si sientes que no te he dejado participar lo suficiente en los preparativos. Es decir… es nuestra boda. También tienes derecho a dar tu opinión.
—Pero, aparentemente, el darte a conocer mi opinión no significa que la vayas a aceptar —comentó Killian, sin intenciones de hacerlo sonar como un reproche.
Emma lo miró y frunció los labios.
—No se trata de eso, Killian. Si quieres que nos casemos en un yate, nos casaremos en un yate —dijo ella, pero seguía sin sonar convencida—. Lo importante es que estemos juntos.
Killian intentó sonreír, pero no tenía los ánimos suficientes.
—No, elige el salón de fiestas que más te guste, Emma. Tú eres la novia, después de todo.
—Killian… —insistió ella, pero él se puso de pie, sacó su cartera para dejar el dinero de su comida sobre la barra y caminó hacia la puerta del café.
—No, está bien, Emma —mintió, mirando a la mujer por encima del hombro—. Tengo que volver al trabajo. Despídeme de tus padres —agregó antes de encarar la puerta, que se abrió en ese preciso momento y estuvo a punto de golpearle la nariz, pero Killian logró esquivar el impacto a tiempo.
— ¡Oh, lo siento! —exclamó la chica que acababa de entrar al local. Llevaba sus largos rizos dorados atados en una coleta alta y estos se movían como resortes cada vez que ella ladeaba un poco la cabeza—. Soy muy torpe. ¿Estás bien?
—Ah, sí, todo bien —respondió Killian, aturdido.
De nuevo, tuvo la vaga sensación de conocer a la recién llegada, pero, por más que intentó darle sentido a su cara, no lo consiguió.
—Correcto —terminó ella con una sonrisa y luego lo rodeó para entrar al local. Killian la siguió con la mirada y la vio caminar hasta la mesa que ocupaban el señor Gold y su esposa y se preguntó si de nuevo había visto en ella algo que le recordaba inconscientemente a Neal, tal vez incluso a Henry.
Sacudió la cabeza, tratando de dejar de pensar en eso y salió del café, dispuesto a volver a su bote en el muelle.
Caminó por la acera bajo el calor del día, sintiendo los ríos de sudor que bajaban por sus sienes hasta perderse en su cuello. De cierta manera, estaba exhausto y aterrado por la idea de tener que volver a hablar con alguien sobre la boda. De nuevo, no podía creer que una simple ceremonia conllevara tanto esfuerzo, enojo y trabajo y supuso que, de haberlo sabido, hubiera meditado más las cosas antes de comprar el anillo y dárselo a Emma.
Una señal de alerta se encendió en su cabeza al pensar en eso porque él amaba a Emma… ¿cierto?
Un dolor punzante tras su ojo izquierdo lo amenazó con una migraña latente. Estaba a punto de dar vuelta a la esquina cuando, al otro lado de la acera, una mata de cabello de color castaño rojizo brillando bajo la luz solar lo distrajo: era como contemplar un rubí en la cima de un cofre del tesoro. Pero el tesoro verdadero se encontraba bajo el destello y Killian sintió el corazón dándole un vuelco en el pecho al descubrirlo.
Una brisa de viento llevó a sus fosas nasales el aroma de la hierba fresca y la tierra mojada de la selva. Casi podía paladear el sabor de la sal, tan particular, del mar de Nunca Jamás y escuchar el susurro del aire, aullando como un lobo en sus oídos.
Jadeó sin poder evitarlo y se quedó petrificado en su sitio, contemplando con los ojos muy abiertos el panorama que tenía delante, que, para cualquier otra persona, no hubiera resultado relevante.
Al otro de la calle, parado frente al ventanal de una tienda de antigüedades, se encontraba un joven que daba la impresión de ni siquiera rosar los veinte años de edad. Tenía la piel tan pálida como la espuma del océano que golpeaba los riscos de la playa y unos labios tan rojos como la sangre que Killian —o al menos el Killian onírico— conocía a la perfección. Pero quizá lo más impactante de todo el conjunto no era ni el color del cabello, tan exacto, ni la impresión de la piel, que parecía haberse gravado en las yemas de sus dedos a pesar de nunca haberla tocado en realidad, sino el brillo de los ojos, tan verdes como Killian sabía que eran, cuando el chico levantó la mirada y ésta se cruzó con la suya de una forma en que nunca le había pasado con Milah o Emma…
Se sintió como alguien que ha sido alcanzado por un rayo —o se ha enamorado a primera vista—.
Los labios del muchacho se separaron y, aún en la distancia, sin poder escuchar el murmullo, Killian supo que estaba pronunciando su nombre. Y, a su vez, Killian dijo el suyo dentro de sus pensamientos: «Peter». ¿Pero cómo era eso posible? ¿Cómo había salido un sueño, una pesadilla, de su mente para materializarse en la realidad justo frente a él?
Killian contempló el horror en el rostro del chico e imaginó que su expresión debía ser similar. Dio un paso al frente, listo para cruzar la calle y cerciorarse de que estaba despierto y que eso no era sólo una alucinación, pero el chico, Peter, pareció leer sus intenciones porque, de inmediato, dio media vuelta y entró a la tienda de antigüedades, colocó el letrero de «CERRADO» en la ventana de la puerta y Killian volvió a congelarse en su sitio.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera pensar correctamente de nuevo. Tal vez se había equivocado y había confundido a una persona cualquiera con el individuo de sus pesadillas —después de todo, había tenido una justo la noche anterior y tal vez estaba demasiado fresca dentro de su mente—. Quizá lo mejor sería tranquilizarse y cerciorarse de no estar cometiendo un error. A lo mejor se había insolado demasiado, o la pelea con David en verdad lo había perturbado; tal vez necesitaba gafas… o terapia. Pero, en caso de ser así, ¿a qué se debió la reacción del muchacho? Tal vez recibir tanta atención de parte de un desconocido lo incomodó.
Peter Pan no era real. Tampoco el Killian que se convirtió en pirata tras la muerte de su hermano tras envenenarse con Tormento. Todo eso no era más que un delirio que había alimentado desde niño y ahora le causaba estragos en el cerebro.
Lo mejor que podía hacer era intentar mantener sus ensueños al margen de su vida real.
Emprendió de nuevo el camino hacia el muelle, pero no pudo evitar mirar por encima del hombro la tienda al otro lado de la calle… y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero al ver el letrero, con pintura aún fresca, sobre la entrada: «Mr. Gold Pawnbroker & Antiquities Dealer».
¿Acaso el Señor Gold se convertiría en una sombra dentro de su vida tanto como ya lo era Neal?
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