Eslabones
Un Fanfic de Monster Musume
Disclaimer: Ni Monster Musume ni ninguno de sus personajes, conceptos o locaciones predeterminados me pertenecen. Lo único mío son el argumento y personajes originales de esta historia, escrita como un simple pasatiempo sin fines de lucro.
Sorpresa
Nada más salir del baño, vestidos con ropa fresca y el cabello aún húmedo gracias al bendito efecto restaurador de la ducha, Pachylene y Eddie Maxon se dirigieron raudos a la cocina, cuyo reloj de pared colgado en un océano de pintura color pie de limón marcaba las 4:05 PM. Apreciaron la belleza del templo de los sabores durante unos momentos antes de intercambiar una mirada cómplice y asentir.
-Hagámoslo -dijeron al unísono.
Ejecutando un plan trazado de antemano, la arpía acudió a la alacena más cercana y extrajo de ella pequeños recipientes repletos de los condimentos más variados: sal, azúcar, jengibre, vainilla... El humano, por su lado, acudió a asaltar el refrigerador, haciéndose con generosas raciones de quesillo italiano (también llamado mascarpone), tomates grandes y jugosos, duraznos que iban por las mismas y un contenedor plástico en cuyo interior flotaban sendos trozos de carne marinada.
-Están perfectos -añadió el canadiense tras echar un vistazo a los cortes-. Macerarlos seis o siete horas terminó siendo una buena idea.
-Y eso que la receta decía 20 minutos nada más -acotó la pelirroja, armándose con un juego de cuchillos, una tabla de picar e incluso una batidora-. Lo bueno es que contamos con el tiempo justo para preparar todo, al menos si la hora de salida que me diste hoy en la mañana se mantiene.
-Conozco su rutina tan bien como a mí mismo... o a ti, amor mío -él le sonrió, sacándole un precioso sonrojo-. Entre punta y punta son quince minutos a pie y podemos, como también recordarás, descartar cualquier tipo de distracción. ¿Partimos primero con el pastel?
-Es buena idea; los filetes se cocinan bastante más rápido.
Añadieron en un recipiente de vidrio porciones de sal, harina, polvos de hornear, nuez moscada, clavos de olor, canela y jengibre molido, mezclándolo todo con una cuchara y dejándolo aparte. Pachylene cortó con maestría un gran bloque de mantequilla, juntándola con un tercio de taza de azúcar rubia y programando la batidora a velocidad media por tres minutos. Al mismo tiempo Eddie partía un huevo sobre otro pequeño cuenco, apartando también las medidas preconcebidas de melaza y jengibre, esta vez rallado por sus propias manos.
-¡Huele bien! -dijo la chica monstruo conforme el dorado se volvía esponjoso y ligero-. Veamos qué tal está.
Maxon apagó la máquina y desmoldó uno de los batidores, generando una pequeña cascada que iba entre algo aún líquido y la solidez esperable de las preparaciones a pico. A una señal suya ella añadió los demás ingredientes cuidadosamente. La combinación de la melaza y el jengibre pareció generar un aroma penetrante que por momentos hipnotizó a los prometidos. Volvió a rugir el motorcillo de la máquina, permitiéndoles a ambos unos minutos de charla.
-Hay algo que no te pregunté en la mañana, mi amor -la pelirroja se secó la frente con una toalla de papel-. ¿Siempre tiene la señora Caroline esas caras durante el verano?
Pachylene se refería a algo que le llamó la atención aquella mañana mientras tomaban desayuno junto a la madre del chico: Caroline Maxon, flamante abogada y profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de Toronto, parecía notoriamente distraída. Si no la conocieran mejor, incluso habrían pensado que aquel día en particular no deseaba sumergirse en su frenética rutina, prefiriendo perderse en la tranquilidad y pulcritud de su departamento.
-Mamá siempre ha sido más inviernista que veranista; en eso nos parecemos bastante -retrucó el canadiense, rodeando los hombros de la liminal-. Los primeros días de agosto, sin embargo, parecieran tener un efecto extraño sobre ella. No sé si será la edad u otra cosa, pero supongo que ciertas materias están vedadas incluso para un hijo.
-No pretendía que violáramos semejantes límites, querido. Después de todo, la señora Caroline se ha portado muy bien con nosotros mientras hemos estado en Toronto. Aún así...
El suspiro de la arpía se sintió hasta en la terraza del hogar. No podía evitar sentir cierta nostalgia por Ednemia, su propia madre y el último vínculo que cortara antes de enterrar definitivamente el recuerdo de su aldea en Okutama. Ahora su vida estaba eternamente atada a la de él y lo seguiría donde fuera; así de solemne era su juramento hecho en el hielo del Varsity Centre.
-Tranquila, Pachy -él la besó con cariño en sus tiernos labios-. Ya habrá tiempo para todo. Recuerda que no existe peor trámite...
-...que el que no se hace -completó ella-. Tienes razón, Eddie. Ahora estamos de vacaciones y nos toca disfrutar. ¿Volvemos a nuestro plan?
-Con todo gusto, pero antes concédeme un momentito.
Se sometieron así a su pequeño e íntimo ritual: un beso en la frente, después en las mejillas y finalmente al lado izquierdo del cuello antes de conectar brevemente sus labios. Ahora fue el turno de ambos de dejarse dominar por el rubor. Con esa inyección de ánimo llegando hasta el último rincón de sus venas, atendieron nuevamente el prospecto de masa acumulándose en el recipiente de la batidora automática. Una vez ligera la mezcla añadieron la mezcolanza de polvos a fin de darle cuerpo, echando todo posteriormente en otro recipiente (esta vez metálico) y guardándolo en la nevera.
-Bastará una hora para que quede perfecta -añadió el chico-. En el intertanto me encargaré de los duraznos. Sólo espero que la parrilla eléctrica esté donde creo que está.
-Entendido y anotado. Mientras tú vas por ese frente, yo limpiaré esto -señaló el cuenco- y me encargaré del otro lado.
Arrimándose al enchufe más cercano, Eddie peló la fruta, la partió en dos y arrancó los cuescos con precisión quirúrgica, tirándolos sin mirar al papelero en una muestra de asombrosa coordinación. Una vez la pequeña parrilla eléctrica (las ordenanzas municipales prohibían las alimentadas por carbón) chispeaba gracias al calor, abrió la ventana para dejar entrar el aire y colocó con cuidado la tierna carne anaranjada sobre el metal, cuidando de que no se requemara demasiado o perdiera su jugo. La arpía, ya toda una experta a la hora de manipular electrodomésticos, desmoldó el quesillo sin derramar una gota de suero, incorporando también un poco de esencia de vainilla, ron añejo y 1/4 de taza de azúcar convencional. Un par de pulsadas en el panel de control más tarde, la máquina volvía a ronronear, sus aspas rascando y haciendo aullar de placer al grueso vidrio.
-¿Sabes? -dijo de repente.
-¿Qué? -contestó él, aún preocupado de los duraznos.
-Me parece tan raro que en Japón no hayan supermercados como el de Bloor Street... Si alguien se atreviera a instalarlos allá se forraría de la noche a la mañana.
-El modelo, para estar limitado a un barrio, funciona muy bien y cubre todas las falencias de las tiendas de conveniencia, como los precios o el stock -acotó Eddie-. De hecho, a ese mismo negocio iba durante mis días de universitario a abastecerme de víveres frescos. Ayer y hoy sigue siendo más barato cocinar por cuenta propia que cenar fuera.
-Y eso que por aquí no faltan los buenos restaurantes según las guías turísticas -Pachylene dejó escapar otro leve suspiro-. En todo caso, siempre preferiré mil veces algo preparado por tus manos o las mías, aunque sigan siendo algo torpes.
-Para mí nunca serás torpe, cariño -él se acercó a su amada y la abrazó-. Lo que has logrado por cuenta propia, ora en la cocina, ora en cualquier otro aspecto de la vida diaria, me hace verte cada día de forma más divina. ¿Cuántas arpías hablan tres idiomas o saben patinar en hielo? ¿Cuántas arpías merecen la suficiente confianza para andar solas en el día a día? ¿Cuántas de ellas han viajado formalmente al extranjero, conociendo otras realidades y visiones? Muy pocas.
-Todo ello lo aprendí del mejor, del hombre al que jamás dejaré de admirar mientras tenga aliento en mi ser -la pelirroja le sonrió y frotó su cabeza contra el pecho del muchacho-. Más allá de que ni tú ni yo seamos expertos en francés y nuestros platos rompan todas las convenciones nutricionales en lo que a calorías respecta, me siento bien satisfecha de lo que hemos construido juntos.
-Así se habla, mi vida -se separaron brevemente-. ¿Está lista la mezcla del mascarpone?
-Suave como la seda. ¡Tráeme esos duraznos asados, cariño!
La fruta, marcada en negro como el buen ganado y posteriormente seccionada en pulcras rodajas de cinco milímetros de grosor, recibió un cremoso baño antes de descansar dentro del refrigerador. Con el toque dulce casi listo, humano y arpía se relajaron con agua tónica y snacks de fruta deshidratada mientras recordaban las horas previas. Luego de despedirse de la señora Maxon aquella mañana, ir a hacer la compra (el supermercado estaba a sólo dos cuadras a pie) y macerar la carne con esa tentadora marinada, dejaron el Mercedes-Benz en casa y tomaron el metro hasta las orillas del Lago Ontario, deleitándose con un largo paseo por los parques. Tendidos en el césped, jugaron a buscar formas en las nubes mientras esquivaban el potente brillo del sol. Caminaron tres millas de ida y vuelta, abrazados por la cintura y llenando sus pulmones con el húmedo aire. Tomaron fotos hasta cansarse de las islas y los botecitos entrando y saliendo de las marinas. Compraron enormes conos de helado de un camión cercano, sentándose en un banco a la sombra y jugando a sentir los sabores en la boca del otro. Quedaron tan llenos que decidieron saltarse el almuerzo, continuando su recorrido por las muchas atracciones del centro antes de regresar bien entrada la tarde.
-Mientras cuaja la masa, bien podríamos avanzar en el main course -dijo él, tomándose su vaso de un trago-. ¿Dónde están los tomates y la albahaca?
-En el cajón de vegetales del refrigerador -contestó ella-. Apartaré un cuchillo para ti; yo me encargaré de deshojar la verdura.
Dicho y hecho. Las frutas rojas, desprovistas de su peluca verde pero no de su delgada cáscara, también se vieron convertidas en tajadas delgadas. Maxon cogió un molinillo de pimienta negra y la aplicó generosamente sobre su carne, deseando sacar todo el partido de sus propiedades antioxidantes. Siguió un baño algo más modesto con sal de mesa; tanto los novios como la misma Caroline evitaban consumirla en exceso a fin de cuidar su presión arterial. Una vez quedaron guardados y bien cubiertos con papel de aluminio, ambos se enfocaron en obtener trozos de tamaño mediano de aquella planta de penetrante aroma. Lo último y más complicado fue rebanar el queso Mozzarella, cuya escurridiza textura insistía en no dejarse capturar por los pulgares de la arpía y los dedos del humano.
-Quédate quieto -decía la liminal alada en tono ligeramente intimidante-. Eso es, buen chico. Hazme caso y no acabarás relegado a una pizza cutre.
-Con eso ya lo convenciste -rió el nativo de Mississauga-. ¿Sabías que el queso también tiene su sensibilidad?
-Basta preguntarle a los gusanitos del roquefort, ¿no? -continuó ella-. Tienen una de traumas que ni te cuento...
Ambos rieron. Era esta una muestra de su peculiar sentido del humor y también de las raíces de su mismo amor. Con lo salado momentáneamente listo les quedaba volver a la etapa final del pastel.
-El horno ya está en 180 grados; bastará dejarlo así cinco minutos y estará listo para recibir a nuestro amiguito -señaló él-. ¿Te ayudo con la masa?
-Sólo a colocarla abajo; amoldarla no es fácil con estos pulgares míos -respondió Pachylene, sosteniendo el recipiente con el relleno-. Cuando me digas lo vierto.
Espolvoreando un poco de harina en una lata de tarta, Eddie partió la masa por la mitad con sus propias manos y comenzó a amoldar una parte al fondo del recoveco metálico. Amasó y aplanó a fin de cubrir hasta el último centímetro, aunque sin salirse del borde.
-Ya está.
-Marchando.
La arpía inclinó suavemente la mezcla sobre su nuevo hogar. Una vez cayó el último durazno, generando un pequeño salpicón en el océano de quesillo aromático, se permitió meter uno de sus pulgares y saborear el sobrante de la mezcla. Estaba exquisito, señal clara de que todo iba sobre ruedas. Eddie hizo lo mismo y, acto seguido, tapó la sorpresa con el resto de la masa, presionando firmemente con sus propios dedos y creando un sellado casi hermético. Para no desentonar en la decoración, rasgó la superficie levemente con un tenedor y luego su compañera cerró el círculo con otra generosa espolvoreada de azúcar.
-Son las 5:30 -Pachylene limpió nuevamente su propio sudor-. El pastel estará listo a las seis y si lo dejamos enfriar podríamos servirlo a las siete. Aún nos faltan el vino y los demás bebestibles.
-Tónica nos sobra y lo mismo digo del jugo de berries -corroboró Eddie tras echar un vistazo a los suministros domésticos-. En cuanto al vino, decidí comprar una botella pequeña porque, recordemos, ambos somos abstemios.
-¿Qué tan pequeña?
-375 cc, suficiente para tres copas. Una de 750 habría sido un poquito mucho para esta ocasión.
-Bien pensado -asintió la rapaz-. Prepararé una sartén grande para los cortes de carne. ¿Aceite vegetal o de oliva?
-Sólo una pequeña ración de oliva; los guisos demasiado oleosos nunca han sido santos de mi devoción.
Una vez Pachylene vertió el chorrito sobre el teflón y escuchó el satisfactorio chisporroteo, sacudió el accesorio de lado a lado para emparejar. Hecho esto fue a por los tomates y el queso previamente preparados, manteniéndolos en espera hasta que llegara el momento de incorporarlos a la receta. Armado con una pinza tipo panadería, Eddie Maxon depositó en el ardiente lecho seis filetes de lomo liso previamente desgrasados y macerados. Nada más hacer contacto se liberaron los aromas de aquella salsa compuesta por vinagre balsámico y miel de abeja; tomillo y orégano secos y molidos; ajos picados y el mismo jugo de las más finas aceitunas griegas. Para camuflar cualquier indicio capaz de tentar a vecinos de diente largo, la pelirroja encendió la campana ubicada sobre el moderno horno de acero inoxidable, sintiendo que se le hacía agua la boca conforme el tierno vacuno se sellaba, haciendo brotar su delicioso jugo. Diez minutos por lado bastaron para dejarlo digno de revista culinaria.
-Y ahora el toque final -dijo Eddie-. Si me haces el honor, Pachy...
-Con muchísimo gusto -replicó la liminal, poniendo el queso y después los tomates encima de cada porción; el calor hizo el resto durante los dos minutos siguientes.
Prepararon los tres mejores platos bajos disponibles y acudieron de inmediato a alistar la última parte de su plan maestro, moviéndose cual auténticos rayos de un sitio a otro. Casi al mismo tiempo sonó la campana del horno; el pastel ya estaba cocido, dorado, crujiente por fuera y exquisitamente tierno por dentro. Buscaron la ventana más apartada y lo dejaron enfriando en su dintel.
Lo habían logrado. Estaban transpirados, agitados y cansados como pocas veces en su vida, pero lo habían logrado. Compartieron un beso largo y profundo antes de mirar el reloj y desaparecer por la puerta de la cocina rumbo al baño.
19:12... 19:11... 19:10... 19:09...
A las 6:10 PM, Caroline Maxon abrió la puerta del departamento y entró casi arrastrando sus pies enfundados en zapatos de tacón. Venía agotada tras una larga reunión con los demás profesores para preparar el currículum semestral y otra serie de problemas en el bufete, donde hubo de echar a un cliente borracho y otro despechado. "¡Por última vez, no atendemos divorcios!", espetó al tiempo que ordenó el desalojo de aquella mujer lunática, contraste absoluto en temperamento al de ella, sus socios y las dos secretarias manteniendo todo a flote.
-Ay, Dios mío... -suspiró, tirando su portafolios a un lado-. Por fin estoy en casa. Lo único que deseo es dormir hasta el domingo.
Relajó un poco sus ojos en la oscuridad del recibidor y del resto del interior. Ni un ruido se escuchaba; parecía que Eddie y Pachy aún andaban fuera paseando. Secretamente los envidió, deseando tener 25 años menos a fin de poder disfrutar la vida como ellos. Si bien su ánimo había mejorado notablemente con la visita de su hijo y la liminal pelirroja, haciéndole añorar el fin de la rutina como pocas cosas en veinte años, algo no parecía encajar del todo en su interior. Emitiendo un hondo suspiro que hizo vibrar hasta las flores de la mesa de centro, caminó hasta su habitación y nada más entrar se quitó la chaqueta, girando su cuello un par de veces para eliminar la tensión. Reemplazó sus zapatos por pantuflas y desabotonó el primer botón de su blusa, mirándose al espejo y contemplando aquel atractivo reservado a las féminas que se cuidaban bien.
-50 años... -murmuró-. Nunca creí que llegaría este día.
Entonces notó un pequeño papel doblado en la parte derecha del marco. Lo tomó con curiosidad y vio un mensaje escrito a mano.
Ven a la terraza.
Reconoció al instante la letra; era de Eddie. Ignoraba si Pachylene podía escribir con esos pulgares suyos pero no correspondía pensar en ello ahora. Se dio cinco minutos para desmaquillarse (lo que no la hizo verse menos bella) y esquivó con maestría los muebles bañados en la oscuridad hasta salir al exterior. Allí casi dejó caer el mensaje ante lo que vio: una mesa para tres personas, a media luz y con presentación digna de un restaurante caro.
-¿Y esto...?
No pudo terminar la frase porque sintió a alguien abrazándola por detrás y dándole un beso en sus tersas mejillas. Caroline giró y se encontró cara a cara con su altísimo hijo y su novia, ambos vestidos de forma casual-elegante y ella sosteniendo un ramo de rosas frescas entre sus manitos. La abogado sintió que se le detenía el corazón.
-Feliz cumpleaños, señora -dijo la chica monstruo, entregándole las flores y también su propio par de besos-. Perdone lo poco pero esperamos que sea de su agrado.
Lo siguiente que supieron el chico y la arpía fue verse abrazados de forma monumental por la mujer, quien estaba a punto de llorar de alegría e incluso se estremeció levemente.
-Gracias por acordarse, mis niños -ella hipó-. Nunca hubiese pensado que llegarían a este extremo, considerando que están casi al final de sus vacaciones y regresan a Japón dentro de un par de días.
-Recuerda que estamos juntos en esto, mamá -acotó Eddie-. Este es sólo el primero de muchos soportes que usaremos para construir un nuevo puente conectándonos. Ahora, si me haces el favor, siéntate y ponte cómoda.
-Nosotros nos encargaremos de todo -reforzó Pachylene.
Ya comenzaba a ocultarse el sol tras los demás edificios de Charles Street, inundando todo en una penumbra similar a la del interior pero aún teñida con el calor veraniego. La homenajeada bebió un poco de su copa de agua (cada puesto tenía una) y untó un bollo recién horneado con mantequilla a las finas hierbas. Sonrió por primera vez ese día, maravillada al ver que sus huéspedes pensaron en todo. Para lo que no estaba preparada, sin embargo, era para el plato principal.
-¿Filetes a la Capri? -exclamó al tener su porción frente a ella; por poco no se cayó de la silla.
-Así es, mamá -contestó su hijo-. Sé que son tu platillo favorito y recuerdo como si fuera ayer cuando tus colegas te lo recomendaron al ir a comer cerca del Rogers Centre allá por el 2001.
-Eddie, no debiste...
-¿Por qué no? Este es tu cumpleaños y mereces festejarlo como es debido. Además, Pachy me ayudó a comprar y preparar todo.
-Quedamos más cansados por esto que por nuestro paseo a las orillas del lago pero cada segundo valió la pena -añadió la liminal, intentando partir su ración de lomo liso-. Antes de hincar el diente, sin embargo, nos gustaría ofrecerle algo más.
-¿Algo más?
-Claro, el vino -sonrió al ver que su muchacho sacaba la botellita y le servía-. Hicimos un par de consultas en el supermercado y nos recomendaron el Château Feret-Lambert del 2014, tinto francés cuyos toques se complementan bien con la carne, el queso y la pimienta. A su salud, señora Caroline.
-Definitivamente tengo que hacerles un monumento.
-Nos basta con que estés feliz, mamá -dijo Eddie, rellenando su copa y la de Pachylene con jugo de frutas-. Y espera a ver lo que tenemos de postre...
-¡Oye, eso es hacer trampas! -rió Caroline, contagiando a sus contrapartes-. Me tentaste con esto y no estoy segura de si aguantaré hasta el postre.
-Basta ver qué tanto resisten estas delicias, señora -acotó la arpía rapaz.
No hizo falta más música que la de sus propias voces en armónica conversación. Brindaron, disfrutaron y se relajaron luego de un día larguísimo en todo sentido. Además de las rosas, que pasaron a ocupar el sitial de honor en la mesa de centro, el relato de Pachylene y Eddie sobre su confesión en el hielo terminó siendo el broche de oro perfecto para ese 1 de agosto cerrado con los ecos del cremoso océano de duraznos. Caroline Rhea Maxon, Kari para los amigos, volvía a saborear las divinas mieles de la maternidad. No sólo había recuperado a su querido hijo para nunca más dejarlo alejarse de ella; también contaba ahora con una futura nuera a la que adoraría en idéntica forma.
Nota del Autor: ¡Saludos, gente! Por fin he comenzado a escribir un proyecto que tenía en mente hace mucho tiempo y es a la vez un desafío. A diferencia de Rojo y Azul, donde dominaron los capítulos largos y con varias tramas simultáneas, lo que verán ahora es una colección de relatos cortos, centrados en momentos y personajes específicos. Es mi deber, entonces, comenzar con Pachy y Eddie, los mavericks que forman mi primera pareja insigne y cuya química sigue intacta tras tanto tiempo, tejiendo historias en cada momento y lugar visitado a ambos lados del Océano Pacífico. Los buenos episodios siempre se asocian a comida ídem porque esta ha sido una combinación ganadora desde el principio de los tiempos. Tampoco podemos olvidar el invaluable amor de madre, ahora fluyendo libremente y sin culpa desde la figura de Caroline Maxon, quien también ha ganado una nueva hija.
No sé qué tan rápido avanzaremos o retrocederemos en esta línea de tiempo partiendo en agosto de 2017, pero ojalá puedan acompañarme hasta el final del camino. Como aquí siempre apreciamos el feedback, los comentarios firmados serán replicados por mensaje privado y los de invitados (siempre que correspondan al capítulo inmediatamente anterior) de forma tan pública como breve. Por aquí se acepta todo excepto críticas destructivas y/o malintencionadas, ¿estamos?
Tal como en mis obras anteriores, planeo actualizar esta historia una vez por semana; si hay retrasos se darán las excusas correspondientes. ¡Hasta luego, piltrafillas! O como se dice en japonés, "¿a quién no le gustaría una cena sorpresa para su cumpleaños?".
