Harry Potter, su mundo y demás no son cosa mía. O al menos eso creo, la última vez que me miré al espejo seguía sin ser J.K.
Arisca. Malcriada. Deseperante. Insufrible. Bobalicona. Molesta. Ruidosa. Ridícula. Infantil. Necia. Torpe. Cretina. Exasperante. Irritable. Bruta. Dramática. Tonta. Malhablada.
Era oír su nombre, y ocurrírsele miles de calificativos―Nada halagadores― en honor a la menor de las hermanas Greengrass.
Nunca había tragado a la hermanita de Daphne, ni cuando eran apenas unos infantes que se aburrían en las cenas soporíferas de sus padres, ni cuando compartían casa en Hogwarts, ni mucho menos ahora que la vida―Para desgracia de ambos―había decido juntarlos de nuevo.
Cada vez que se encontraban acaban discutiendo, tirándose los trastos a la cabeza, amenazándose con alguna que otra maldición imperdonable y recurriendo a gestos obscenos nada dignos de las familias de alta alcurnia a las que pertenecían.
Era superior a sus fuerzas y no existía explicación coherente para su animadversión mutua; simplemente se sabía a leguas: Draco Malfoy y Astoria Greengrass no podía verse ni en pintura.
El joven Malfoy era incapaz de comprender como una niña bajita, de pelo rubio insulto, ojos más gélidos que el Lago Negro en invierno y ceño eternamente fruncido podía suponerle tales dolores de cabeza.
No se parecía en nada a su hermana.
Alta, elegante, con ojos verde esmeralda, labios carnosos, curvas generosas y pelo castaño ondulado: Daphne conseguía arrancar suspiros allá por donde pisaba, eternamente sonriente, con su voz amable y sus delicadas maneras.
En cambio Astoria, con sus premiosos andares, sus gestos toscos y su torpeza habitual, despertaba más bien rechazo ―e incluso en varios ocasiones, miedo―por parte de sus compañeros. Con el pelo revuelto, el jersey del uniforme demasiado estirado, la túnica llena de barro y sus medias llenas de agujeros, se parecía más a la Lunática de Ravenclaw que a una Slytherin sangre pura heredera de una de las familias más importantes de la comunidad mágica inglesa.
Estaba claro que Narcisa Malfoy recibió un buen golpe en la cabeza el día que decidió que aquel monstruito sería la nuera perfecta.
De poco valieron las suplicas de uno, y los berrinches de la otra.
Su suerte estaba echada, la vida se la había jugado y para su tormento, esa cría malcriada que no puede ni ver, va a convertirse en su esposa.
Su jodida esposa.
¿Acaso ese era el castigo por sus pecados? ¿Soportar a Greengrass hasta el fin de sus días? Que Voldemort resucitase y le obligase a unirse de nuevo a sus filas casi le parecía mejor idea que casarse con Astoria.
¿Quién dijo que su boda iba a ser el mejor día de su vida?
El peor día de su existencia, más bien.
Incluso aunque Greengrass este preciosa con su vestido de novia, su pelo recogido, sus ojos libres de ese pegote negro que suele lucir siempre―que no podría quedarle bien a nadie― que le otorgan un parecido bastante siniestro con un Dementor, y su sonrisa pueda iluminar toda la ciudad. Por no hablar de sus suaves labios, y las chispas que generan al chocarse con los suyos en cuanto les tocan pronunciar el temido "si quiero".
Eso no cambia nada.
Astoria Greengrass―Ahora Malfoy―siempre será una niñata insoportable, capaz de sacarle de sus casillas con solo respirar. El hecho de que estén unidos en matrimonio y su mano sea incapaz de soltar su cintura―A la que se aferra como si una tabla en medio del océano se tratase―, no cambia nada.
No se soportan y jamás se soportarán.
(Pero, sinceramente, no le importaría no soportarse durante toda una vida si Astoria sigue sonrojándose de esa manera cada vez que la mira).
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