Aprovechando vacaciones, para subir cosas que tengo por ahí desde hace mil años


—Au, au, au.

—Tranquilo, por el amor de Dios, no te muevas que te vas a hacer más daño.

—Es que me duele.

—Ya, lo he notado, estamos llegando a urgencias.

Elizabeta miró a Gilbert, con expresión un tanto preocupada, mientras este apretaba los dientes, desviando la mirada a otro sitio y aguantando el dolor.

Al principio había sido una tarde normal. Habían ido a una cafetería y habían pedido un helado; hacía calor y querían algo refrescante.

Y luego, cuando salieron de allí, Gilbert se había puesto a hacer el idiota, como siempre. Se había subido a una barandilla de unas escaleras, intentando mantener el equilibrio, mientras Elizabeta intentaba convencerle de que se bajara.

De repente, unos niños habían pasado corriendo, empujando a Gilbert en el camino y haciéndole perder el equilibro, ocasionando que cayera al suelo.

Gilbert había aullado de dolor y se había visto incapaz de mover la pierna. Un hombre que lo había visto se había acercado rápidamente, ofreciéndoles su ayuda y llevándoles en el coche a urgencias.

—Es que eres idiota —le repitió Elizabeta por vez tropecienta.

—Tsk.

—¡A quién se le ocurre! ¡Pues a ti! Te dije que te bajaras de la maldita barandilla, ¡te lo dije!

—¡No me grites, maldita sea!

Gilbert bufó y apartó la mirada de nuevo, molesto. No tardaron en llegar a urgencias, donde fueron atendidos rápidamente. Poco después, sacaban a Gilbert, con la pierna escayolada, en silla de ruedas.

—Llama a Ludwig para que venga a recogernos, anda —le pidió Gilbert en voz baja, mientras avanzaban hacia la salida del ambulatorio.

—Ahora lo llamaré.

Cuando estaban ya casi en la salida, Elizabeta dejó la silla de Gilbert al lado de unas hilera de sillas, y ella misma se sentó en uno de dichos asientos. Suspiró y después de frotarse la frente con los dedos, sacó el móvil para mandarle un mensaje a Ludwig.

—¿Le digo que te traiga las muletas?

—Si, sería una buena idea. Mira, si puedes pensar por ti misma y todo.

—Eres gilipollas.

Gilbert rió, mientras Elizabeta negaba con la cabeza y le enviaba dicho mensaje a Ludwig. Cuando recibió la respuesta, procedió a guardar el teléfono y se recostó contra el respaldo del asiento.

—Tienes que tener más cuidado.

—¡Y ahora te preocupas por mi y todo! Que detallista, oye. Qué raro en ti.

—Eres idiota.

Elizabeta hizo ademán de levantarse para largarse, y Gilbert le agarró el brazo.

—¡Eh, que era una broma! ¡No te vayas!

Elizabeta sonrió ante la ingenuidad del albino, que de verdad se había creído que iba a irse, y se sentó de nuevo. Le dio un pequeño beso en los labios, que hizo que Gilbert riera.

—¿Beso y todo? Si que debo tener mal aspecto. Aunque claro, es difícil no preocuparse por mi asombrosa persona. Cuando lleguemos a casa podría hacerme una actuación privada, con musiquita y todo.

—Gilbert, definitivamente, eres imbécil.


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